El alemán abrió los brazos.
– Todavía no lo sabemos. Eso esperamos -respondió.
Y la resonancia humana de aquellas palabras, de aquellos gestos, que demostraban que el alemán no era un monstruo sediento de sangre sino un soldado como los suyos, rompió de golpe el hielo entre el pueblo y el enemigo, entre el campesino y el invasor.
– No parece mala persona -cuchichearon las mujeres.
El alemán se llevó la mano al casco, sonriendo, con un movimiento inseguro y como inacabado, que no era ni un saludo militar propiamente dicho ni el de un civil para despedirse de otro. Luego, tras una breve mirada de curiosidad a las ventanas, arrancó la moto y desapareció. Las puertas se abrieron una tras otra y todo el pueblo salió a la plaza y rodeó al estanquero, que, inmóvil, con las manos en los bolsillos y la frente arrugada, miraba a lo lejos. En su rostro se superponían expresiones contradictorias: alivio porque todo había acabado, tristeza y cólera porque había acabado de aquel modo, recuerdos del pasado, miedo al futuro… Todos sus sentimientos parecían reflejarse en la cara de los demás. Las mujeres se enjugaban las lágrimas; los hombres, silenciosos, tenían una expresión obstinada y dura. Los niños, momentáneamente distraídos de sus juegos, volvían a sus canicas y su rayuela. El cielo resplandecía con una luminosidad radiante y plateada; como ocurre a veces en mitad de un día espléndido, un imperceptible vaho, tierno e irisado, flotaba en el aire y avivaba los frescos colores de junio, que parecían más puros y nítidos, como vistos a través de un prisma de agua.
Las horas transcurrían lentamente. Por la carretera circulaban menos coches, pero las bicicletas seguían pasando a toda velocidad, como impulsadas por el furioso viento del nordeste, que llevaba toda una semana soplando y arrastrando a aquellos desventurados humanos. Un poco más tarde empezaron a pasar coches en sentido contrario al seguido en los últimos ocho días: regresaban a París. Al ver aquello, la gente empezó a creerse que, en efecto, todo había terminado. Todos regresaron a sus casas. Volvió a oírse el entrechocar de los cacharros que las mujeres fregaban en las cocinas, los leves pasos de una viejecilla que iba a echar hierba a los conejos y hasta la canción entonada por una niña que sacaba agua de una bomba. Los perros reñían y se revolcaban por el polvo.
Era el atardecer, un crepúsculo espléndido, un aire transparente, una sombra azulada, el último fulgor del sol poniente acariciando las rosas y la campana de la iglesia, que llamaba a los fieles a la oración, cuando en la carretera empezó a oírse un ruido creciente que no se parecía al de los últimos días; sordo, constante, el fragor parecía avanzar sin prisa, pesada e inexorablemente. Se acercaban camiones. Esta vez sí eran los alemanes. Los camiones se detuvieron en la plaza y los soldados saltaron al suelo; tras los primeros vehículos venían otros, y luego otros, y otros… En unos minutos, la vieja y polvorienta plaza se convirtió en una inmóvil y oscura masa de camiones gris hierro, en los que todavía se veía alguna rama cubierta de hojas secas, vestigio del camuflaje.
¡Cuántos hombres! Silenciosos y absortos, los vecinos, que habían vuelto a salir al umbral de sus casas, los miraban, los escuchaban, trataban en vano de contar aquella marea humana. Los alemanes surgían de todas partes, llenaban las calles y las plazuelas, se sucedían ininterrumpidamente. Desde septiembre, el pueblo había perdido la costumbre de oír pasos, risas, voces jóvenes. Ahora estaba aturdido, abrumado por el rumor que se elevaba de aquel mar de uniformes verdes, por aquel olor a humanidad sana, a carne joven, y sobre todo por los sonidos de aquella lengua extranjera. Los alemanes invadían las casas, las tiendas, los cafés. Sus botas resonaban en las rojas baldosas de las cocinas. Pedían de comer y de beber. Acariciaban a los niños al pasar. Gesticulaban, cantaban, sonreían mirando a las mujeres. Su cara de felicidad, su embriaguez de conquistadores, su fiebre, su locura, su alegría, mezclada con una especie de incredulidad, como si a ellos mismos les costara creerse su victoria, todo, en suma, era de tal tensión y viveza que, por unos momentos, los vencidos se olvidaron de su pena y su rencor. Boquiabiertos, no dejaban de mirar.
