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– No puedo hacerlo, Jeanne. No me lo pidas, no puedo -decía Maurice con su suave y débil voz-. Creo que si lo tuviera delante le escupiría a la cara, y eso no arreglaría las cosas.

– No -reconoció Jeanne sonriendo a su pesar-. Pero estamos en una situación desesperada, cariño mío. Es como si fuéramos hacia un enorme agujero y a cada paso viéramos cómo disminuye la distancia, sin poder hacer nada para escapar. Es insoportable.

– Pues tendremos que soportarlo -respondió él con voz tranquila, en el mismo tono que había utilizado en 1916 cuando lo hirieron y ella fue a verlo al hospital: «Considero que mis probabilidades de curación son de cuatro sobre diez.» Pero se lo había pensado mejor y rectificado: «Tres y media, para ser exacto.»

Jeanne le puso la mano en la frente con dulzura, con ternura, pensando con desesperación: «¡Ah, si Jean-Marie estuviera aquí nos protegería, nos salvaría! El es joven, es fuerte…» En su interior, se mezclaban de un modo curioso la necesidad de proteger de la madre y la necesidad de protección de la mujer. «¿Dónde estará mi pobre pequeño? ¿Estará vivo? ¿Estará bien? ¡No puede ser, Dios mío, no puede ser que esté muerto!», se dijo, y el corazón se le heló en el pecho al comprender que, por el contrario, era muy posible. Las lágrimas que había contenido valerosamente durante tantos días brotaron de sus ojos.

– Pero ¿por qué siempre nos toca sufrir a nosotros y a la gente como nosotros? -exclamó con rabia-. A la gente normal, a la clase media. Haya guerra, baje el franco, haya paro o crisis, o una revolución, los demás salen adelante. ¡A nosotros siempre nos aplastan! ¿Por qué? ¿Qué hemos hecho? Pagamos por todo el mundo. ¡Claro, a nosotros nadie nos teme! Los obreros se defienden y los ricos son fuertes. Pero nosotros, nosotros somos los que pagamos los platos rotos. ¡Que alguien me diga por qué! ¿Qué ocurre? No lo entiendo. Tú eres un hombre, tú deberías comprenderlo -le espetó a Maurice, colérica, sin saber a quién culpar de la situación en que se encontraban-. ¿Quién se equivoca? ¿Quién tiene razón? ¿Por qué Corbin? ¿Por qué Jean-Marie? ¿Por qué nosotros?

– Pero ¿qué quieres comprender? No hay nada que comprender -dijo Maurice tratando de calmarla-. El mundo está regido por leyes que no se han hecho ni para nosotros ni contra nosotros. Cuando estalla una tormenta, no le echas la culpa a nadie; sabes que el rayo es el resultado de dos electricidades contrarias, que las nubes no te conocen. No puedes hacerles ningún reproche. Además, sería ridículo, no lo entenderían.

– Pero no es lo mismo. Éstos son fenómenos puramente humanos.

– Sólo en apariencia, Jeanne. Parecen provocados por fulano o mengano, o por determinada circunstancia; pero ocurre como en la naturaleza: a un período de calma le sucede la tempestad, que tiene su comienzo, su punto culminante y su final, y a la que siguen otros períodos de tranquilidad más o menos largos. Por desgracia para nosotros, hemos nacido en un siglo de tempestades, eso es todo. Pero al final se apaciguarán.

– Vale -murmuró ella, que no quería seguirlo por aquel terreno abstracto-. Pero ¿y Corbin? Corbin no es una fuerza de la naturaleza, ¿verdad?

– Es una especie dañina, como los escorpiones, las serpientes y las setas venenosas. En el fondo, parte de la culpa es nuestra. Siempre hemos sabido cómo era Corbin. ¿Por qué seguimos trabajando para él? Uno no toca las setas venenosas, ¿verdad?; pues, del mismo modo, hay que alejarse de las malas personas. Ha habido muchas ocasiones en las que, con un poco de decisión y sacrificio, habríamos podido encontrar otro medio de vida. Recuerda que cuando éramos jóvenes me ofrecieron una plaza de profesor en São Paulo, pero tú no quisiste que me marchara.

– Esa es una historia muy vieja -respondió Jeanne encogiéndose de hombros.

