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La señora de Montmort pronunció en voz alta esas palabras, que resonaron en la soledad del parque. Cuando le venía la inspiración, perdía el dominio de sí misma. Iba de aquí para allá a grandes zancadas. Al cabo de un rato, se dejó caer en el húmedo musgo y, cubriéndose los huesudos hombros con la piel, se embarcó en una larga meditación. Las meditaciones de la vizcondesa siempre acababan tomando la forma de apasionadas reivindicaciones. ¿Por qué, con las muchas virtudes que la adornaban, no estaba rodeada de calor, admiración y afecto? ¿Por qué se habían casado con ella por dinero? ¿Por qué era impopular? Cuando cruzaba el pueblo, los niños se escondían a su paso o reían por lo bajo a sus espaldas. Sabía que la llamaban «la loca». Sentirse odiada era muy duro, especialmente después de todas las molestias que se había tomado por los campesinos… La biblioteca (esos libros elegidos con amor y que elevaban el espíritu, los dejaban fríos; las chicas pedían novelas románticas. Qué generación…), las películas educativas (que no tenían mucho más éxito), la fiesta anual en el parque (que incluía un espectáculo montado por las niñas de la escuela religiosa)… Pero hasta sus oídos había llegado el eco de vivas críticas. La gente estaba molesta porque, en previsión de que el tiempo no invitara a sentarse bajo los árboles, había hecho colocar sillas en el garaje. ¿Qué esperaban? ¿Que los metiera en su casa? Serían los primeros en sentirse incómodos. ¡Ah, los nuevos aires, los nefastos aires que soplaban en Francia! Ella era la única que había sabido reconocerlos y darles nombre: el pueblo se volvía bolchevique. La vizcondesa confiaba en que la derrota lo curaría, lo apartaría de sus peligrosos errores, lo obligaría a respetar de nuevo a sus dirigentes, ¡pero no! Era peor que nunca.

A veces llegaba a alegrarse, ella, patriota hasta la médula, de la presencia del enemigo, pensó al oír los pasos de los centinelas alemanes en la carretera que bordeaba el parque. Recorrían la región durante toda la noche en grupos de cuatro; las pisadas de las botas y el rumor de las armas, que traían a la mente el patio de una prisión, se oían regularmente, al mismo tiempo que la campana de la iglesia, repique dulce y familiar que acunaba al pueblo en su sueño. Sí, la vizcondesa de Montmort había llegado a preguntarse si no habría que dar gracias a Dios por haber permitido que los alemanes invadieran Francia. Y no es que le gustaran, ¡Dios mío! No los podía ver. Pero sin ellos… ¿quién sabe? Amaury solía decirle: «¿Comunista, la gente de aquí? ¡Si son más ricos que tú!» Pero no era solamente cuestión de dinero o propiedades, sino también, y sobre todo, de pasión. La vizcondesa lo intuía confusamente, aunque no fuera capaz de explicarlo. Puede que no tuvieran más que una vaga idea de lo que realmente era el comunismo, pero esa idea halagaba su deseo de igualdad, un deseo que la posesión de dinero y tierras exasperaba en lugar de aplacar. Les daba cien patadas, como ellos decían, tener un dineral en animales y aperos, poder pagar el colegio al hijo y comprar medias de seda a la hija, y sentirse, pese a todo, inferiores a los Montmort. Los campesinos opinaban que con ellos no se tenían miramientos, sobre todo desde que el vizconde era el alcalde. El viejo granjero que lo había precedido en el cargo tuteaba a todo el mundo, era avaro, grosero, duro, insultaba a sus convecinos… ¡pero se le aguantaba todo! En cambio, al vizconde le reprochaban que se mostrara orgulloso, y eso no se lo perdonaban. ¿Es que pensaban que iba a levantarse cuando los viera entrar en su despacho? ¿Y que luego los acompañaría hasta la puerta? No soportaban ninguna superioridad, ni de cuna ni de fortuna. Los alemanes serían lo que fueran, pero tenían mucho mérito. Ese sí era un pueblo disciplinado y dócil, se dijo la señora de Montmort escuchando casi con placer los rítmicos pasos que se alejaban y la voz ronca que gritaba «Achtung!» a lo lejos… Poseer tierras en Alemania debía de ser una bendición, no como allí…

