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Y, tras lanzar una mirada majestuosa a la portera, que se aguantó la rabia y no replicó, y echar un último y tierno vistazo a sus porcelanas, se marchó. Mientras bajaba la escalera, calculó lo que se ahorraba; ya no tendría que pagarle el almuerzo a la señora Logre. Durante algún tiempo se ocuparía de él dos horas al día; cuando estuviera hecho lo más importante, el piso no necesitaría más que un poco de mantenimiento. Entretanto, buscaría tranquilamente a sus criados, un matrimonio, sin duda. Hasta entonces siempre había tenido un matrimonio, ayuda de cámara y cocinera.

Fue a almorzar a un pequeño restaurante que conocía frente a los muelles del Sena. Dadas las circunstancias, no comió del todo mal. Además, él no era glotón; pero bebió un vino excelente. El dueño le susurró al oído que aún tenía un poco de café auténtico en reserva. Charlie encendió un cigarro y se dijo que la vida era buena. Es decir, no, no era buena; no había que olvidar la derrota de Francia y todos los sufrimientos y humillaciones que llevaba aparejados; pero para él, Charles Langelet, era buena, porque se la tomaba como venía, no se lamentaba por el pasado ni le temía al futuro.

«El futuro será lo que tenga que ser. Me preocupa tanto como esto», se dijo dejando caer la ceniza del cigarro. Tenía su dinero en América, y era una suerte que estuviera bloqueado, porque eso le permitía obtener una disminución de impuestos, o incluso no pagar absolutamente nada. El franco seguiría a la baja durante mucho tiempo. Así que, cuando pudiera tocarla, su fortuna se habría decuplicado. En cuanto a los gastos ordinarios, hacía tiempo que se había preocupado de tener una reserva. Estaba prohibido comprar o vender oro, que ya alcanzaba precios astronómicos en el mercado negro. Charlie recordó con asombro el ataque de pánico que le había inspirado la idea de irse a vivir a Portugal o América del Sur. Algunos de sus amigos lo habían hecho, pero él no era ni judío ni masón, gracias a Dios, se dijo con una sonrisa de desprecio. Nunca le había interesado la política, así que no veía por qué no iban a dejarlo en paz, siendo como era un pobre hombre la mar de tranquilo, totalmente inofensivo, que no se metía con nadie y al que lo único que le importaba en esta vida eran sus porcelanas. Ya más en serio, se dijo que ése era precisamente el secreto de su felicidad en medio de tantos sobresaltos. No amaba nada, al menos nada vivo que el tiempo pudiera alterar y la muerte llevarse; había acertado no casándose, no queriendo tener hijos… Qué equivocados estaban los demás, Dios mío. El único sensato era él.

Pero, volviendo a aquel absurdo plan de expatriarse, lo cierto era que se lo había inspirado la curiosa, la peregrina idea de que en el corto lapso de unos días el mundo cambiaría y se convertiría en un infierno, en el escenario de los peores horrores. Pues bien, ¡todo seguía igual! Se acordó de la Historia Sagrada y la descripción de la tierra antes del Diluvio. ¿Cómo era? ¡Ah, sí! Los hombres construían, se casaban, comían, bebían… Bueno, pues el Libro Sagrado estaba incompleto. Debería añadir: «Las aguas del diluvio se retiraron y los hombres siguieron construyendo, casándose, comiendo, bebiendo…» De todas maneras, los hombres eran lo de menos. Lo que había que preservar eran las obras de arte, los museos, las colecciones. Lo terrible de la guerra de España era que hubieran dejado que las obras de arte perecieran; pero en Francia lo esencial se había salvado, excepto algunos castillos del Loira, desgraciadamente. Era imperdonable, desde luego, pero el vino que había bebido estaba tan bueno que se sentía inclinado al optimismo. Después de todo, había ruinas que eran muy hermosas. En Chinon, por ejemplo. ¿Qué más admirable que aquella sala sin techo y aquellas paredes que habían albergado a Juana de Arco, en las que ahora anidaban los pájaros y en una de cuyas esquinas había crecido un cerezo silvestre?

