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– Creo… creo que ya ha acabado -observó tímidamente el notario.

Ignoraba que la mente del señor Péricand había regresado a la otra guerra, que le había arrebatado dos hijos y triplicado su fortuna. Volvía a estar en septiembre de 1918, en el alba de la victoria, cuando una neumonía casi lo había llevado a la tumba y, en presencia de toda su familia reunida a la cabecera de su cama (con todos los colaterales del norte y el sur, que habían acudido a su lado en cuanto se enteraron de su estado), había llevado a cabo lo que, a la postre, era el ensayo general de su muerte: había dictado su última voluntad, que ahora encontraba intacta en su interior y a la que simplemente daba libre curso.

– Cuando acabe la guerra, deseo que se erija un monumento a los caídos en la plaza de Bléoville, para el que asigno la suma de tres mil francos, a sustraer de mi herencia. Primero, en gruesas letras doradas, los nombres de mis dos hijos mayores, luego un espacio, luego… -Cerró los ojos, agotado-. Luego todos los demás, en letras pequeñas.

Permaneció callado tanto rato que el notario miró a las hermanas con inquietud. ¿Estaba…? ¿Ya había acabado todo? Pero sor Marie de los Querubines movió la cabeza con serenidad. Todavía no estaba muerto. Reflexionaba. En su cuerpo inmóvil, el recuerdo recorría inmensas distancias en el tiempo y el espacio.

– La casi totalidad de mi fortuna se compone de valores estadounidenses que, según me aseguraron, darían un buen rendimiento. Ya no lo creo -murmuró, y meneó lúgubremente su larga barba-. Ya no lo creo. Deseo que mi hijo los convierta de inmediato en francos franceses. También hay oro: ahora ya no merece la pena guardarlo. Que se venda. También deberá colocarse una copia de mi retrato en la mansión de Bléoville, en la gran sala de la planta baja. Lego a mi fiel ayuda de cámara una renta anual y vitalicia de mil francos. Para todos mis biznietos por nacer, deseo que sus padres elijan mis nombres, Louis-Auguste si son varones, y Louise-Agustine si son hembras.

– ¿Es todo? -preguntó Charboeuf.

La larga barba del anciano descendió hacia su pecho indicando que sí, era todo.

Durante unos instantes, que parecieron breves al notario, los testigos y las hermanas, pero que para el moribundo eran largos como un siglo, largos como el delirio, largos como un sueño, el señor Péricand-Maltête recorrió en sentido inverso el camino que le había sido dado transitar en esta tierra: las comidas familiares en la casa del bulevar Delessert, las siestas en el salón, el gato Anatole sobre sus rodillas; su último encuentro con su hermano mayor, tras el que habían acabado enemistados a muerte (y él había vuelto a comprar bajo mano las acciones del negocio); Jeanne, su mujer, en Bléoville, encorvada y reumática, echada en una tumbona de mimbre en el jardín, con un abanico de papel en las manos (murió ocho días después), y Jeanne, en Bléoville, treinta y cinco años antes, a la mañana siguiente de su boda: unas abejas que habían entrado por la ventana libaban los lirios del ramo de novia y la corona de flores de azahar, olvidada al pie de la cama. Jeanne se había refugiado entre sus brazos, riendo…

Luego, con absoluta certeza, sintió que la muerte había llegado; hizo un gesto breve, de apuro y también de sorpresa, como si intentara pasar por una puerta demasiado estrecha para él y dijera: «No, usted primero, se lo ruego.» Y una expresión de asombro le cubrió el rostro.

«¿Esto era? -parecía decir-. ¿Ya está?»

El asombro se borró, el rostro adoptó una expresión grave y severa y Charboeuf escribió a toda prisa:

En el momento en que se le presentó la pluma al testador para que estampara su firma al pie del presente testamento, hizo un esfuerzo para levantar la cabeza, sin conseguirlo, e inmediatamente exhaló el último suspiro, lo que fue constatado por el notario y los testigos, que no obstante, y tras su lectura, estamparon sus firmas para dar fe a los efectos que establece la legislación.

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Entretanto, Jean-Marie se reponía lentamente. Llevaba cuatro días dormitando, inconsciente y febril. Ese día, por fin, se sentía más fuerte. Le había bajado la temperatura y la víspera había podido venir un médico, que le cambió el vendaje. Desde donde estaba, la vetusta cama en que lo habían acostado, Jean-Marie veía una enorme cocina un tanto oscura, el gorro blanco de una anciana sentada en un rincón, grandes y relucientes cacerolas alineadas en la pared y un calendario con una estampa de un sonrosado y rollizo soldado francés que tenía a dos muchachas alsacianas cogidas por la cintura, recuerdo de la otra guerra. Era extraño ver hasta qué punto seguían vivos allí los recuerdos de la Gran Guerra. En el lugar de honor, cuatro retratos de hombres uniformados con un pequeño lazo tricolor y una pequeña escarapela de crespón sujetos a una esquina, y, junto a él, una colección de ĽIllustration de 1914 a 1918 encuadernada en negro y verde, para entretener las horas de la convalecencia.

