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– Muy duras, señora -murmuró la señora Angellier con frialdad y tristeza-. Como ya sabe, tenemos compañía -añadió indicando la habitación contigua con una amarga sonrisa-. Uno de esos caballeros… Usted también alojará a alguno, imagino… -añadió, pese a saber por la vox populi que, gracias a las relaciones personales del vizconde, la mansión de los Montmort estaba virgen de alemanes.

En lugar de responder a la pregunta, la vizcondesa exclamó indignada:

– ¡Jamás adivinarían ustedes lo que han tenido la desfachatez de reclamar! ¡Acceso al lago para nadar y pescar! Y yo que me pasaba las horas muertas en el agua… Ya puedo despedirme para todo el verano.

– ¿Le han prohibido ir? Desde luego, es indignante… -dijo la anciana Angellier, ligeramente reconfortada por la humillación infligida a la vizcondesa.

– No, no -la corrigió ésta-. Al contrario. Se mostraron muy correctos: «Ya nos comunicará a qué hora podemos ir para no molestarla», me dijeron. Pero ¿me ve usted dándome de bruces con uno de esos caballeros en ropa de verano? ¿Saben que se medio desnudan hasta para comer? Han ocupado la escuela y comen en el patio, con el torso y las piernas desnudos, ¡sin más ropa que una especie de taparrabos! Tenemos que cerrar los postigos del aula de las mayores, que da justo a ese patio, para que las niñas no vean… lo que no deben. Y con este calor, imagínese lo bien que estamos.

La vizcondesa suspiró: se encontraba en una situación muy difícil. Al estallar la guerra se había mostrado ardientemente patriótica y antialemana, no porque odiara a los alemanes más que al resto de los extranjeros (los englobaba a todos en un mismo sentimiento de aversión, desconfianza y desprecio), sino porque en el patriotismo y la germanofobia, como, por otro lado, en el antisemitismo y, más tarde, en la devoción por el mariscal Pétain, había algo que la hacía vibrar afectadamente. En 1939, ante un auditorio compuesto por las monjitas del hospital, algunas señoras del pueblo y varias granjeras ricas, había pronunciado una serie de conferencias populares en torno al tema de la psicología hitleriana, en las que describía a todos los alemanes sin excepción como locos, sádicos y asesinos. En los momentos inmediatamente posteriores a la derrota había perseverado en su actitud, porque para cambiar de chaqueta con tanta rapidez habría necesitado una flexibilidad y una agilidad mental de las que carecía. En esa época, había mecanografiado y distribuido personalmente por la comarca varias decenas de ejemplares de las famosas predicciones de santa Obdulia, que profetizaba la aniquilación de los alemanes en 1941. Pero había pasado el tiempo, el año había acabado y los alemanes seguían allí, y además el vizconde había sido nombrado alcalde del pueblo y se había convertido en un personaje oficial, obligado a seguir los dictados del gobierno, que por otro lado cada día se inclinaba un poco más hacia la llamada «política de colaboración». De modo que, cada vez que tenía que hablar de los acontecimientos recientes, la señora vizcondesa se veía obligada a echar agua al vino.

Y una vez más, recordó que no debía manifestar malos sentimientos hacia el vencedor (después de todo, ¿no ordenó Nuestro Señor que amáramos a nuestros enemigos?). Así pues, dijo con indulgencia:

– De todas formas, comprendo que vayan ligeros de ropa después de sus agotadoras maniobras. A fin de cuentas, son hombres como los demás.

Pero la señora Angellier se negó a seguirla por ese camino.

– Son unos facinerosos y nos detestan. Dijeron que no pararían hasta que vieran a los franceses comiendo hierba.

