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– ¿Es sólo para los oficiales, o también les darán a los soldados? -preguntaron.

– Para todos, para todos.

– ¡Menos para nosotras! -rezongaron ellas.

El chef levantó en brazos la bandeja de porcelana coronada por la enorme tarta y, con un pequeño saludo, la mostró a la multitud, que rió y aplaudió. La tarta fue depositada con extremo cuidado en una gran tabla que, transportada por dos soldados (uno en cabeza y el otro detrás), tomó el camino del parque. Mientras tanto, los oficiales de los regimientos acantonados en las cercanías llegaban de todas partes haciendo ondear a sus espaldas las largas capas verdes. Los comerciantes los esperaban en la puerta de sus tiendas con una sonrisa. Esa mañana habían subido todas las existencias que les quedaban en los sótanos. Los alemanes compraban todo lo que podían y pagaban sin rechistar. Un oficial arrambló con las últimas botellas de benedictino; otro se gastó doscientos francos en lencería femenina; los soldados se agolpaban ante los escaparates y, enternecidos, contemplaban baberos azules y rosa. Al fin, uno de ellos no pudo aguantar más y, en cuanto se marchó el oficial, llamó a la vendedora y le señaló la ropita de niño. Era un soldado muy joven y de ojos azules.

– ¿Chico o chica? -le preguntó la mujer.

– No sé -respondió él con ingenuidad-. Me ha escrito mi mujer. Fue en el último permiso, hace un mes.

A su alrededor, todo el mundo soltó la carcajada. Él estaba ruborizado, pero parecía muy contento. Le hicieron comprar un sonajero y un trajecito. Cruzó la calle con aire triunfal.

Los músicos ensayaban en la plaza y, junto al círculo que formaban los tambores, las trompetas y los pífanos, otro círculo rodeaba al suboficial cartero. Los franceses miraban boquiabiertos y meneaban la cabeza con ojos brillantes de esperanza y una expresión cordial y melancólica, pensando: «Ya se sabe lo que es esperar noticias de casa… Todos hemos pasado por eso…»

Entretanto, un joven soldado de una estatura colosal, con unos muslos enormes y un pandero superlativo que parecía a punto de hacer estallar las costuras del pantalón, ceñido a su alrededor como un guante, entraba por tercera vez en el Hôtel des Voyageurs y pedía que le dejaran consultar el barómetro. El barómetro no se había movido. El alemán, radiante de felicidad, declaró:

– Nada que temer. Esta noche no habrá tormenta. Gott mit uns.

– Sí, sí -opinó la criada.

Su ingenuo contento contagió incluso al dueño (que era anglófilo) y a todos los parroquianos, que se levantaron y se acercaron al barómetro.

– Nada temer, nada. Bien, bien. Bonita fiesta -decían, esforzándose en hablar como los indios para que se les entendiera mejor.

Y el alemán repartía palmadas en la espalda y, sonriendo de oreja a oreja, repetía:

– Gott mit uns.

– Sí, sí, mucho «got mitún», pero menuda la has cogido, Fritz -murmuraban los franceses a sus espaldas, pero con un dejo de simpatía-. Estas cosas, ya se sabe… Aquí el amigo lleva celebrándolo desde ayer… Pero es buen chaval… Y ¡qué carajo!, ¿por qué no se van a divertir? ¡Después de todo son hombres!

Tras crear con su aspecto y sus palabras un clima de simpatía y vaciar una tras otra tres botellas de cerveza, el alemán, exultante, se retiró. Conforme avanzaba la tarde, los habitantes del pueblo empezaban a sentirse animados y nerviosos, como si ellos también fueran a participar en la fiesta. En las cocinas, las chicas enjuagaban los vasos distraídamente y se asomaban a la ventana cada dos por tres para ver pasar a los grupos de alemanes que se dirigían hacia el parque.

