– ¡Mamá, mamá! -clamaba Jacqueline-. ¡Quiero a Albert! ¡Que vayan a buscarlo! ¡Lo atraparán los alemanes! ¡Le dispararán, lo robarán, me lo quitarán! ¡Albert!¡Albert!¡Albert!
– ¡Cállate, Jacqueline! ¡Vas a despertar a tus hermanos!
Todas gritaban a la vez. Con labios temblorosos, Hubert se alejó de aquel caótico y desgreñado grupo de viejas. ¿Es que no entendían nada? La vida era shakesperiana, maravillosa y trágica, y ellas la degradaban sin motivo. El mundo se derrumbaba, ya no era más que escombros y ruinas, pero ellas no cambiaban. Criaturas inferiores, no tenían heroísmo ni grandeza, ni fe ni espíritu de sacrificio. Sólo sabían empequeñecer todo lo que tocaban, reducirlo a su medida. ¡Oh, Dios, ver a un hombre, estrechar la mano de un hombre! Aunque fuera a su padre, pensó, pero mejor a su querido hermano mayor, al buen, al gran Philippe. Necesitaba tanto la presencia de su hermano que los ojos volvieron a humedecérsele. El incesante fragor de los cañones lo inquietaba y lo excitaba; con el cuerpo sacudido por escalofríos, volvía bruscamente la cabeza a diestro y siniestro, como un potro asustado. Pero no tenía miedo. ¿Miedo, él? No, no tenía miedo. Aceptaba, acariciaba la idea de la muerte. Sería una muerte hermosa por una causa perdida. Mejor que pudrirse en las trincheras, como en el catorce. Ahora se luchaba a cielo abierto, bajo el hermoso sol de junio o en aquel resplandeciente claro de luna.
Su madre había subido a ver a Jacqueline, pero había tomado precauciones: cuando él quiso salir al jardín, se encontró la puerta cerrada con llave. La aporreó, la sacudió… Las dueñas, que se habían retirado a su habitación, protestaron:
– ¡Deje tranquila la puerta, señor! Es tarde. Estamos cansadas y tenemos sueño. Déjenos dormir. -Y una de ellas añadió-: Vaya a acostarse, jovencito.
– Jovencito… ¡Vieja chocha!
Su madre bajó.
– Jacqueline ha tenido una crisis nerviosa -le dijo-. Por suerte, llevo un frasco de flor de azahar en el bolso. ¡No te muerdas las uñas, por Dios! Me crispas los nervios, Hubert. Anda, siéntate en ese sillón y duerme un poco.
– No tengo sueño.
– Pues duerme igualmente -le ordenó ella con la misma voz imperiosa e impaciente que habría utilizado con Emmanuel.
Tragándose la rebeldía, Hubert se dejó caer en un viejo sillón de cretona que crujió bajo su peso. La señora Péricand alzó los ojos al cielo.
– ¡Mira que eres bruto, hijo mío! Vas a romper ese pobre sillón… ¡Estate quieto de una vez!
– Sí, madre -dijo él con voz sumisa.
– ¿A que no se te ha ocurrido sacar tu impermeable del coche?
– No, madre.
– ¡No piensas en nada!
– No lo necesito. Hace buen tiempo.
– Mañana puede llover.
La señora Péricand sacó la labor de su bolso. Las agujas empezaron a tintinear. Cuando él era pequeño, hacía punto a su lado durante las lecciones de piano. Hubert cerró los ojos y fingió dormir.
Al cabo de un rato, su madre se durmió de verdad. Sin pensárselo dos veces, el chico saltó por la ventana abierta, corrió hasta el cobertizo en que había guardado la bicicleta, entreabrió la puerta de la cerca sin hacer ruido y se deslizó fuera. Ahora todo el mundo dormía. El ruido de los cañones había cesado. Unos gatos maullaban en los tejados. La luna azuleaba las vidrieras de la hermosa iglesia, que se alzaba en mitad de un viejo y polvoriento paseo, donde los refugiados habían aparcado los coches. Los que no habían encontrado sitio en las casas dormían dentro de los vehículos o sobre la hierba. Sus pálidos rostros sudaban angustia; se los veía tensos y asustados incluso en pleno sueño. Sin embargo, dormían tan pesadamente que nada conseguiría despertarlos antes del amanecer. Saltaba a la vista. Podrían pasar del sueño a la muerte sin siquiera enterarse.
