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Los soldados se levantaron con presteza y se cuadraron en la posición reglamentaria, con la barbilla en alto y el cuerpo tan tenso que las venas del cuello les palpitaban.

El teniente se volvió hacia Lucile.

– ¿Sería tan amable de darme su lista? Buscaremos esas cosas juntos. -Leyó el papel y sonrió-. Empecemos por el diván. Tiene que estar en el salón. Y el salón estará por aquí, imagino…

El teniente abrió una puerta y entró en una habitación enorme atestada de muebles, unos volcados y los otros destrozados. Los cuadros estaban descolgados y alineados contra las paredes, con el lienzo roto de una patada en no pocos casos. El suelo estaba cubierto de hojas de periódico, puñados de paja (vestigios, sin duda, de la huida en junio de 1940) y cigarros a medio fumar dejados por el invasor. En un pedestal se veía un buldog disecado con una corona de flores secas en la cabeza y el hocico destrozado.

– ¡Qué espectáculo! -murmuró Lucile, consternada.

No obstante, aquel salón, y sobre todo las caras de pena de los soldados y del oficial, tenían algo de cómico. El teniente vio el rostro de Lucile y su expresión de reproche y dijo con viveza:

– Mis padres tenían una villa a orillas del Rin. Durante la otra guerra fue ocupada por unos soldados franceses que destrozaron instrumentos musicales de inestimable valor, que llevaban en casa doscientos años, e hicieron trizas libros que habían pertenecido a Goethe.

Lucile no pudo evitar sonreír; el teniente se defendía en el tono brusco y ofendido del niño que ha hecho una trastada y, cuando se le riñe, replica: «Pero, señora, no he empezado yo, han sido ellos…» Ver aquella expresión infantil en el rostro de alguien que, después de todo, era un duro guerrero y un enemigo encarnizado, le hizo sentir un placer muy femenino, una especie de ternura sensual. «Porque no nos engañemos -se dijo Lucile-. Estamos todos en sus manos. A su merced. Si nuestra vida y nuestras pertenencias están sanas y salvas, sólo es porque él así lo quiere.» Casi estaba asustada de los sentimientos que empezaban a despertar en su interior, no muy distintos de los que habría experimentado al acariciar a un animal salvaje, una sensación áspera y deliciosa, una mezcla de enternecimiento y terror.

Como le apetecía seguir jugando a aquel juego, frunció el entrecejo y refunfuñó:

– ¡Debería darles vergüenza! ¡Estas casas abandonadas estaban bajo la custodia del muy honorable ejército alemán!

El teniente, que la escuchó golpeándose levemente las botas con un junquillo, se volvió hacia los soldados y les habló con dureza. Lucile comprendió que los estaba conminando a poner orden en la casa, arreglar lo que estaba roto y limpiar el suelo y los muebles. Cuando hablaba en alemán, sobre todo en aquel tono de mando, su voz adquiría una sonoridad vibrante y metálica que producía a los oídos de Lucile un placer similar a un beso dado con rabia y acabado en mordisco. «¡Para! -se dijo llevándose las manos a las mejillas, que le ardían-. Deja de pensar en él, llevas un camino peligroso…»

– No me voy a quedar -dijo dando unos pasos hacia la puerta-. Vuelvo a casa. Ya tiene la lista; ahora sus soldados pueden buscar los objetos reclamados.

El teniente la alcanzó de una zancada.

– Por favor, no se vaya enfadada… Repararemos los daños en la medida de lo posible. ¡Escuche! Dejemos que busquen; lo cargarán todo en una carretilla e irán a depositarlo a los pies de esa señora Perrin, bajo su dirección. Yo la acompañaré para presentar mis excusas. Entretanto, salgamos al jardín. Daremos un paseo y le haré un bonito ramo de flores.

– No; me voy a casa.

– No puede -repuso el teniente cogiéndola del brazo-. Ha prometido a esas señoras que les devolvería sus pertenencias. Tiene que supervisar la ejecución de sus órdenes.

Habían salido de la casa y se encontraban en un sendero bordeado de lilas en flor. Miles de abejas, abejorros y avispas revoloteaban alrededor, penetraban en las corolas, chupaban el néctar y, a continuación, volvían y se posaban en los brazos y el pelo de Lucile, que no las tenía todas consigo y reía nerviosamente.