– No, yo sólo decía que…

– Sí, decías que no hay que culpar a la gente. Pero también has dicho que si te encontraras con Corbin le escupirías a la cara.

Siguieron discutiendo, no porque esperaran, ni siquiera desearan, convencer al otro, sino porque hablando se olvidaban un poco de sus problemas.

– ¿A quién podríamos acudir? -preguntó Jeanne al fin.

– ¿Todavía no has comprendido que a nadie le importa nadie? ¿Aún no?

Jeanne lo miró.

– Qué extraño eres, Maurice… Te han pasado cosas como para estar amargado y desencantado, y sin embargo no eres infeliz, quiero decir, interiormente. ¿Me equivoco?

– No.

– Pero entonces, ¿qué te consuela?

– La certeza de mi libertad interior -respondió Maurice tras un instante de reflexión-, que es un bien precioso e inalterable, y de que conservarlo o perderlo sólo depende de mí. De que las pasiones llevadas hasta el extremo, como ahora, acaban por apagarse. De que lo que ha tenido un comienzo tendrá un final. En una palabra, de que las catástrofes pasan y hay que procurar no pasar antes que ellas, eso es todo. Así que lo primero es vivir: Primum vivere. Día a día. Vivir, esperar, confiar.

Jeanne lo escuchó sin interrumpirlo. De pronto, se levantó y cogió el sombrero, que había dejado sobre la chimenea. Maurice la miró sorprendido.

– ¡Y yo -exclamó ella- digo que «a Dios rogando y con el mazo dando»! Así que me voy a ver a Furières. Siempre se ha portado muy bien conmigo y nos ayudará, aunque sólo sea para fastidiar a Corbin.

No se equivocaba. Furières la recibió y le prometió que su marido y ella recibirían una indemnización equivalente a seis meses de sus respectivos salarios, lo que elevaba su capital a sesenta mil francos.

– ¿Lo ves? Me he espabilado, y Dios me ha ayudado -le dijo a su marido al volver a casa.

– ¡Y yo he esperado! -respondió él sonriendo-. Los dos teníamos razón.

Ambos estaban muy contentos por el resultado de la gestión, pero sentían que ahora su mente, liberada de la preocupación por el dinero, al menos en el futuro inmediato, se dejaría invadir totalmente por la angustia por su hijo.

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En otoño, Charles Langelet volvió a casa. Las porcelanas habían sobrevivido al viaje. El mismo vació las grandes cajas temblando de alegría al tocar, bajo el serrín y el papel de seda, la lisa frescura de una estatuilla de Sèvres o el jarrón rosa heredado de su familia. Apenas podía creer que estuviera en casa, que hubiera regresado junto a sus posesiones. De vez en cuando, levantaba la cabeza y contemplaba la deliciosa curva del Sena a través de la ventana, cuyos cristales conservaban los sinuosos adornos de papel engomado.

A mediodía, la portera subió a hacer la limpieza; Charlie todavía no había contratado criados. Felices o desgraciados, los acontecimientos extraordinarios no cambian el alma de un hombre, sino que la precisan, como un golpe de viento que se lleva las hojas muertas y deja al desnudo la forma de un árbol; sacan a la luz lo que permanecía en la oscuridad y empujan el espíritu en la dirección en que seguirá creciendo. Charlie siempre había sido muy prudente con el dinero. Al regreso del éxodo, descubrió que se había vuelto avaro; experimentaba auténtico placer ahorrando todo lo que podía, y se daba cuenta, porque también se había vuelto cínico. Antes no se le habría ocurrido instalarse en una casa desorganizada y llena de polvo; la mera idea de ir al restaurante el mismo día de su regreso le habría hecho renunciar. Pero últimamente le habían ocurrido tantas cosas que ya no se asustaba de nada. Cuando la portera le dijo que, de todos modos, no podría acabar de hacer la limpieza ese día, que el señor no se daba cuenta de la faena que había, Charlie, con voz suave pero firme, le respondió:

– Ya se las arreglará, señora Logre. Trabaje un poco más rápido, y ya está.

– Rápido y bien no siempre van unidos, señor.

– Esta vez tendrán que ir. Se acabaron los tiempos de la comodonería-replicó Charlie con severidad-. Volveré a las seis. Espero que esté todo listo -añadió.

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