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¡Oh, tan sólo verlo, estrecharlo entre los brazos, ver brillar sus hermosos ojos con aquella mirada penetrante y viva…! Eran de color avellana, con largas pestañas de chica, ¡y veían tantas cosas! Ella le había enseñado desde niño a descubrir el lado cómico y conmovedor de la gente. A la señora Michaud, que sentía compasión por los demás, le gustaba reír: «Tu espíritu dickensiano, mi querida madre», le decía su hijo. ¡Y qué bien se entendían! Se burlaban alegre, cruelmente a veces, de aquellos de quienes tenían motivos de queja; aunque después una palabra, un movimiento, un suspiro, los desarmaban. Maurice era diferente; más sereno y más frío. A él lo quería y lo admiraba, pero Jean-Marie era… ¡oh, Dios mío!, todo lo que ella habría querido ser, todo lo que había soñado, todo lo bueno que había en ella, y su alegría, su esperanza… «Mi hijo, el amor de mi corazón, mi Jeannot…», pensó, volviendo a llamarlo por el diminutivo de cuando tenía cinco años y le cogía con dulzura las orejas para besarlo, le echaba la cabeza atrás y le hacía cosquillas con los labios, mientras él se reía como un poseso.

A medida que avanzaba por la carretera, sus ideas se volvían más febriles y confusas. Siempre le había gustado andar: de jóvenes, durante sus cortas vacaciones, Maurice y ella solían vagabundear por el campo mochila al hombro. Cuando no tenían bastante dinero para pagarse un hotel, viajaban así, a pie, con unas pocas provisiones y sus sacos de dormir. De modo que soportaba la fatiga mejor que la mayoría de sus compañeros; pero aquel incesante calidoscopio, aquel tropel de rostros desconocidos que pasaban ante ella, que aparecían, se alejaban y desaparecían, le causaban una sensación dolorosa, peor que el cansancio físico. «Un tiovivo en una ratonera», se decía. Los vehículos quedaban atrapados entre el gentío como esas hierbas que flotan en la superficie del agua, retenidas por invisibles lazos, mientras el torrente fluye alrededor. Jeanne volvía el rostro para no verlos. Envenenaban el aire con su olor a gasolina, ensordecían a la gente con sus inútiles bocinazos, pidiendo un paso que no se les podía dar. Ver la rabia impotente o la huraña resignación de los conductores era como un bálsamo para los corazones de los refugiados. «¡Van tan lentos como nosotros!», comentaban, y la sensación de que su desgracia era compartida se la hacía más llevadera.

Los fugitivos avanzaban en pequeños grupos. No se sabía muy bien qué azar los había unido a las puertas de París, pero ya no se apartaban unos de otros, aunque nadie sabía ni siquiera el nombre de su vecino. Con los Michaud iba una mujer alta y delgada que llevaba un mísero y raído abrigo y joyas falsas. Jeanne se preguntaba vagamente qué podía empujar a alguien a huir llevando dos gruesas perlas artificiales rodeadas de diminutos cristales en las orejas, piedras verdes y rojas en los dedos y un broche de estrás adornado con pequeños topacios en la blusa. Los seguían una portera y su hija, la madre menuda y pálida, la niña grande y fuerte, ambas vestidas de negro y arrastrando entre su equipaje el retrato de un hombre grueso con mostacho. «Mi marido, guarda de cementerio», decía la mujer. La acompañaba su hermana, que estaba embarazada y empujaba un cochecito donde dormía una criatura. Era jovencísima. Ella también se estremecía y buscaba con la mirada cada vez que aparecía un convoy militar.

– Mi marido está en el frente -decía.

En el frente, o tal vez allí… Todo era posible. Y Jeanne, quizá por centésima vez (es que ya no sabía muy bien lo que decía), le confiaba:

– Mi hijo también, mi hijo también…

Todavía no los habían ametrallado. Cuando al fin ocurrió, tardaron en comprenderlo. Oyeron una explosión, luego otra y después gritos:

– ¡Sálvese quien pueda! ¡Cuerpo a tierra! ¡A tierra!

Se arrojaron al suelo de inmediato y Jeanne pensó confusamente: «¡Qué grotescos debemos de parecer!» No tenía miedo, pero el corazón le latía con tanta fuerza que se apretó el pecho con ambas manos, jadeando, y lo apoyó sobre una piedra. Un tallo con una campanilla rosa en el extremo le rozaba los labios. Luego reparó en que, mientras estaban allí tumbados, una pequeña mariposa blanca volaba sin prisa de flor en flor. Al fin, una voz le dijo al oído:

– Ya está, se han ido.

Se levantó y se sacudió el polvo de la ropa. Nadie parecía haber resultado herido. Pero, tras unos instantes de marcha, vieron los primeros muertos: dos hombres y una mujer. Tenían el cuerpo destrozado, pero, curiosamente, los tres rostros estaban intactos, unos rostros normales y tristes, con una expresión asombrada, concentrada y estúpida, como si trataran en vano de comprender lo que les ocurría; unos rostros, Dios mío, tan poco hechos para una muerte bélica, tan poco hechos para cualquier muerte… La mujer no debía de haber dicho otra cosa en su vida que «¡Los puerros están cada vez más gordos!» o «¿Quién ha sido el marrano que me ha manchado el suelo?».

