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– Gracias, no es nada, gracias, no se moleste… -mientras unas manos deslizaban una bolsa de agua caliente bajo las mantas y se la colocaban en los entumecidos y rígidos pies.

– Esta tarde tiene mejor cara.

– Me siento mejor -respondió Jean-Marie. Luego pidió un espejo y sonrió al verse el mentón, en el que le había crecido una negra sotabarba-. Mañana habrá que afeitarme…

– Si tiene fuerzas. ¿Para quién quiere ponerse guapo?

– Para ustedes.

Ellas rieron y se acercaron un poco. Tenían curiosidad por saber de dónde era, dónde lo habían herido… De vez en cuando, sentían escrúpulos y se interrumpían.

– ¡Ea, no hacemos más que parlotear! Lo vamos a cansar… Y luego nos van a reñir… ¿Se llama usted Michaud? ¿Jean-Marie?

– Sí.

– ¿Es de París? ¿En qué trabaja? ¿Es obrero? ¡Quia! No hay más que verle las manos. Es empleado, o puede que funcionario…

– Estudiante.

– ¿Ah, estudia? ¿Para qué?

– Pues… -murmuró Jean-Marie, y se quedó pensando-. Yo también me lo pregunto.

Era gracioso… Sus compañeros y él habían trabajado, preparado y aprobado exámenes, conseguido títulos, cuando sabían perfectamente que era inútil, que habría guerra… Su futuro estaba escrito de antemano, su carrera estaba decidida en los cielos, como en otros tiempos se decía que «los matrimonios se conciertan en el cielo». Lo habían concebido en 1915, durante un permiso. Había nacido de la guerra y (siempre lo había sabido) debido a la guerra. No había nada de morboso en esa idea, que compartía con muchos jóvenes de su edad y que simplemente era lógica y razonable. «Pero lo peor ha pasado -se dijo-, y eso lo cambia todo. Vuelve a haber un futuro. La guerra ha acabado, terrible, vergonzosa, pero ha acabado. Y hay esperanza…»

– Quería escribir libros -dijo tímidamente, revelando a aquellas muchachas campesinas, a aquellas desconocidas, una vocación que apenas se había confesado a sí mismo en el secreto de su corazón.

Luego preguntó cómo se llamaba aquel sitio, la granja en que se encontraba.

– Esto está lejos de todo -explicó la Cécile-. Perdido en mitad del campo. Aquí no se divierte una todos los días… Cuidando animales se vuelve una como ellos, ¿verdad, Madeleine?

– ¿Hace mucho que vive aquí, señorita Madeleine?

– Desde que tenía tres semanas. Su madre nos crió juntas. La Cécile y yo somos hermanas de leche.

– Ya veo que se entienden muy bien…

– No siempre pensamos lo mismo -dijo Cécile-. ¡Ella quiere meterse monja!

– Sólo a veces… -murmuró Madeleine sonriendo. Tenía una sonrisa preciosa, lenta y un poco tímida.

«¿De dónde vendrá?», se preguntó Jean-Marie. Tenía las manos rojas pero bonitas, igual que las piernas y los tobillos. Una niña abandonada… Jean-Marie sentía una pizca de curiosidad y otra pizca de compasión. Le estaba agradecido por los vagos anhelos que hacía nacer en su interior. Lo distraían, le ayudaban a no pensar en sí mismo y en la guerra. Resultaba difícil reír, bromear con ellas… pero era lo que ellas esperaban, seguro. En el campo, entre los chicos y chicas, las burlas y picardías son moneda corriente… Es lo habitual, las cosas se hacen así. Si no reía con ellas, se llevarían una sorpresa y una decepción.

Jean-Marie hizo un esfuerzo por sonreír.

– Un día aparecerá un chico y le hará cambiar de opinión, señorita Madeleine. ¡Ya no querrá ser monja!

– ¡Ya le he dicho que sólo me da a veces!

– ¿Cuándo?

