Lacerando con palabras una y otra vez a esa «chusma judía», escribe en Los perros y los lobos «Como todos los judíos, él se sentía más vivamente, más dolorosamente escandalizado que un cristiano por defectos específicamente judíos. Y esa energía tenaz, esa necesidad casi salvaje de obtener lo que se deseaba, ese desprecio ciego de lo que otro pueda pensar, todo eso se almacenaba en su mente bajo una única etiqueta: "insolencia judía".» Paradójicamente, concluye, esa novela con una especie de ternura y de fidelidad desesperada: «Esos son los míos; ésa es mi familia.» Y de pronto, en un nuevo vuelco de perspectiva, hablando en nombre de los judíos escribe: «¡Ah, cómo odio vuestros melindres de europeos! Lo que denomináis éxito, victoria, amor, odio, ¡yo lo llamo dinero! ¡Se trata de otra palabra para designar las mismas cosas!»
Por otra parte, Némirovsky lo ignoraba todo sobre la espiritualidad judía, la riqueza, la diversidad de la cultura judía de Europa Oriental. En una entrevista concedida a L'Univers israélite el 5 de julio de 1935, se proclamaba orgullosa de ser judía, y a aquellos que veían en ella a una enemiga de su pueblo les respondía que en David Golder había descrito no «a los israelitas franceses establecidos en su país desde hace generaciones y en quienes, en efecto, la cuestión de la raza no interviene, sino a muchos judíos cosmopolitas para quienes el amor al dinero ha pasado a ocupar el lugar de cualquier otro sentimiento».
David Golder, novela comenzada en Biarritz en 1925 y concluida en 1929, narra la epopeya de Golder, magnate judío de las finanzas internacionales, originario de Rusia: su ascensión, esplendor y caída tras el crac espectacular de su banco. Gloria, su esposa que empieza a envejecer, notoriamente infiel y que lleva un tren de vida fastuoso, exige cada vez más dinero para mantener a su amante. Arruinado y vencido, el viejo Golder, otrora el terror de la Bolsa, vuelve a ser el pequeño judío de sus días de juventud en Odessa. De pronto, llevado del amor por su ingrata y frívola hija, decide reconstruir su fortuna. Tras haber jugado victoriosamente su última baza, muere de agotamiento mientras balbucea unas palabras en yidis a bordo de un buque de carga durante una formidable tempestad. Un inmigrante judío, embarcado como él en Simferopol con destino a Europa, con la esperanza de una vida mejor, recoge su postrer suspiro. Golder muere, por así decirlo, entre los suyos.
Cuando vivían en Rusia, los Némirovsky disfrutaban de un alto nivel de vida. Todos los veranos abandonaban Ucrania ya fuese con destino a Crimea o a Biarritz, San Juan de Luz y Hendaya, o la Costa Azul. La madre de Iréne se instalaba en un palacio, mientras que su hija y su aya se alojaban en una casa de huéspedes.
Tras la muerte de su institutriz francesa, Iréne Némirovsky, a la sazón de catorce años de edad, empezó a escribir. Se acomodaba en un sofá con un cuaderno apoyado en las rodillas. Había elaborado una técnica novelesca inspirada en el estilo de Iván Turguéniev. Al comenzar una novela escribía no sólo el relato en sí, sino también las reflexiones que éste le inspiraba, sin supresión ni tachadura algunas. Por añadidura, conocía de forma precisa a todos sus personajes, incluso a los más secundarios. Emborronaba cuadernos enteros para describir su fisonomía, su carácter, su educación, su infancia y las etapas cronológicas de su vida. Cuando todos los personajes habían alcanzado semejante grado de precisión, subrayaba con ayuda de dos lápices, uno rojo y otro azul, los rasgos esenciales que debía conservar; a veces bastaban unas líneas. Pasaba rápidamente a la composición de la novela, la mejoraba, y acto seguido redactaba la versión definitiva.
