Литмир - Электронная Библиотека
A
A

En casa, Charlie encontró a la señora Logre, que todavía no había acabado y en esos momentos estaba barriendo el piso con expresión abstraída y sombría. Pero el salón estaba listo. Charlie decidió colocar una estatuilla de Sèvres que representaba a Venus ante el espejo, una de sus favoritas, sobre la reluciente superficie de la mesa Chippendale. La sacó de la caja, le quitó el papel de seda que la envolvía y la contempló amorosamente; pero, cuando la llevaba hacia la mesa, llamaron a la puerta.

– Vaya a ver quién es, señora Logre.

La portera salió y, al cabo de unos instantes, regresó diciendo:

– Señor, he hecho correr la voz de que necesita usted criados, y la portera del número seis me envía a una persona que busca colocación. -Y, como Charlie dudaba, añadió-: Es una persona muy seria que ha sido doncella en casa de la señora condesa Barral du Jeu. Luego se casó y dejó de servir, pero ahora su marido está prisionero y ella necesita ganarse la vida. El señor verá.

– Bueno, hágala entrar -dijo Langelet dejando la estatuilla en un velador.

La mujer, visiblemente deseosa de agradar, se presentó de un modo muy correcto, con una actitud prudente y modesta, pero sin servilismos. Era evidente que había servido en buenas casas y que le habían enseñado bien. Mentalmente, Charlie le reprochó que estuviera fuerte; prefería las doncellas pequeñas y enjutas de carnes. Pero aparentaba unos treinta y cinco o cuarenta años, una edad perfecta para una criada, una edad en la que ya se ha dejado de correr detrás de los hombres, pero aún se tiene suficiente salud y fuerza para proporcionar un servicio satisfactorio. Tenía cara redonda y hombros anchos, y vestía con sencillez pero de forma digna; saltaba a la vista que el sombrero y el abrigo eran prendas desechadas por una antigua señora.

– ¿Cómo se llama? -le preguntó Charlie, favorablemente impresionado.

– Hortense Gaillard, señor.

– Muy bien. ¿Busca colocación?

– Verá, señor, hace dos años dejé a la señora condesa Barral du Jeu para casarme. Ya no pensaba volver al servicio doméstico, pero mi marido, que estaba movilizado, fue hecho prisionero, y como el señor comprenderá tengo que ganarme la vida. Mi hermano está parado, con una mujer enferma y una criatura, y depende de mí.

– Comprendo. Yo estaba buscando un matrimonio…

– Lo sé, señor, pero ¿no podría servirle yo? Era primera doncella en casa de la señora condesa y antes serví con la madre de la señora condesa, como cocinera. Podría ocuparme de la cocina y la casa.

– Sí, muy interesante -murmuró Charlie, pensando que era un arreglo muy ventajoso. Naturalmente, quedaba la cuestión del servicio de la mesa. De vez en cuando tenía invitados, aunque ese invierno no esperaba recibir demasiado-. ¿Sabe usted planchar la ropa delicada de caballero? A ese respecto soy muy exigente, se lo advierto.

– Yo era quien planchaba las camisas del señor conde.

– ¿Y la cocina? Como a menudo en el restaurante. Necesito una cocina sencilla pero cuidada.

– Si el señor quiere ver mis referencias…

La mujer las sacó de un bolso de piel de imitación y se las tendió. Charlie leyó una tras otra; estaban redactadas en los términos más elogiosos: trabajadora, perfectamente adiestrada, de una honradez a toda prueba, con muy buena mano para la cocina e incluso la pastelería.

– ¿También la pastelería? Eso está muy bien. Creo, Hortense, que conseguiremos entendernos. ¿Estuvo mucho tiempo con la señora condesa Barral du Jeu?

– Cinco años, señor.

– Y esa señora, ¿está en París? Comprenderá que prefiera informarme personalmente…

– Lo comprendo perfectamente, señor. La señora condesa está en París. ¿Quiere el señor su número de teléfono? Auteuil tres ocho uno cuatro.

– Gracias. Señora Logre, por favor, tome nota. ¿Y respecto al sueldo? ¿Cuánto le gustaría ganar?