– Sáqueme de aquí. Voy de peligro en peligro.

– Vamos más lejos.

Al fondo del jardín, volvieron a encontrarse con los chavales del pueblo. Unos jugaban en medio de los parterres, entre los macizos pisoteados y destrozados, y otros se subían a los perales y rompían las ramas.

– Pero ¡qué brutos son! -dijo Lucile-. Luego no habrá fruta.

– ¡Sí, pero las flores son tan bonitas!

El alemán tendió los brazos hacia los niños, que le lanzaron ramitas cuajadas de flores.

– Tenga, señora Angellier. En un jarrón colocado en la mesa quedarán preciosas.

– No me atrevería a cruzar el pueblo llevando flores de árboles frutales -bromeó Lucile-. ¡Ah, granujas! ¡Como os coja el guarda forestal!

– No hay cuidado -dijo una niñita de delantal negro que mordisqueaba una rebanada de pan y trepaba a un árbol rodeándolo con las sucias piernecillas-. No hay cuidado… Los bo… los alemanes no le dejarán entrar.

La extensión de césped, que no se había podado en dos años, ya estaba cubierta de ranúnculos. El oficial se sentó en la hierba y extendió junto a él su amplia capa, de un verde pálido tirando a gris, el color del almendruco. Los niños los habían seguido. La chiquilla del delantal negro recogía narcisos silvestres, formaba grandes manojos frescos y amarillos y hundía la naricilla en ellos, pero sus negros ojos, pícaros e inocentes a un tiempo, no se apartaban de los adultos. Miraba a Lucile con curiosidad, pero también con cierto espíritu crítico: como una mujer a otra. «Me parece que tiene miedo -se decía-. No sé por qué. Ese oficial no es malo, lo conozco bien. Me da dinero, y el otro día me alcanzó el balón, que se me había quedado en las ramas del cedro grande. ¡Qué guapo es ese oficial! ¡Es más guapo que papá y que todos los chicos del pueblo! Y la señora lleva un vestido muy bonito…»

La niña se acercó a la chita callando y, con un dedito sucio, tocó un volante del sencillo y fino vestido de muselina gris, sin más adornos que el pequeño cuello y las mangas de linón plisado. Tiró de la tela un poco más y Lucile se volvió, sorprendida; la pequeña retrocedió de un salto, pero advirtió que la señora la miraba con grandes ojos asustados, como si no la reconociera; estaba muy pálida y le temblaban los labios. Pues sí, le daba miedo estar allí sola con aquel alemán. ¡Como si fuera a hacerle daño! Le hablaba con mucho cariño. Eso sí, la tenía cogida de la mano con tanta fuerza que no habría podido soltarse por mucho que lo intentara. Sorprendida, la niña se dijo que los chicos, pequeños o grandes, eran todos iguales. Les gustaba hacerte rabiar y asustarte. Se tumbó del todo en la hierba, tan alta que la ocultaba completamente; se sentía muy pequeña e invisible, y las hojas le acariciaban el cuello, las piernas, los párpados… ¡Qué cosquillas!

El alemán y la señora hablaban en voz baja. Ahora él también estaba blanco como el papel. De vez en cuando oía su fuerte voz, pero contenida, como si tuviera ganas de gritar o llorar y no se atreviera a hacerlo. Sus palabras no tenían ningún sentido para ella, aunque comprendía vagamente que hablaba de su mujer y del marido de la señora.

– Si al menos fuera usted feliz… -le oyó decir-. Sé cómo es su vida… Sé que está sola, que su marido la engañaba… He hablado con la gente…

¿Feliz? Entonces aquella señora, que tenía unos vestidos tan bonitos y vivía en una casa tan grande, ¿no era feliz? De todas maneras, no le gustaba que la compadecieran, quería marcharse. Le decía que la soltara y se callara. Uy, ahora ya no tenía miedo, ahora el que estaba asustado era él, con sus grandes botas y su aire orgulloso… De pronto, una mariquita se posó en la mano de la niña, que se quedó mirándola; le dieron ganas de matarla, pero sabía que matar a una criatura del Señor traía mala suerte. Así que se limitó a soplarle, primero muy suavemente, para levantarle las alas finas, transparentes y caladas, y luego tan fuerte que el pobre insecto debió de sentirse como un náufrago en una balsa zarandeada por la tempestad y acabó echando a volar.

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