En el momento en que estalló la Revolución de Octubre, los Némirovsky residían en San Petersburgo desde hacía tres años, en una casa grande y hermosa. «Estaba construida de tal manera que, desde el vestíbulo, la mirada podía alcanzar las estancias del fondo; a través de anchas puertas abiertas se veía una hilera de salones blanco y oro», escribe en Le vin de solitude, una novela en gran parte autobiográfica. San Petersburgo era una ciudad mítica para muchos escritores y poetas rusos. Iréne sólo veía en ella una sucesión de calles oscuras, cubiertas de nieve, recorridas por un viento glacial que subía de las nauseabundas aguas de los canales y el Neva.
Léon Némirovsky, a quien sus asuntos llamaban con frecuencia a Moscú, subarrendaba en dicha ciudad un piso amueblado a un oficial de la guardia imperial, por entonces destinado en la embajada rusa en Londres. Creyendo poner a su familia a salvo, Némirovsky instaló a los suyos en Moscú, pero fue precisamente allí donde la revolución alcanzó su apogeo de violencia en octubre de 1918. Mientras el fuego de fusilería causaba estragos, Iréne exploraba la biblioteca de Des Esseintes, aquel cultivado oficial. Descubrió a Huysmans, Maupassant, Platón y Oscar Wilde. El retrato de Dorian Gray era su libro preferido.
La casa, invisible desde la calle, se hallaba encastrada en otros edificios y rodeada de un patio, bordeado a su vez de una casa más alta que la precedente. Luego había otro patio circular, y otra casa más. Iréne bajaba discretamente a recoger casquillos cuando el lugar se hallaba desierto. Por espacio de cinco días, la familia subsistió en el piso con un saco de patatas, cajas de chocolatinas y sardinas como únicas provisiones. Aprovechando un período de calma, los Némirovsky regresaron a San Petersburgo, y cuando los bolcheviques pusieron precio a la cabeza del padre de Iréne, éste se vio obligado a pasar a la clandestinidad. En diciembre de 1918, aprovechando el hecho de que la frontera aún no estaba cerrada, organizó la huida a Finlandia de los suyos, disfrazados de campesinos. Iréne pasó un año en un caserío compuesto de tres casas de madera rodeadas de campos nevados. Confiaba en poder volver a Rusia. Durante esa larga espera, su padre regresaba con frecuencia de incógnito a su país para tratar de salvar sus bienes.
Por primera vez, Iréne conoció un momento de serenidad y paz. Se convirtió en una mujer y empezó a escribir poemas en prosa, inspirados en Oscar Wilde. Como la situación en Rusia no hacía mas que empeorar y los bolcheviques se les acercaban peligrosamente, los Némirovsky alcanzaron Suecia al término de un largo viaje. Pasaron tres meses en Estocolmo. Iréne conservó el recuerdo de las lilas malva que crecían en los patios y jardines en primavera.
En julio de 1919, la familia embarcó en un pequeño carguero que los llevaría a Ruán. Navegaron durante diez días, sin escalas, en medio de una espantosa tempestad que habría de inspirar la dramática escena final de David Golder. En París, Léon Némirovsky asumió la dirección de una sucursal de su banco, y de ese modo pudo reconstituir su fortuna.
Iréne se matriculó en la Sorbona y obtuvo una licenciatura en Letras con mención. David Golder, su primera novela, no era su primer intento. Había debutado en el mundo editorial enviando lo que denominaba «breves cuentos divertidos» a la revista bimensual ilustrada Fantasio, que aparecía el 1 y el 15 de cada mes, que los publicó y le pagó por cada uno sesenta francos. Luego se lanzó y ofreció un cuento a Le Matin, que también lo publicó. Siguieron un cuento y una novela corta en Les Oeuvres Libres, así como Le Malentendu, una primera novela -redactada en 1923, a la edad de dieciocho años-, y un año más tarde L’Enfant génial una novela corta posteriormente titulada Un enfant prodige, que apareció en la misma editorial en febrero de 1926.
Dicha narración cuenta la trágica historia de Ismaël Baruch, un niño judío nacido en un cuchitril de Odessa. Sus dotes de poeta precoz e ingenuo seducen a un aristócrata, que lo recoge del arroyo y lo lleva a un palacio para distraer la ociosidad de su amante. Mimado, el niño vive extasiado a los pies de la princesa, que ve en él una especie de mono sabio.