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– Tengo hambre -dijo Florence-. ¿Y tú?

Gabriel negó con la cabeza.

Ella abrió la maleta y sacó unos sándwiches.

– Esta noche no has cenado. Vamos, sé razonable.

– No puedo comer. Creo que no podría tragar ni un bocado. ¿Has visto a esa vieja grotesca de ojos pintarrajeados y pelo color zanahoria mascando pan?

Florence cogió un sándwich y entregó otros dos a la doncella y el chofer. Gabriel se llevó las manos a los oídos para no oír crujir el pan entre los dientes de los criados.

10

Los Péricand llevaban cerca de una semana en la carretera. Habían tenido mala suerte. Una avería los había retenido dos días en Gien. Poco después, en aquel caos y apresuramiento indescriptibles, habían chocado con la camioneta en la que iban los criados y el equipaje. Eso había ocurrido en los alrededores de Nevers. Por fortuna para los Péricand, no había rincón de provincias donde les fuera imposible encontrar algún amigo o pariente con una gran casa, un hermoso jardín y la despensa llena. Así pues, un primo de la rama Maltête-Lyonnais los había acogido, pero el pánico iba en aumento, se extendía de ciudad en ciudad como un incendio. Los Péricand repararon el coche como pudieron y al cabo de cuarenta y ocho horas reemprendieron la marcha. El sábado a mediodía quedó claro que el vehículo no llegaría muy lejos sin que lo examinaran y repararan de nuevo. Se detuvieron en una pequeña ciudad un poco apartada de la carretera principal, con la esperanza de encontrar alojamiento. Pero las calles estaban atestadas de vehículos de todas clases; los chirridos de los maltratados frenos hendían el aire; la plaza, situada junto al río, parecía un campamento de gitanos; los hombres, exhaustos, dormían en el suelo o se lavaban en la orilla. Una joven había colgado un espejito en el tronco de un árbol y se estaba maquillando y peinando de pie ante él. Otra lavaba pañales en la fuente. En las puertas de sus casas, los vecinos contemplaban aquel espectáculo con expresiones de estupor.

– ¡Pobre gente! Señor, lo que hay que ver… -decían con piedad y un íntimo sentimiento de satisfacción: aquellos refugiados venían de París, del norte, del este, de provincias asoladas por la invasión y la guerra. Pero ellos vivían bien tranquilos; los días pasarían y los soldados lucharían mientras el ferretero de la calle mayor y la señorita Dubois, la mercera, seguían vendiendo sus ollas y sus cintas, tomando sopa caliente en sus cocinas y cerrando la pequeña cerca de madera que separaba su jardín del resto del mundo al llegar la noche.

Por la mañana, a primera hora, los coches se abastecían de gasolina, que empezaba a escasear. La gente pedía noticias a los refugiados. No sabían nada. Alguien aseguró que «esperaban a los alemanes en las montañas de Morvan». Sus palabras fueron acogidas con escepticismo.

– Hombre, en el catorce no llegaron tan lejos… -dijo el grueso farmacéutico meneando la cabeza, y todo el mundo asintió como si la sangre vertida en la Gran Guerra hubiera formado una mística barrera capaz de detener al enemigo por los siglos de los siglos.

Seguían llegando coches y más coches.

– ¡Qué cansados parecen! ¡Qué calor deben de estar pasando! -decía la gente, pero a nadie se le ocurría invitar a su casa a alguno de aquellos desventurados, dejarlo entrar en uno de aquellos pequeños paraísos de sombra que se adivinaban vagamente detrás de las casas, con su banco de madera bajo un cenador, sus groselleros y sus rosas.

Había demasiados refugiados. Había demasiados rostros cansados, demacrados, sudorosos; demasiados niños llorando, demasiados labios temblorosos que preguntaban: «¿No sabrá usted dónde podríamos encontrar una habitación o una cama?» «¿Podría usted indicarnos un restaurante, señora?» Era como para desalentar la caridad. Aquella multitud miserable ya no presentaba rasgos humanos; parecía una manada en estampida. Una extraña uniformidad se extendía sobre ellos. La ropa arrugada, los rostros exhaustos, las voces roncas, todo los asemejaba. Todos hacían los mismos gestos, todos decían las mismas frases. Al salir del coche, se tambaleaban como si hubieran bebido y se llevaban la mano a la frente, a las sienes doloridas. «¡Qué viaje, Dios mío!», suspiraban. «Estamos guapos, ¿eh?», ironizaban. «De todas maneras, parece que allí la cosa va mejor», decían señalando un punto invisible en la lejanía.