– Pues… no sé. Los días que estoy triste…

– Aquí, chicos no es que haya muchos -terció la Cécile-. Ya le digo que esto está lejos de todo. Y encima, los pocos que había se los ha llevado la guerra. Así que… ¡Ay, qué desgraciadas somos las mujeres!

– El resto de la gente también lo está pasando mal -repuso Madeleine, que estaba sentada junto al herido. De pronto, se levantó de un brinco-. Oye, Cécile, que hay que fregar el suelo…

– Te toca a ti.

– ¡Sí, claro! ¡Hay que ver cómo eres! A quien le toca es a ti.

Las dos chicas se pusieron a discutir, pero acabaron haciendo la faena juntas. Eran extraordinariamente rápidas y eficaces. En un abrir y cerrar de ojos, las losas rojas brillaban como un espejo. De la puerta llegaba olor a hierba, a leche, a menta silvestre. Jean-Marie tenía la mejilla apoyada en la mano. Qué extraño, el contraste entre aquella paz absoluta y la agitación de su interior, porque el infernal tumulto de los seis últimos días se le había quedado en los oídos y le bastaba unos instantes de silencio para volver a oírlo: un ruido de metal aporreado, los sordos y lentos golpes del hierro de un martillo cayendo sobre un enorme yunque. Jean-Marie se estremeció, y el cuerpo se le cubrió de sudor… Era el ruido de los vagones ametrallados, el estallido de las maderas y el acero, que ahogaba los gritos de los hombres…

– En cualquier caso, habrá que olvidar todo eso, ¿verdad? -dijo en voz alta.

– ¿Cómo dice? ¿Necesita algo?

Jean-Marie no respondió. Ya no reconocía a Cécile y Madeleine. Las chicas menearon la cabeza, consternadas.

– Es la fiebre, ha vuelto a subirle.

– ¡Es que le has hecho hablar demasiado!

– ¡Pero si él no hablaba! Hemos sido tú y yo, que no hemos parado.

– Lo hemos cansado.

Madeleine se inclinó hacia él. Jean-Marie vio aquella mejilla sonrosada que olía a fresa muy cerca de su cara. Y la besó. La chica se irguió, roja como un tomate, riendo, arreglándose los desordenados mechones de pelo.

– Vaya, vaya… Me había asustado… ¡Ya veo que no está tan enfermo!

Él pensaba: «¿Quién es esta chica?» La había besado como quien se lleva un vaso de agua fresca a los labios. Estaba ardiendo; tenía la garganta y el interior de la boca como agrietados por el calor, resecados por el ardor de una llama. Aquella piel resplandeciente y suave le aliviaba la sed. Al mismo tiempo, lo veía todo con esa lucidez que dan el insomnio y la fiebre. Había olvidado el nombre de aquellas chicas y también el suyo. El esfuerzo mental necesario para comprender su situación presente, en aquel sitio que no conseguía reconocer, le resultaba demasiado penoso. Estaba extenuado, pero su alma flotaba en el vacío, serena y ligera, como un pez en el agua, como un pájaro llevado por el viento. No se veía a sí mismo, Jean-Marie Michaud, sino a otro, un soldado anónimo, vencido, que no se resignaba, un joven herido que no quería morir, un desdichado que no desesperaba.

– Pese a todo, habrá que salir adelante… Habrá que salir de aquí, de esta sangre, de este barro en el que te hundes… No va uno a tumbarse y dejarse morir… No, ¿verdad? Sería una enorme estupidez. Hay que agarrarse… agarrarse… agarrarse… -murmuró, y de pronto se vio aferrado al almohadón, sentado en la cama con los ojos muy abiertos, mirando la noche de luna llena, la noche perfumada, silenciosa, la noche cuajada de estrellas, tan agradable tras el calor del día que la granja, contrariamente a su costumbre, tenía abiertas todas las puertas y ventanas, para refrescar y calmar al herido.

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