20
Albert, el gato de los Péricand, había hecho su cama en la habitación en que dormían los niños. Primero se había subido al cubrepiés floreado de Jacqueline y había empezado a amasarlo y mordisquear la cretona, que olía a pegamento y fruta, hasta que el ama lo había echado. Pero, en cuanto la anciana le daba la espalda, el animal volvía al mismo sitio con un silencioso salto y una gracia alada. Así hasta tres veces. Al final, Albert tuvo que renunciar a la lucha y acomodarse en un sillón, medio tapado con la bata de Jacqueline. En la habitación, todo dormía. Los niños descansaban plácidamente y el ama se había quedado traspuesta rezando el rosario. Albert, inmóvil, con el cuerpo oculto bajo la bata de franela rosa, tenía uno de sus verdes ojos clavado en el rosario, que brillaba a la luz de la luna, y el otro, cerrado. Poco a poco, con extraordinaria lentitud, sacó una pata, luego la otra, las estiró y sintió cómo se estremecían desde la articulación del hombro, resorte de acero disimulado bajo el suave y cálido pelaje, hasta las duras y transparentes uñas. Cogió impulso, saltó sobre la cama del ama y se quedó observándola, totalmente inmóvil; sólo le temblaban sus finos bigotes. Estiró una pata e hizo oscilar las cuentas del rosario; al principio apenas las rozó, pero luego le cogió gusto al fresco y liso tacto de aquellas esferas diminutas y perfectas, que rodaban entre sus uñas, y les dio un pequeño tirón. El rosario cayó al suelo y Albert, asustado, se escondió bajo el sillón.
Poco después, Emmanuel despertó y se puso a llorar. Las ventanas y los postigos estaban abiertos. La luna iluminaba los tejados del pueblo; las tejas relucían como escamas de pez. En el perfumado y apacible jardín, la plateada claridad fluía como un agua transparente que ondulaba y abrazaba suavemente los árboles frutales.
Levantando con el hocico los flecos del sillón, el gato contemplaba aquel espectáculo con una gravedad asombrada y soñadora. Era un gato muy joven que sólo conocía la ciudad; allí, las noches de junio sólo se barruntaban y a veces se conseguía respirar una de sus tibias y embriagadoras bocanadas, pero aquí el aroma llegaba hasta sus bigotes, lo asaltaba, lo envolvía, lo invadía, lo aturdía… Con los ojos entrecerrados, el felino se dejaba inundar por oleadas de penetrantes y gratos olores: el de las últimas lilas, con sus tenues efluvios de descomposición; el de la savia que fluye por los árboles y el de la tierra, tenebroso y fresco; el de los animales, pájaros, topos, ratones, todas sus presas, un olor almizclado, a pelaje y a sangre… Albert bostezó de hambre y saltó al alféizar de la ventana. Luego se dio un tranquilo paseo por el canalón. Allí era donde, dos noches antes, una enérgica mano se había apoderado de él y lo había arrojado a la cama de la inconsolable Jacqueline. Pero esa noche no se dejaría coger. Calculó con la mirada la distancia del canalón al suelo. Aquel salto era un juego para él, pero al parecer pretendía darse importancia a sus propios ojos exagerando la dificultad. Balanceó los cuartos traseros con ostentación y arrogancia, barrió el canalón con su larga y negra cola, echó atrás las orejas, saltó al vacío y aterrizó en la tierra recién removida. Tras un instante de vacilación, pegó el hocico al suelo; ahora estaba en el corazón, en el seno más profundo, en el regazo mismo de la noche. Así era como había que olerla, a ras de tierra; los aromas estaban allí, entre las piedras y raíces; todavía no se habían atenuado ni evaporado, ni mezclado con el olor de los humanos. Eran secretos, cálidos, estaban vivos, hablaban. Cada uno era la emanación de una pequeña vida escondida, feliz, comestible… Escarabajos, ratones de campo, grillos y ese sapillo cuya voz parecía llena de lágrimas cristalinas… Las largas orejas del gato, rosados cucuruchos cubiertos de pelaje plateado, puntiagudas y delicadamente vueltas hacia dentro como una flor de dondiego, se irguieron para captar los tenues sonidos de las tinieblas, tan leves, tan misteriosos y -sólo para él- tan claros: los crujidos de un nido en que un pájaro cuidaba a sus polluelos, roces de plumas, el débil martilleo de un pico en un tronco, agitación de alas, de élitros, de patas de ratón arañando suavemente la tierra, e incluso la sorda explosión de las semillas al germinar. Ojos de oro huían en la oscuridad, los gorriones dormidos entre el follaje, el gordo mirlo negro, el paro y la hembra del ruiseñor, cuyo macho estaba bien despierto y le respondía desde el bosque y junto al río.