Las preocupaciones la consumían. Pero la noche avanzaba; cuando se disponía a regresar a la casa vio -creyó ver- una sombra que se deslizaba a lo largo del muro, se agachaba y desaparecía a la altura del huerto. Por fin iba a sorprender a un ladrón de maíz, se dijo la vizcondesa con un estremecimiento de satisfacción. Como era habitual en ella, no tuvo miedo ni por un instante. Amaury se acobardaba enseguida, pero lo que es ella… El peligro despertaba a la cazadora que llevaba dentro. Siguió a la sombra ocultándose tras los árboles, no sin antes inspeccionar el muro, junto al que descubrió un par de zuecos escondidos entre la hierba. El intruso iba en calcetines para no hacer ruido. La vizcondesa maniobró de tal modo que, cuando el furtivo salió del huerto, se dio de bruces con ella. El hombre emprendió la huida, pero la señora de Montmort le gritó con desprecio:

– ¡Tengo tus zuecos, bellaco! A los gendarmes no les costará mucho averiguar a quién pertenecen.

Al oírla, el ladrón se detuvo y volvió sobre sus pasos. La vizcondesa reconoció a Benoît Labarie. Se quedaron el uno frente al otro, en silencio.

– Muy bonito -dijo por fin ella, temblando de ira. Odiaba a aquel hombre. De todos los campesinos de la comarca, Labarie era el que más insolente e irreducible se mostraba; por el heno, por el ganado, por las cercas, por hache o por be, la mansión y la granja libraban una guerra sorda y sin cuartel-. ¡Bueno, amiguito! -le espetó indignada-. Ahora que conozco al ladrón, voy a avisar al alcalde sin pérdida de tiempo. ¡Esta la pagarás cara!

– Oiga, ¿la tuteo yo acaso? Aquí tiene sus plantas -gruñó Benoît arrojándolas al suelo, donde se desparramaron a la luz de la luna-. ¿Es que nos negamos a pagar? ¿Es que cree que no tenemos suficiente dinero? Estamos cansados de pedírselo por las buenas… Con lo poco que le habría costado… ¡Pero no! ¡Prefiere que reventemos!

– ¡Ladrón, más que ladrón! -gritaba entretanto la vizcondesa con voz aguda-. El alcalde…

– ¡A mí el alcalde me importa un carajo! ¡Ande, corra a buscarlo, que se lo diré a la cara!

– ¿Cómo se atreve a hablarme en ese tono?

– Porque tienen harta a toda la comarca, si quiere saberlo. ¡Lo tienen todo y se lo guardan todo! La madera, la fruta, los peces, la caza, los pollos… No venden, no sueltan nada ni por dinero ni portodo el oro del mundo. El señor alcalde hace discursitos sobre la solidaridad y todo eso. ¡No te jode! Su casa está llena a reventar de la bodega al granero. Lo sabemos, la han visto. ¿Acaso le pedimos caridad? Pero eso es precisamente lo que le fastidia; la caridad la haría porque usted disfruta humillando al pobre, pero cuando la gente viene a hacer un trato, de igual a igual, «esto pago, esto me llevo», ¡nanay! ¿Por qué se negó a venderme las plantas?

– ¡Eso es asunto mío, insolente! Con lo mío hago lo que quiero.

– Ese maíz no era para mí, eso se lo puedo jurar. Prefiero morirme de hambre antes que pedir nada a gente como ustedes. Era para la Louise, que tiene al marido prisionero. Para hacerle un favor, ¡porque yo sí sé hacer favores!

– ¿Robando?

– ¿Y qué otra cosa podemos hacer? Son ustedes demasiado egoístas, y demasiado roñosos, también. ¿Qué otra cosa podemos hacer? -repitió Benoît, furioso-. Y no soy el único que vengo por aquí. Todo lo que ustedes nos niegan sin razón, por pura maldad, la gente lo coge. Y esto no ha hecho más que empezar. ¡Espere al otoño! El señor alcalde cazará con los alemanes…

– ¡Eso no es cierto! ¡Es mentira! Jamás ha cazado con los alemanes…

La señora de Montmort pateaba el suelo con rabia, fuera de sí. ¡Otra vez esa estúpida calumnia! El invierno anterior, era cierto, los alemanes los habían invitado a ambos a una de sus cacerías. Ellos se disculparon, pero no tuvieron más remedio que asistir al convite posterior. De grado o de fuerza, no había más remedio que seguir la política del gobierno. Y además, ¡qué caramba!, aquellos oficiales alemanes eran gente educada. Lo que une o separa a los seres humanos no es el idioma, las leyes, las costumbres ni los principios, sino la manera de coger el cuchillo y el tenedor.

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