– Es muy triste, y para su mujer también…
– Bueno, mi mujer… mi mujer se consolará. Nos casamos muy jóvenes; éramos casi unos niños. ¿Qué opina usted de esos matrimonios que se celebran tras quince días de amistad y de excursiones por los lagos?
– No sabría decirle. En Francia no se hace así.
– Pero tampoco será como antaño, cuando la gente se casaba después de verse un par de veces en casa de unos amigos de la familia, como en las novelas de Balzac…
– Puede que no del todo, pero, al menos en provincias, la diferencia no es tan grande…
– Mi madre me desaconsejó que me casara con Edith. Pero yo estaba enamorado. Ach, Liebe… Deberían darnos la oportunidad de crecer juntos, de envejecer juntos… Pero llega la separación, la guerra, las dificultades, y descubres que estás casado con una niña que sigue teniendo dieciocho años, mientras que tú… -Levantó los brazos y los dejó caer de nuevo-. Unas veces tienes doce y otras cien…
– Vamos, no exagere…
– No, no… Para unas cosas, el soldado sigue siendo un niño, y en cambio, para otras, es tan viejo, tan viejo… No tiene edad. Es contemporáneo de las cosas más antiguas del mundo, del asesinato de Abel por Caín, de los festines de los caníbales, de la Edad de Piedra… En fin, no sigamos hablando de esas cosas. El caso es que aquí estoy, encerrado en este sitio que es como una tumba… Bueno, una tumba en un cementerio en medio del campo, lleno de flores, pájaros y fantasmas encantadores, pero tumba al fin… ¿Cómo puede usted vivir aquí todo el año?
– Antes de la guerra hacíamos alguna que otra salida…
– Pero apuesto a que nunca viajaban. No conoce ni Italia, ni Europa Central, París apenas… Piense en todo lo que falta aquí… los museos, los teatros, los grandes conciertos… ¡Ah, lo que más echo de menos son los conciertos! Y no dispongo más que de un mísero instrumento, que encima no me atrevo a tocar por miedo a herir sus legítimas susceptibilidades francesas -añadió con una pizca de resentimiento.
– Pero toque cuanto quiera, teniente… Mire, está usted triste, y yo tampoco es que esté muy alegre. Siéntese al piano y toque. Nos olvidaremos del mal tiempo, de la soledad y de todas nuestras desgracias…
– ¿De verdad no le importa? Pero tengo trabajo… -Lanzó una mirada a los mapas-. ¡Bah! Coja la labor o un libro, siéntese junto al piano y óigame tocar. Sólo toco bien cuando tengo público. Soy un… ¿cómo dicen ustedes? ¡Un farolero, eso es!
– Sí, farolero. Mis felicitaciones por su conocimiento de nuestro idioma.
El teniente se sentó al piano. La estufa crepitaba suavemente, difundiendo un agradable calorcillo y un grato olor a humo y castañas asadas. Las gotas de lluvia resbalaban por los cristales como gruesas lágrimas. La casa estaba silenciosa y vacía, pues la cocinera había ido a vísperas.
«Yo también debería ir -se dijo Lucile-. Pero no me apetece. Sigue lloviendo.»
Sus ojos seguían las finas y blancas manos del alemán, que brincaban por el teclado. El anillo adornado con una piedra granate que llevaba en el anular le molestaba para tocar; se lo quitó mecánicamente y se lo tendió a Lucile, que lo cogió y lo tuvo un instante en la mano; todavía estaba tibio. Hizo espejear la piedra a la mortecina luz que entraba por la ventana. Bajo la piedra se transparentaban dos letras góticas y una fecha. Lucile supuso que era una prenda de amor. Pero no: la fecha era de 1775 o 1795, no se distinguía bien. Una joya de familia, sin duda. La dejó en la mesa con cuidado, diciéndose que seguramente muchas tardes tocaba para su mujer tal como hacía ahora para ella. ¿Cómo había dicho que se llamaba su esposa? ¿Edith? Qué bien tocaba… Lucile reconocía algunos fragmentos.
– Es Bach, ¿verdad? ¿Mozart? -preguntó tímidamente.
– ¿Toca usted también?
– ¡No, no! Antes de casarme tocaba un poco, pero ya se me ha olvidado. No obstante, me gusta la música. ¡Tiene usted mucho talento, teniente!
Él la miró muy serio.