También se oían otros ruidos: una detonación que crecía y se desplegaba como una flor a intervalos regulares, y cuando cesaba, el temblor de todas las ventanas del pueblo, el chirrido de los postigos abiertos y de nuevo cerrados en la oscuridad y las palabras angustiadas que se lanzaban de ventana a ventana. Al principio, con cada explosión, el gato daba un respingo y se quedaba con la cola erguida: reflejos de muaré recorrían su pelaje y sus bigotes estaban tiesos de miedo. Luego se fue acostumbrando a aquel estrépito; sonaba cada vez más cerca y seguramente lo confundía con una tormenta. Dio unos brincos por los arriates y deshojó una rosa de un zarpazo: estaba abierta y sólo esperaba un soplo para caer y morir; sus pétalos blancos se habrían ido esparciendo por el suelo como una lluvia blanda y perfumada. De pronto, el gato se encaramó a lo alto de un árbol con la rapidez de una ardilla, arañando la corteza a su paso. Los pájaros alzaron el vuelo, asustados. En la punta de una rama, el felino ejecutó una danza salvaje, guerrera, insolente y temeraria, desafiando al cielo, la tierra, los animales, la luna… De vez en cuando abría su estrecha y profunda boca y soltaba un maullido destemplado, una aguda y retadora llamada a todos los gatos del vecindario.
En el gallinero y el palomar todos despertaron, se estremecieron y escondieron la cabeza bajo el ala, percibiendo el olor de la amenaza y la muerte; una pequeña gallina blanca saltó atolondradamente sobre una cubeta de cinc, la volcó y salió huyendo entre despavoridos cloqueos. Pero el gato ya había saltado a la hierba y estaba inmóvil, al acecho. Sus redondos ojos amarillos relucían en la oscuridad. Se oyó un ruido de hojarasca removida y el gato volvió con un pajarillo inmóvil entre las fauces. Con los ojos cerrados, lamió lentamente la sangre que manaba de la herida, saboreándola. Había clavado las uñas en el pecho del ave, y siguió separándolas y volviendo a hundirlas en la tierna carne, entre los frágiles huesos, con un movimiento lento y regular, hasta que el corazón dejó de latir. Luego se comió al pájaro sin prisa, se lavó y se lamió la cola, la punta de su hermosa cola humedecida por la noche. Ahora se sentía inclinado a la clemencia: una musaraña pasó corriendo por su lado sin que se molestara en atraparla, y un topo se llevó un zarpazo en la cabeza que lo dejó con el hocico ensangrentado y medio muerto, pero la cosa no pasó de ahí: Albert lo contempló con una ligera palpitación desdeñosa de las fosas nasales y no lo remató. Otra clase de hambre había despertado en su interior: sus ijares se hundían; levantó la cabeza y volvió a maullar, con un maullido que acabó en un chillido imperioso y ronco. Sobre el techo del gallinero acababa de aparecer una vieja gata, enroscada a la luz de la luna.
La breve noche de junio tocaba a su fin, las estrellas palidecían, un olor a leche y hierba húmeda flotaba en el aire; la luna, semioculta tras el bosque, ya no enseñaba más que un cuerno rosa difuminado en la bruma cuando el gato, cansado, victorioso, empapado de rocío, con una brizna de hierba entre los dientes, se deslizó en la habitación de los niños, saltó a la cama de Jacqueline y buscó el tibio hueco de sus pequeños y delgados pies. Ronroneaba como un hervidor.
Instantes después, el polvorín saltó por los aires.