Finalizado el almuerzo, Charlie decidió dar un paseo, pero las calles le parecieron tristes. Apenas había coches, reinaba un silencio sobrecogedor y se veían ondear grandes estandartes rojos con la cruz gamada por todas partes… Unas mujeres hacían cola ante la puerta de una lechería. Era la primera guerra que veía Charlie. La gente tenía un aspecto deprimente. Se apresuró a coger el metro, único medio de transporte disponible, para ir a un bar que frecuentaba muy regularmente a la una del mediodía o a las siete de la tarde. ¡Qué remansos de paz, esos bares! Eran muy caros y su clientela estaba formada por hombres ricos y más que maduros, a los que no les había afectado ni la movilización ni la guerra. Charlie estuvo un rato solo, pero hacia las seis y media fueron llegando todos, todos los antiguos parroquianos, sanos y salvos, con un aspecto inmejorable y una sonrisa en los labios, acompañados de mujeres encantadoras, bien vestidas y mejor maquilladas, tocadas con unos sombreritos muy coquetos.

– Pero ¡Charlie! ¿De verdad eres tú? -exclamaban-. ¿Qué, ya de vuelta? ¿Muy cansado del viaje?

– París está horrible, ¿verdad?

Y casi enseguida, como si se hubieran reencontrado después del más pacífico, del más normal de los veranos, iniciaban una de esas conversaciones animadas y ligeras que todo lo rozan y en nada profundizan, y a las que Charlie exhortaba al grito de: «¡A otra cosa, señores, nada de honduras!» Entre otras noticias, se enteró de la muerte o la captura de varios jóvenes.

– ¿Cómo? ¡No es posible! -exclamó-. ¡Vaya! No tenía la menor idea… ¡Es terrible! ¡Pobres chicos!

El marido de una de aquellas señoras estaba prisionero en Alemania.

– Recibo noticias suyas con bastante regularidad. No está mal, pero el aburrimiento, ¿sabe usted?… Espero conseguir que lo liberen pronto.

Poco a poco, charlando y escuchando, Charlie iba recuperando el ánimo y el buen humor que el espectáculo de las calles de París había conseguido quitarle por unos instantes; pero lo que acabó de levantarle la moral fue el sombrero de una mujer que acababa de entrar. Todas las señoras iban bien vestidas, pero con una sencillez un tanto afectada que parecía decir: «No piense que una se arregla… Para empezar, no hay dinero, y además no es el momento. Estos son trapos viejos.» En cambio, aquélla llevaba, con gracia, con desparpajo, con una alegría insolente, un delicioso sombrerito nuevo, apenas más grande que un servilletero, hecho con dos pieles de cibelina cosidas entre sí y un velito rojo que flotaba sobre sus cabellos de oro. Cuando vio aquella monería, Charlie se sintió totalmente reconfortado. Era tarde; quería pasar por casa antes de cenar. Había llegado el momento de marcharse, pero no se decidía a separarse de sus amigos.

– ¿Y si cenamos juntos? -propuso alguien.

– Excelente idea -respondió Charlie, entusiasmado; como se parecía a los gatos, que enseguida le cogen cariño a los sitios donde los tratan bien, habló a sus amigos del pequeño restaurante en que tan a gusto había almorzado-. Lo malo es que hay que coger el metro. ¡Peste de metro! Te amarga la vida…

– Yo he podido conseguir gasolina, un permiso… No me ofrezco a llevarlo porque le he prometido a Nadine que la esperaría -dijo la mujer del sombrerito nuevo.

– Pero ¿cómo se las arregla usted? ¡Qué extraordinario, desenvolverse tan bien!

– ¡Bah, no es para tanto! -respondió la mujer sonriendo.

– Entonces, a ver… Quedamos dentro de una hora, hora y cuarto.

– ¿Quiere que pase a recogerlo?

– No, gracias, es usted muy amable, pero está a dos pasos de mi casa.

– No se fíe, mi querido amigo. Ya es de noche. Para eso son muy estrictos.

«¡Pues sí, qué tinieblas!», pensó Charlie cuando emergió del cálido e iluminado sótano a la oscuridad de la calle. Estaba lloviendo; era una noche de otoño de las que tanto le gustaban en otros tiempos, pero entonces el horizonte estaba envuelto en un halo de luz. Ahora todo estaba siniestramente oscuro, como en el interior de un pozo. Por suerte, la boca de metro quedaba cerca.

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