En las conversaciones que llegaban a sus oídos, surgían continuamente Verdún, Charleroi, el Marne… «Cuando se ha vivido la otra guerra…» «Cuando participé en la ocupación de Mulhouse…» De la guerra actual, de la derrota, se hablaba poco; todavía no la habían asimilado las mentes, no adquiriría su viva y terrible forma hasta que pasaran unos meses, tal vez años; quizá hasta que los sucios chiquillos que se paraban ante la pequeña cerca de madera se hicieran hombres. Con sus desgarrados sombreros de paja, sus mejillas sonrosadas y morenas, y sus largas varas verdes en la mano, curiosos y asustadizos, se alzaban sobre los zuecos para ver mejor al soldado herido en el interior de la casa y, cuando Jean-Marie se movía, se ocultaban tras la cerca como ranas en una charca. A veces, el portillo se quedaba abierto y dejaba entrar una gallina, un viejo y melancólico perro, un enorme pavo. Jean-Marie sólo veía a sus anfitriones a la hora de las comidas. El resto del día lo dejaban en manos de la anciana. Al atardecer, dos chicas jóvenes se sentaban junto a él. A una la llamaban «la Cécile» y a la otra «la Madeleine». Al principio, Jean-Marie creyó que eran hermanas. Pero no. La Cécile era la hija de la granjera y la Madeleine, una huérfana. A las dos daba gusto verlas, porque eran, si no atractivas, lozanas; Cécile tenía una cara redonda y ojos negros y vivos, y Madeleine, rubia y más fina, unas mejillas resplandecientes, sedosas y sonrosadas como la flor del manzano.

Las chicas lo pusieron al corriente de los acontecimientos de la semana. En su boca, en sus palabras un tanto vacilantes, todos aquellos sucesos, extraordinariamente graves, perdían su resonancia trágica. «Es muy triste», decían, o: «Todo esto no es nada agradable», o: «¡Ay, señor, estamos muy preocupadas!» Jean-Marie se preguntaba si era una forma de hablar habitual entre la gente de la región o algo más profundo, que tenía que ver con el alma misma de aquellas chicas, con su juventud, un instinto que les decía que las guerras pasan y el invasor se marcha, que la vida, incluso deformada y mutilada, continúa. La madre del propio Jean-Marie, haciendo labor mientras la sopa hervía en el fuego, suspiraba y decía: «¿Mil novecientos catorce? Fue el año en que nos casamos tu padre y yo. Fuimos muy felices al principio y muy desgraciados al final.» Sin embargo, el reflejo de su amor había suavizado, iluminado aquel año negro.

Del mismo modo, para aquellas chicas, el verano de 1940 sería, en su recuerdo y pese a todo, el verano de sus veinte años, pensó Jean-Marie. Habría preferido no pensar; los pensamientos eran peores que el dolor físico. Pero todo volvía, todo giraba incansablemente en su cabeza: la anulación de su permiso, el 15 de mayo; aquellos cuatro días en Angers, esperando que los trenes volvieran a circular, los soldados durmiendo en el suelo, comidos por los piojos, y luego las alertas, los bombardeos, la batalla de Rethel, la retirada, la batalla del Somme, y otra vez la retirada, los días durante los cuales habían huido de ciudad en ciudad, sin jefes, sin órdenes, sin armas, y por último aquel vagón en llamas. Jean-Marie se agitaba y gemía. Ya no sabía si estaba consciente o se debatía en un confuso sueño provocado por la sed y la fiebre. Vamos, no era posible… Hay cosas que no son posibles… ¿No había hablado alguien de Sedán? Era 1870, estaba en una página de un libro de Historia con tapas de tela roja que aún creía estar viendo. Era… Jean-Marie recitaba las palabras lentamente: «Sedán, la derrota de Sedán… La desastrosa batalla de Sedán decidió la suerte de la guerra…» En la pared, la imagen del calendario, aquel soldado rubicundo y risueño y las dos alsacianas enseñando las medias blancas. Sí, eso es lo que era, un sueño, el pasado, y él… él empezaba a temblar y decía:

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