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– Vamos, entra… -susurró extendiendo las manos-. ¿Es que ya no reconoces tu casa?

Durante esos primeros instantes Lucile se borraría, porque Gastón le pertenecería a ella y sólo a ella. No abusaría de los besos y las lágrimas; haría que le prepararan un buen almuerzo y un baño, e inmediatamente después le diría: «Me he ocupado de tus negocios, ¿sabes? Esa propiedad que querías, cerca del Lago Nuevo, la he conseguido, es tuya. También he adquirido el prado de los Montmort, que colinda con el nuestro y que el vizconde no quería vendernos por todo el oro del mundo. Pero esperé el momento favorable y logré lo que quería. ¿Estás contento? He guardado en lugar seguro tu oro, tu plata, las joyas de la familia… Lo he hecho todo, lo he afrontado todo, sola. Con tu mujer no se puede contar… ¿No ves que soy tu única amiga? ¿La única que te comprende? Pero ¡ve, hijo! ¡Ve con tu mujer! No esperes gran cosa de ella. Es una criatura fría y obstinada. Pero entre los dos sabremos someterla a nuestra voluntad mejor que cuando yo estaba sola y ella se atrincheraba en sus largos silencios. Tú en cambio tienes derecho a preguntar: "¿En qué piensas?" Eres el amo, puedes exigir una respuesta. ¡Anda, ve con ella! Toma lo que es tuyo: su belleza, su juventud… He oído que en Dijon… Eso no está bien, hijo mío. Una amante cuesta dinero. Pero esta larga ausencia te habrá hecho querer aún más nuestra vieja casa…»

– ¡Oh, qué días tan agradables, tan tranquilos vamos a pasar juntos! -murmuró la señora Angellier; se había levantado y se paseaba lentamente por la habitación cogida de una mano imaginaria y recostada en un hombro soñado-. ¡Ven, vamos a bajar! He hecho preparar un tentempié en la sala. Estás más delgado, hijo… Tienes que recuperarte, ¡ven!

Maquinalmente, la anciana abrió la puerta y bajó la escalera. Sí, así saldría de su habitación esa tarde. Iría a sorprender a los chicos. Encontraría a Gastón en un sillón junto a la ventana y a su mujer a su lado, leyendo para él. Ese era su deber, su papel: retenerlo, distraerlo. Cuando Gastón estaba convaleciente de la tifoidea, Lucile le leía los periódicos. Su voz era dulce y agradable al oído, y ella misma la escuchaba a veces con placer. Una voz suave y ronca… Pero ¿no la estaba oyendo? ¡Bah, estaba soñando! Había llevado el sueño más allá de los límites permitidos. Se irguió, avanzó unos pasos, entró en la sala y, sentado en un sillón arrimado a la ventana, con el brazo herido apoyado en el asiento, la pipa en la boca y los pies en el taburete en que Gastón se sentaba de pequeño, vio al invasor, al enemigo, al alemán con su uniforme verde, y a Lucile junto a él, leyendo un libro en voz alta.

Hubo un momento de súbito silencio. Ambos se levantaron. Lucile dejó escapar el libro, que cayó al suelo. El oficial se apresuró a recogerlo, lo dejó en la mesa y murmuró:.

– Señora, su nuera ha sido tan amable de autorizarme a venir a hacerle compañía unos minutos.

La anciana, muy pálida, inclinó la cabeza.

– Usted es quien manda.

– Y como me habían enviado de París un paquete de libros nuevos, me he permitido…

– Aquí es usted quien manda -repitió la señora Angellier, dando media vuelta y abandonando la sala. Lucile la oyó hablar con la cocinera-: Marthe, no volveré a salir de mi habitación. Me subirás las comidas al piso de arriba.

– ¿Hoy también, señora?

– Hoy, mañana y hasta que estos señores se vayan de aquí.

Cuando sus pasos se alejaron y se perdieron en las profundidades de la casa, el alemán susurró:

– Esto va a ser el paraíso.

16

La vizcondesa de Montmort, que padecía insomnio, tenía un espíritu universal: todos los grandes problemas del momento hallaban eco en su alma. Cuando pensaba en el porvenir de la raza blanca, en las relaciones franco-alemanas, en el peligro francmasón y en el comunismo, no lograba pegar ojo. Gélidos escalofríos le recorrían el cuerpo. Se levantaba. Se echaba por los hombros una piel comida por la polilla y salía al parque. Despreciaba el adorno, tal vez porque había perdido la esperanza de paliar con un vestido favorecedor un conjunto de rasgos bastante lamentable -una nariz larga y roja, una tez granujienta, un talle casi contrahecho-, tal vez por el orgullo innato de quien cree en sus indiscutibles méritos y no concibe que puedan pasar inadvertidos a los ojos del prójimo, ni siquiera bajo un fieltro abollado o una chaqueta de lana tejida (verde espinaca y amarillo canario) que su cocinera habría rechazado horrorizada, o tal vez porque menospreciaba las trivialidades. «¿Qué importancia tiene eso, querido?», le respondía con suavidad a su marido cuando éste le reprochaba que se hubiera sentado a la mesa con zapatos de distinto par. No obstante, bajaba de sus alturas de golpe cuando de hacer trabajar a los criados o proteger sus propiedades se trataba.