En la fonda, bajo la habitación donde Hubert seguía durmiendo, la sala era un pandemónium de gritos y canciones. Al entrar, los alemanes habían pedido champán (Sekt! Nahrung!), y ahora los corchos saltaban entre sus manos. Unos jugaban al billar; otros iban a la cocina con montones de rojizos filetes, que echaban a la parrilla para que chisporrotearan en medio de una humareda; otros subían barriles de cerveza de la bodega, apartando en su impaciencia a la criada que quería ayudarlos. Un joven de cara rubicunda y pelo rubio freía huevos en un rincón del fogón; otro cogía las primeras fresas del jardín. Dos muchachos con el torso desnudo se mojaban la cabeza en sendos cubos de agua fría recién sacada del pozo. Se regalaban, se hartaban de todas las cosas buenas de la vida; ¡habían escapado de la muerte, eran jóvenes, estaban vivos, habían vencido! Expresaban su delirante alegría con palabras atropelladas, chapurreaban francés con cualquiera dispuesto a escucharlos, se señalaban las botas y repetían: «Nosotros caminar, caminar… Camaradas caer, pero nosotros caminar, caminar…» El entrechocar de las armas, de los cinturones, de los cascos, resonaba en el salón. En sueños, Hubert lo oía, lo confundía con los recuerdos del día anterior, revivía la batalla del puente de Moulins… Se agitaba y suspiraba; rechazaba a alguien invisible; gemía, sufría. Al final despertó en aquella habitación desconocida. Se había pasado todo el día durmiendo. Ahora, por la ventana abierta, se veía brillar la luna llena. Hubert hizo un gesto de sorpresa, se frotó los ojos y vio a la bailarina, que había vuelto mientras él dormía.
El muchacho balbuceó unas palabras de agradecimiento y disculpa.
– Supongo que ahora tendrás hambre… -dijo ella. Sí, era cierto, estaba famélico-. Pero tal vez sea mejor cenar en la habitación, ¿sabes? Abajo no se puede estar. Está lleno de soldados.
– ¿Soldados? -repitió Hubert, y se precipitó a la puerta-. ¿Y qué dicen? ¿Van mejor las cosas? ¿Dónde están los alemanes?
– ¿Los alemanes? Pues aquí. Los soldados de abajo son alemanes.
Él se apartó de ella bruscamente con un movimiento de sorpresa y miedo, como un animal acorralado.
– ¿Alemanes? No… ¿Es una broma? -Buscó en vano otra palabra y, en voz baja y temblorosa, repitió-: ¿Es una broma?
La bailarina abrió la puerta; de la sala, envuelto en una densa y acre humareda, ascendía el inconfundible jolgorio que produce una turba de soldados victoriosos: gritos, risas y cánticos, sonoras pisadas de botas, golpes de pesadas armas arrojadas sobre las mesas y estrépito de cascos chocando con las hebillas metálicas, y la jubilosa algarabía que se eleva de una muchedumbre feliz, orgullosa, embriagada por su victoria. «Como el equipo de rugby que gana un partido», se dijo Hubert. Tuvo que hacer un esfuerzo para contener las lágrimas y los improperios. Corrió a la ventana y se asomó fuera. La calle empezaba a vaciarse, pero cuatro hombres iban golpeando con el puño las puertas de las casas.
– ¡Las luces! ¡Apaguen todas las luces! -gritaban, y una tras otra, dócilmente, las lámparas se extinguían.
Ya no quedaba más que la claridad de la luna, que arrancaba apagados destellos azulados a los cascos y los cañones de los fusiles.
Hubert agarró la cortina con las dos manos, se la apretó convulsivamente contra la boca y se echó a llorar.
– Tranquilo, tranquilo… -murmuró Arlette acariciándole la espalda con vaga piedad-. Nosotros no podemos hacer nada, ¿verdad que no? ¿Qué podemos hacer? Todas las lágrimas del mundo no cambiarán las cosas. Ya vendrán días mejores. Hay que vivir para verlos, ante todo hay que vivir… hay que aguantar… Pero tú te has portado como un valiente. Si todos hubieran hecho lo mismo… ¡Con lo joven que eres! Casi un niño… -Hubert sacudió la cabeza-. ¿No? -musitó ella-. ¿Un hombre, pues? -Con dedos ligeramente temblorosos, crispó las uñas en el brazo del muchacho, como si tomara posesión de una presa recién capturada y la inmovilizara antes de disponerse a saciar su hambre. Muy bajo, con la voz alterada, añadió-: No hay que llorar. Sólo lloran los niños. Tú eres un hombre. Un hombre, cuando se siente desgraciado, sabe que puede encontrar… -Hubert tenía los párpados entrecerrados y los labios apretados en una expresión de dolor, pero fruncía la nariz y le temblaban las aletas nasales; así que, con voz débil, ella dijo por fin-: el amor…