– Qué atrocidad -repuso la vizcondesa, sinceramente indignada. Y como, después de todo, la política de colaboración no tenía más que unos meses de existencia, mientras que la germanofobia databa de hacía casi un siglo, retornó instintivamente al lenguaje de antaño-: Nuestro pobre país… Expoliado, oprimido, desorientado… ¡Y qué de tragedias! Ahí tienen a la familia del herrero. Tres hijos: el uno muerto, el otro prisionero, y el tercero desaparecido en Mers-el-Kebir… En cuanto a los Bérard de la Montagne -prosiguió, yuxtaponiendo al apellido de los aparceros el nombre de la propiedad en que vivían, según el uso de la región-, desde que tiene al marido prisionero, la pobre mujer se ha vuelto loca de agotamiento y preocupación. Sólo quedan el abuelo y una niña de trece años para llevar la granja. En casa de los Clément, la madre murió trabajando; a las cuatro criaturas las recogieron los vecinos. Tragedias y más tragedias… ¡Pobre Francia!

Con los pálidos labios apretados, la anciana señora Angellier tejía y asentía con la cabeza. Sin embargo, las dos mujeres no tardaron en dejar de hablar de las desgracias ajenas para ocuparse de las propias. Lo hicieron en un tono vivo y vehemente que contrastaba con el lento, enfático y solemne murmullo que habían utilizado para evocar los padecimientos del prójimo, de modo parecido al colegial que recita con seriedad, respeto y apatía el episodio de la muerte de Hipólito, que le es indiferente, pero recupera milagrosamente el calor y la persuasión cuando se interrumpe para quejarse al maestro de que le han robado las canicas.

– Es vergonzoso, vergonzoso… -dijo la señora Angellier-. La libra de mantequilla me cuesta veintisiete francos. Todo va a parar al mercado negro. Las ciudades tienen que vivir, claro que sí, pero…

– ¡Ay, no me hable! Me gustaría saber a qué precio se venden los comestibles en París… Para los que tienen dinero, perfecto; pero también hay pobres, me parece a mí -observó compasivamente la vizcondesa, disfrutando del placer de ser buena, de demostrar que no se olvidaba de los desheredados, un placer sazonado por la seguridad de que, gracias a su inmensa fortuna, nunca se vería en la situación de que la compadecieran a ella-. Nadie se acuerda de los pobres -constató.

Pero todo eso no era más que un preámbulo; había llegado el momento de abordar el asunto que la había llevado allí: necesitaba trigo para sus gallinas. El corral de la vizcondesa era famoso en la comarca. En 1941, todo el trigo debía ser entregado a las autoridades; en principio, estaba prohibido alimentar con él a las gallinas, pero «prohibido» no significaba «imposible», sino sólo «difícil»; era cuestión de tacto, oportunidad y dinero. La vizcondesa había escrito un articulito que había sido aceptado por el periódico local, una hoja conservadora en la que también colaboraba el párroco. El artículo se titulaba «Todo por el Mariscal» y empezaba así: «¡Que corra la voz, que resuene bajo las techumbres de paja y en las veladas en torno a los rescoldos que arden bajo las cenizas! ¡Ningún francés digno de ese nombre volverá a arrojar a sus gallinas un solo grano de trigo, ni entregará una sola patata a sus cerdos, sino que guardará su avena y su centeno, su cebada y su colza, y, tras reunir todas esas riquezas, frutos de su trabajo regados con su sudor, hará con ellas una gavilla anudada con una cinta tricolor, símbolo de su patriotismo, y las llevará a los pies del Venerable Anciano que nos ha devuelto la esperanza!» Pero, naturalmente, de todos esos corrales en los que, según la vizcondesa, no debía quedar un solo grano de trigo, quedaba exceptuado el suyo, que era su orgullo y el objeto de sus más tiernos cuidados, y en el que había ejemplares únicos, premiados en los grandes concursos agrícolas de Francia y del extranjero. La dama era dueña de las mejores tierras de la comarca, pero no se atrevía a dirigirse a los campesinos para tan delicada transacción: no había que ponerse en manos de los proletarios, que le harían pagar cara cualquier complicidad de ese tipo. Pero con la señora Angellier era distinto. Siempre se podrían entender.

– Quizá un par de sacos… -dijo la anciana tras soltar un profundo suspiro-. Por su parte, señora vizcondesa, a través del señor alcalde, ¿no podría hacer que nos dieran un poco de carbón? En principio no nos corresponde, pero…

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