«Pero ¿cómo puedo saberlo? -se dijo Jeanne. Tras aquella frente estrecha, bajo aquellos cabellos apagados y revueltos, puede que hubiera tesoros de inteligencia y ternura-. ¿Qué otra cosa somos nosotros, Maurice y yo, a ojos de la gente, que una pareja de pobres empleadillos? En cierto sentido es verdad, y en otro somos seres valiosos y únicos. Yo lo sé. ¡Qué atrocidad tan absurda!», pensó por último.

Se apoyó en el hombro de Maurice, temblando y con las mejillas anegadas en lágrimas.

– Sigamos andando -dijo él tirándole de la mano con suavidad.

«¿Para qué?», pensaban ambos. Nunca llegarían a Tours. ¿Seguiría existiendo el banco? ¿No estaría el señor Corbin enterrado bajo un montón de escombros, con sus valores, con su bailarina, con las joyas de su mujer? Pero eso sería demasiado bonito, se dijo Jeanne en un acceso de crueldad. Mientras tanto, paso a paso, seguían su camino. No se podía hacer otra cosa que andar y ponerse en manos de Dios.

12

El pequeño grupo formado por los Michaud y sus compañeros fue recogido la tarde del viernes. Los subieron a un camión militar. Viajaron en él toda la noche, tumbados entre cajas. Por la mañana llegaron a una ciudad cuyo nombre nunca conocerían. Las vías del tren estaban intactas, les dijeron. Podrían ir directamente a Tours. Jeanne entró en la primera casa que encontró en las afueras y preguntó si podía lavarse. La cocina ya estaba llena de refugiados, que hacían la colada en el fregadero, pero llevaron a Jeanne al jardín para que se aseara en la bomba. Maurice había comprado un espejito provisto de una cadenilla; lo colgó de la rama de un árbol y se afeitó. De inmediato se sintieron mejor, dispuestos a enfrentarse a la larga espera ante el cuartel donde distribuían la sopa y a la aún más larga ante la taquilla de tercera de la estación. Habían comido y estaban cruzando la plaza del ferrocarril cuando empezó el bombardeo. Los aviones enemigos llevaban tres días sobrevolando sin descanso la ciudad. La alerta sonaba constantemente. En realidad era una vieja alarma de incendios que hacía las veces de sirena; su débil y ridículo aullido apenas se oía entre el ruido de los coches, los berridos de los niños y los gritos de la enloquecida muchedumbre. La gente llegaba, bajaba del tren y preguntaba:

– Dios mío, ¿es una alerta?

– No, no, es el final -les respondían.

Y cinco minutos después volvía a oírse la débil sonería. La gente se lo tomaba a risa.

Allí todavía había tiendas abiertas, niñas jugando a la rayuela en la acera, perros correteando cerca de la vieja catedral. Nadie hacía caso de los aviones italianos y alemanes que sobrevolaban tranquilamente la ciudad. Habían acabado acostumbrándose a ellos.

De pronto, uno de ellos se separó de los demás y se lanzó en picado sobre la muchedumbre. «Se cae -pensó Jeanne, y luego-: Va a disparar, va a disparar, estamos perdidos…» Instintivamente se llevó las manos a la boca para ahogar un grito. Las bombas cayeron sobre la estación y un poco más allá, en las vías. Los cristales de la cubierta se derrumbaron, salieron despedidos hacia la plaza e hirieron y mataron a cuantos encontraron a su paso. Presas del pánico, algunas mujeres soltaban a sus hijos como si fueran molestos paquetes y salían huyendo. Otras los estrechaban contra su cuerpo con tanta fuerza que parecían querer meterlos de nuevo en su seno, como si ése fuera el único refugio seguro. Una desventurada rodó a los pies de Jeanne: era la mujer de las joyas artificiales. Refulgían en su cuello y sus dedos, mientras la sangre manaba de su destrozada cabeza. Aquella sangre caliente salpicó el vestido de Jeanne, sus medias y zapatos. Por suerte, no tuvo tiempo de contemplar los muertos que la rodeaban. Los heridos pedían auxilio entre los cascotes y los cristales rotos. Jeanne se unió a Maurice y otros hombres que intentaban retirar los escombros, pero era demasiado duro para ella. No les servía de ayuda. Entonces pensó en los niños que vagaban desorientados por la plaza, buscando a sus madres. Jeanne empezó a llamarlos, cogerlos de la mano y llevarlos aparte, bajo el pórtico de la catedral; luego volvía junto a la gente y, cuando veía a una mujer desesperada, chillando y corriendo de aquí para allá, con voz fuerte y templada, tan templada que a ella misma le sorprendía, le gritaba:

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