Durante sus insomnios, se paseaba por el parque recitando versos o se llegaba hasta el gallinero y examinaba las tres enormes cerraduras que impedían la entrada. Después echaba un vistazo a las vacas; al comenzar la guerra había dejado de cultivar flores en los parterres, y ahora los animales pasaban la noche en el jardín. Por último, recorría el huerto al suave claro de luna y contaba las plantas de maíz. Le robaban. Antes de la guerra, el cultivo del maíz era casi desconocido en aquella rica región que alimentaba sus aves de corral con trigo y avena. Ahora, los agentes de la requisa registraban los graneros en busca de sacos de trigo, y las granjeras se habían quedado sin grano para sus gallinas. Habían acudido a la mansión para conseguir plantas de maíz, pero los Montmort las reservaban para ellos y para todos sus amigos de la comarca. Los campesinos se enfadaban.

– Pensamos pagar -decían.

No pensaban hacerlo, pero la cuestión no era ésa. Y los campesinos lo sabían, aunque vagamente. Intuían que se enfrentaban a una especie de masonería, una solidaridad de clase que los ponía a ellos y su dinero por detrás del placer de quedar bien con el barón de Montrefaut o la condesa de Pignepoule. Y como no podían comprar, lo tomaban por las buenas. En el parque ya no había guardas: estaban prisioneros y no habían sido reemplazados. En la región faltaban hombres. Tampoco había manera de encontrar obreros y materiales para reparar el muro, que se caía a pedazos. Los campesinos se colaban por los agujeros, cazaban en el bosque, pescaban en el lago, robaban gallinas, tomateras o plantas de maíz y, en una palabra, se servían ellos mismos. El señor de Montmort estaba en una situación delicada. Por un lado, era el alcalde y no quería ponerse en contra a sus administrados; por el otro, y como es natural, tenía apego a sus propiedades. No obstante, habría optado por cerrar los ojos si no hubiera sido por su mujer, que rechazaba por principio cualquier compromiso, cualquier debilidad.

– A ti lo único que te importa es que te dejen en paz -le decía a su marido con acritud-. Pero fue el propio Jesucristo quien dijo: «No he venido a traer la paz, sino la espada.»

– Tú no eres Jesucristo -gruñía Amaury.

Pero hacía mucho tiempo que en la familia se había aceptado que la vizcondesa tenía alma de apóstol y visión profética. Y Amaury tendía a aceptar las opiniones de su mujer, tanto más cuanto que era la titular de la fortuna del matrimonio y tenía apretados los cordones de la bolsa. Así que la secundaba con lealtad y combatía encarnizadamente a los furtivos, los merodeadores, la maestra que no iba a misa y el empleado de correos, sospechoso de simpatizar con el Frente Popular, por mucho retrato del mariscal Pétain que hubiera puesto en la puerta de la cabina telefónica.

Así pues, una hermosa noche de junio, la vizcondesa se paseaba por su parque recitando unos versos que el día de la Madre quería hacer declamar a sus protegidas de la escuela religiosa. Le habría gustado escribirlos ella misma, pero lo suyo era la prosa (cuando escribía, las ideas acudían a su cabeza tan atropelladamente que tenía que dejar la pluma de vez en cuando e ir a mojarse las manos con agua fría para hacer bajar la sangre que se le subía a la cabeza), no la poesía. La servidumbre de la rima se le hacía insoportable. De modo que decidió sustituir el poema que le habría gustado componer en honor de la Madre Francesa por una invocación en prosa: «¡Oh, madre! -diría una de las alumnas de la pequeña clase vestida de blanco y con un ramo de flores silvestres en la mano-. ¡Oh, madre, ver tu dulce rostro inclinado sobre mi camita mientras fuera ruge la tormenta…! El cielo cubre el mundo con su negrura, pero un alba radiante se dispone a nacer. ¡Sonríe, oh, madre amantísima, viendo a tus hijos en pos del Mariscal que nos lleva de la mano a la Paz y la Felicidad! ¡Entra conmigo en el alegre corro que forman todos los hijos y todas las mamás de Francia en torno al Venerable Anciano que nos ha devuelto la esperanza!»

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