La señora Péricand había detenido su convoy ante un pequeño café cerca de la estación. La familia sacó una cesta de provisiones y pidió cerveza. En una mesa cercana, un niño muy guapo vestido con un elegante y arrugado abrigo verde se comía plácidamente una rebanada de pan con mantequilla. En la silla contigua, un bebé berreaba en un cesto de ropa. Con su ojo clínico, la señora Péricand se percató al instante de que aquellos niños eran de buena familia y se podía hablar con ellos. Así que dirigió unas palabras afectuosas al del abrigo verde y, cuando la joven madre apareció, entabló conversación con ella. La mujer, que era de Reims, lanzó una mirada de envidia a la apetitosa merienda de los pequeños Péricand.

– Quiero chocolate para el pan, mamá -pidió el niño del abrigo verde.

– ¡Pobrecito mío! -exclamó la joven, sentando al bebé en sus rodillas para intentar calmarlo-. No tengo chocolate, no me ha dado tiempo de ir a comprarlo. Pero esta noche tendrás un buen postre en casa de la abuela.

– ¿Me permite ofrecerle unas pastas?

– ¡Oh, señora! ¡Es usted muy amable!

– No, se lo ruego…

Las dos mujeres hablaban en un tono de lo más alegre, de lo más fino, con los mismos gestos y sonrisas con que habrían aceptado o rechazado un pastelito y una taza de té en otras circunstancias. Mientras tanto, el bebé se desgañitaba y los refugiados seguían entrando en el café con sus hijos, sus maletas y sus perros. Uno de los chuchos olió a Albert en su cesta y se lanzó ladrando alegremente bajo la mesa de los Péricand, donde el niño del abrigo verde se comía sus pastas parsimoniosamente.

– Jacqueline, en tu bolso tienes pirulíes -le dijo la señora Péricand a su hija con un gesto discreto y una mirada de «ya sabes que hay que compartir las cosas con los que no tienen nada y ayudarse mutuamente en la desgracia; es el momento de poner en práctica lo que aprendiste en la catequesis».

Verse tan colmada de riquezas y tan caritativa le producía una enorme satisfacción. Era el premio a su previsión y su buen corazón. Le dio un pirulí no sólo al niño del abrigo verde, sino también a los de una familia belga que había llegado en una camioneta llena de jaulas de gallinas. Añadió unas tortitas con pasas para los pequeños. Luego, pidió que le hirvieran agua y preparó una infusión ligera para el anciano señor Péricand. Hubert había ido a buscar habitación. La señora Péricand salió del café y pidió indicaciones; buscaba la iglesia, que estaba en el centro de la ciudad. Las familias habían acampado en las aceras y en la escalinata de piedra del templo.

La iglesia era blanca y muy nueva; todavía olía a pintura fresca. En su interior se desarrollaba una especie de doble vida: la de la tranquila rutina cotidiana y otra más febril y extraña. En un rincón, una religiosa cambiaba las flores a los pies de la Virgen. Sin prisa, con una sonrisa dulce y plácida, cortaba los tallos marchitos y ataba las rosas frescas en gruesos ramos. Se oían los chasquidos de sus tijeras de podar y el sonido de sus sosegados pasos en las losas. A continuación, se puso a despabilar las velas. Un viejo sacerdote se dirigía hacia el confesionario. Una anciana dormitaba en una silla con el rosario en las manos. Había muchos cirios encendidos ante la estatua de Juana de Arco. Bajo aquel gran sol, todas las llamitas danzaban, pálidas y transparentes, contra la deslumbrante blancura de las paredes. En una placa de mármol colocada entre dos ventanas brillaban las letras doradas que formaban los nombres de los caídos en la Gran Guerra.

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