Hubert avanzó entre ellos, mirándolos con asombro y piedad. Él no se notaba cansado. Su sobreexcitada mente lo sostenía y arrastraba. Pensaba en su familia con pena y remordimientos. Pero esa pena y esos remordimientos multiplicaban su exaltación. No se lanzaba desnudo a la aventura; sacrificaba a su país no sólo su propia vida, sino también la de todos los suyos. Avanzaba al encuentro de su destino como un joven dios cargado de presentes. Al menos, así se veía él. Salió del pueblo, llegó al cerezo y se tumbó bajo las ramas. De pronto, una vibrante emoción hizo palpitar su corazón: pensaba en el nuevo compañero que iba a compartir con él la gloria y el peligro. Apenas lo conocía, pero se sentía unido a aquel muchacho rubio con una vehemencia y una ternura extraordinarias. Había oído contar que, en el norte, un regimiento alemán había tenido que cruzar un puente pasando por encima de los cadáveres de los compañeros muertos, y que lo habían hecho cantando: «Yo tenía un camarada…» Hubert lo comprendía, comprendía ese sentimiento de amor puro, casi salvaje. Inconscientemente, buscaba a alguien que sustituyera a Philippe, al que tanto quería y que se alejaba de él lenta pero implacablemente; demasiado serio, demasiado santo, pensaba Hubert, ya no tenía otro afecto, otra pasión que la de Cristo.
Durante los dos últimos años, Hubert se había sentido realmente solo, y para colmo sus compañeros de clase no eran más que brutos o esnobs. Por otra parte, casi sin saberlo, Hubert era sensible a la belleza física, y aquel René tenía cara de ángel. En fin, siguió esperándolo. Al menor ruido se estremecía y levantaba la cabeza. Eran las doce menos cinco. Pasó un caballo sin jinete. De vez en cuando ocurrían cosas así, extrañas apariciones que recordaban los desastres de la guerra; pero, por lo demás, todo estaba tranquilo. Arrancó una larga brizna de hierba y la mordisqueó; luego examinó el contenido de uno de sus bolsillos: un mendrugo de pan, una manzana, avellanas, un trozo de tarta desmigajado, una navaja, un ovillo de cordel y su pequeña libreta roja. En la primera página escribió: «Si muero, que avisen a mi padre, el señor Péricand, bulevar Delessert 18, París, o a mi madre…» También puso la dirección de Nimes. Después se acordó de que esa noche no había dicho sus oraciones. Se arrodilló en la hierba, las rezó y añadió un Credo especial por su familia. Se levantó soltando un profundo suspiro. Se sentía en paz con los hombres y con Dios. Mientras rezaba habían dado las doce. Había que estar listo para marcharse. La luna iluminaba la carretera. No se veía un alma. Hubert esperó pacientemente otra media hora; luego empezó a inquietarse. Dejó la bicicleta echada en la cuneta y avanzó hacia el pueblo al encuentro de René, pero no lo vio venir. Dio media vuelta, regresó al cerezo, siguió esperando y examinó el contenido del otro bolsillo: cigarrillos arrugados y dinero. Se fumó un pitillo sin disfrutarlo; todavía no se había acostumbrado al sabor del tabaco. Las manos le temblaban de nerviosismo. Arrancó unas flores y las arrojó al suelo. Era la una pasada. ¿Y si René…? No, no, nadie falta a su palabra de esa manera… Sus tías lo habrían retenido, encerrado quizá; aunque a él las precauciones de su madre no le habían impedido escapar. Su madre. Aún debía de estar durmiendo, pero no tardaría en despertarse y notar su ausencia. Lo buscarían por todas partes. No podía quedarse allí, tan cerca del pueblo. Pero ¿y si llegaba René? Esperaría hasta el amanecer y se iría en cuanto asomara el sol.
Los primeros rayos iluminaban la carretera cuando Hubert se puso en marcha. Se dirigió hacia el bosque de la Sainte, que cubría una colina. Subió por la ladera con precaución, empujando el manillar de la bicicleta y preparando el discurso que dirigiría a los soldados. Oyó voces, risas, el relincho de un caballo. Alguien gritó. Hubert se paró en seco y contuvo la respiración: habían hablado en alemán. Se escondió detrás de un árbol, vio un uniforme verde a unos pasos de él y, olvidándose de la bicicleta, echó a correr como una liebre. Al pie de la colina se equivocó de dirección, pero siguió corriendo en línea recta y acabó llegando al pueblo, que no reconoció. Volvió a la carretera principal y vio los coches de los refugiados pasar a toda velocidad. Uno (un enorme bólido gris) provocó que un camioncito volcase en la cuneta, pero se dio a la fuga sin que el conductor redujera la velocidad ni por un instante. Cuanto más avanzaba, más deprisa iba el torrente de vehículos, como en una película enloquecida, se dijo Hubert. Vio un camión lleno de soldados y les hizo gestos desesperados. Sin detenerse, alguien le aferró la mano, lo izó y lo dejó entre cañones camuflados con ramas y cajas de lonas.