– Sí, creo que tengo talento -murmuró con una tristeza que la sorprendió, y arrancó al teclado una serie de rápidos y juguetones arpegios-. Ahora escuche esto -dijo y, sin dejar de tocar, siguió hablando en voz baja-: Esto es el tiempo de la paz, la risa de las chicas, los alegres sonidos de la primavera, el vuelo de las primeras golondrinas que regresan del sur… Estamos en un pueblo de Alemania, en marzo, cuando la nieve apenas ha empezado a fundirse. Éste es el ruido que hace la nieve cayendo en las viejas calles del pueblo. Y ahora la paz ha acabado… Los tambores, los camiones, el paso de los soldados… ¿Los oye? ¿Los oye? Esas pisadas lentas, sordas, inexorables… Un pueblo en marcha… El soldado está perdido entre los demás… Aquí entrará un coro, una especie de cántico religioso, que todavía no está terminado. ¡Ahora, escuche! Es la batalla…
La música era grave, profunda, terrible…
– ¡Oh, qué hermoso! -murmuró Lucile, arrobada-. ¡Qué hermoso!
– El soldado muere, pero antes de morir oye de nuevo ese coro, que ya no viene de este mundo, sino de la milicia de los ángeles… Algo así, escuche… Tiene que ser suave y vibrante a la vez. ¿Oye usted las trompetas celestiales? ¿Oye el clamor de esos metales que derriban las murallas? Pero todo se aleja, se debilita, cesa, desaparece… El soldado ha muerto.
– ¿Lo ha compuesto usted? ¿Es suyo?
– ¡Sí! Yo iba para músico… Pero se acabó.
– ¿Por qué? La guerra…
– La música es una amante exigente. No puedes abandonarla cuatro años. Cuando quieres volver junto a ella, ha huido. ¿En qué está pensando? -preguntó al ver que Lucile lo miraba fijamente.
– Pienso… que no se debería sacrificar así al individuo. Me refiero a todos nosotros. ¡Nos lo han quitado todo! El amor, la familia… ¡No es justo!
– Ya, señora Angellier… Pero ése es el principal problema de nuestro tiempo, individuo o comunidad, porque la guerra es la obra común por excelencia, ¿no le parece? Nosotros, los alemanes, creemos en el espíritu de la comunidad, en el mismo sentido en que se dice que entre las abejas existe el «espíritu de la colmena». Se lo debemos todo: néctares, luces, aromas, mieles… Pero ésos son asuntos demasiado serios. ¡Escuche, voy a tocarle una sonata de Scarlatti! ¿La conoce?
– ¡No, creo que no!
Entretanto, Lucile pensaba: «¿Individuo o comunidad? ¡Ay, Dios mío! Eso no es nuevo, los alemanes no han inventado nada. Nuestros dos millones de muertos en la otra guerra también se sacrificaron por el "espíritu de la colmena". Murieron, y veinticinco años después… ¡Qué mentira! ¡Qué fatuidad! Hay leyes que rigen el destino de las colmenas y los pueblos, ¡y ya está! Seguramente, el espíritu del pueblo está gobernado por leyes que se nos escapan, o por caprichos que ignoramos. Pobre mundo, tan hermoso y tan absurdo… Pero si algo hay seguro es que dentro de cinco, diez o veinte años, este problema, que, según él, es el de nuestro tiempo, habrá dejado de existir, habrá cedido el sitio a otros… Mientras que esta música, ese repiqueteo de la lluvia en los cristales, esos ruidosos y fúnebres crujidos del cedro del jardín de enfrente, esta hora tan maravillosa, tan extraña en mitad de la guerra, esto, todo esto, no cambiará… Es eterno…»
De pronto, el teniente dejó de tocar y la miró.
– ¿Está usted llorando? -Ella se secó los ojos a toda prisa-. Le ruego que me perdone. La música es indiscreta. Puede que la mía le recuerde a alguien ausente…
– ¡No, a nadie! -murmuró ella a su pesar-. Eso es precisamente lo que… Nadie…
Se quedaron callados. El teniente bajó la tapa del piano.
– Señora, después de la guerra volveré. Permítame volver. Todas las disputas entre Francia y Alemania serán antiguallas, estarán olvidadas… al menos durante quince años. Una tarde, llamaré a la puerta. Usted me abrirá y no me reconocerá, porque iré de paisano. Entonces le diré: Soy el oficial alemán… ¿Se acuerda? Es tiempo de paz, de felicidad, de libertad. He venido por usted. Venga, vayámonos juntos. La llevaré a visitar un montón de países. Yo, naturalmente, seré un compositor célebre y usted estará tan guapa como ahora…