Hortense pidió seiscientos francos. Él le ofreció cuatrocientos cincuenta. Hortense se lo pensó. Sus negros, vivos y perspicaces ojillos habían penetrado hasta el alma de aquel señorito prepotente y cebón. «Roñica, chinchorrero -pensó-. Pero me las arreglaré.» Además, el trabajo escaseaba.

– No puedo aceptar menos de quinientos cincuenta -dijo con decisión-. Compréndalo, señor. Tenía algunos ahorros, pero me los comí durante ese espantoso viaje.

– ¿Se marchó de París?

– Durante el éxodo, sí, señor. Nos bombardearon y todo, por no mencionar que casi nos morimos de hambre por el camino. El señor no sabe lo duro que fue…

– Sí que lo sé, sí -respondió Charlie suspirando-. Hice lo mismo que usted. ¡Ah, qué acontecimientos tan tristes! Entonces, quedamos en quinientos cincuenta. Mire, acepto porque creo que usted los vale. Ahora bien, para mí la honradez es fundamental.

– ¡Por Dios, señor! -exclamó Hortense en un tono discretamente escandalizado, como si semejante afirmación hubiera sido injuriosa en sí misma.

Pero, con una sonrisa tranquilizadora, Charlie se apresuró a hacerle comprender que sólo lo había dicho por principio, que ni por un momento ponía en duda su absoluta probidad y que, además, la sola idea de una indelicadeza le resultaba tan insoportable a su mente que no podía pararse a pensar en ella.

– Espero que sea usted hábil y cuidadosa. Poseo una colección a la que tengo en gran estima. No dejo que nadie les quite el polvo a las piezas más valiosas, pero esa vitrina de ahí, por ejemplo, quedará a su cuidado.

Como Charlie parecía invitarla a hacerlo, Hortense echó un vistazo a las cajas a medio vaciar.

– El señor tiene cosas muy bonitas. Antes de entrar al servicio de la madre de la condesa, trabajé para un norteamericano, el señor Mortimer Shaw. Él coleccionaba marfiles.

– ¿Mortimer Shaw? ¡Qué casualidad! Lo conozco bastante, es un gran anticuario.

– Se había retirado de los negocios, señor.

– ¿Y estuvo mucho tiempo con él?

– Cuatro años. Y ésos son todos los sitios en que he servido.

Charlie se levantó y, mientras acompañaba a Hortense a la puerta, en tono alentador le dijo:

– Venga mañana a buscar una respuesta definitiva, ¿le parece? Si las referencias de viva voz son tan buenas como las escritas, de lo que no dudo ni por un instante, dese por contratada. ¿Cuándo podría empezar?

– El mismo lunes, si el señor quiere.

Una vez solo, Charlie se apresuró a cambiarse el cuello y los puños y lavarse las manos. En el bar había bebido bastante. Se sentía extraordinariamente ligero y satisfecho de sí mismo. En lugar de llamar el ascensor, que era un trasto viejo y lento, bajó las escaleras con juvenil agilidad. Iba al encuentro de amigos agradables y de una mujer encantadora, contento porque iba a hacerles conocer aquel pequeño restaurante que había descubierto.

«Me pregunto si aún tendrán aquel borgoña», se dijo. La enorme puerta cochera con hojas de madera esculpida con sirenas y tritones (una maravilla declarada de interés artístico por la Comisión de Monumentos Históricos de París) se abrió y volvió a cerrarse tras él con un sordo y quejumbroso chirrido. Una densa tiniebla lo envolvió apenas traspuso el umbral; pero Charlie hizo caso omiso y, alegre y despreocupado como a los veinte años, cruzó la calle en dirección a los muelles. Se le había olvidado coger la linterna, «pero conozco el barrio como la palma de mi mano -pensó-. No tengo más que seguir el Sena y cruzarlo por el Pont-Marie. No creo que haya mucha circulación». Pero, en el mismo momento en que pronunciaba mentalmente esas palabras, vio aparecer un coche que se acercaba a toda velocidad y cuyos faros, pintados de azul como mandaban las ordenanzas, arrojaban un débil y lúgubre resplandor. Sorprendido, dio un paso atrás, resbaló, notó que perdía el equilibrio, agitó los brazos en el aire y, al no encontrar nada a qué agarrarse salvo el vacío, cayó. El vehículo hizo un extraño zigzag, y una voz de mujer gritó angustiada:

– ¡Cuidado! Demasiado tarde.

51
{"b":"101292","o":1}