– ¿Has visto al subteniente que se aloja en casa del cura? ¡Qué guapo y qué bien afeitado! ¡Mira, el nuevo intérprete de la Kommandantur! ¿Cuántos años dirías que tiene? Yo no le echo más de veinte… Hay que ver lo jóvenes que son todos… ¡Ah, y por ahí viene el teniente de las Angellier! Con ése no me importaría hacer alguna locura… Se ve a la legua que es educado. ¡Y qué caballo tan bonito! Llevan todos unos caballos preciosos… -decían las chicas, y suspiraban.

– ¡A ver, como que son los nuestros!

El viejo escupía en las cenizas mascullando juramentos que las chicas no oían. No tenían más pensamiento que acabar de fregar los cacharros e ir a ver a los alemanes al parque de Montmort. Junto al muro pasaba una carretera bordeada de acacias, tilos y esbeltos álamos de follaje perennemente agitado, perennemente estremecido. Entre las ramas se veía el lago, la extensión de césped en la que se habían colocado las mesas y, en un altozano, la mansión, con las puertas y las ventanas abiertas, en la que tocaría la banda del regimiento. A las ocho, toda la comarca estaba allí; las chicas habían arrastrado a sus padres; las madres jóvenes no habían querido dejar en casa a sus hijos, que dormían en sus brazos, corrían, gritaban y jugaban con piedras o apartaban las ramas de las acacias y contemplaban el espectáculo con curiosidad: los músicos, instalados en la terraza; los oficiales alemanes, tumbados en la hierba o paseándose lentamente entre los árboles; las mesas cubiertas con resplandecientes manteles, sobre los que la plata relucía a las últimas luces del sol y, detrás de cada silla, un soldado inmóvil como durante una revista: los ordenanzas encargados de servir la mesa. Al fin, la banda tocó un aire particularmente alegre y animado; los oficiales se dirigieron hacia sus asientos; antes de sentarse, el que ocupaba la cabecera de la mesa («en el sitio de honor hay un general», susurraban los franceses) alzó su copa, y todos los oficiales, en posición de firmes, lo imitaron y lanzaron un fuerte grito:

– Heil Hitler!

El eco de sus voces tardó en apagarse; vibraba en el aire con una sonoridad metálica, salvaje y pura. Luego se oyó el rumor de las conversaciones, el tintineo de los cubiertos y el tardío canto de los pájaros.

Los franceses trataban de localizar a lo lejos los rostros de los alemanes conocidos. Los oficiales de la Kommandantur estaban sentados cerca del general, un hombre de pelo blanco, rostro fino y nariz larga y aguileña.

– ¿Ves a ese de allí, el de la izquierda? ¡Pues ése es el que me quitó el coche, el muy cerdo! En cambio, ese rubito coloradote que tiene al lado es bien majo, y habla francés muy bien. ¿Dónde está el alemán de las Angellier? El Bruno, se llama. Un nombre bonito… Lástima, enseguida será de noche y no veremos nada… ¡El Fritz del almadreñero me ha dicho que encenderán antorchas! ¡Oh, mamá, qué bonito! Nos quedaremos hasta entonces, ¿eh? ¿Qué pensarán los vizcondes de todo esto? ¡Esta noche no pegarán ojo! ¿Quién se comerá las sobras, mamá? ¿El señor alcalde? ¡Calla, tontorrón! ¡Como que va a haber sobras, con el saque que tienen ésos!

Poco a poco, las sombras invadían la extensión de césped; todavía se veían relucir con brillo mortecino las condecoraciones de oro de los uniformes, las rubias cabezas de los alemanes, los instrumentos de la banda en la terraza… Toda la claridad del día huía de la tierra y por un breve instante parecía refugiarse en el cielo; nubes teñidas de rosa formaban una concha alrededor de la luna llena, que tenía un color extraño, un verde muy pálido de sorbete de pistacho, y una dura transparencia de hielo; se reflejaba en el lago. Un exquisito aroma a hierba, heno recién cortado y fresas silvestres llenaba el aire. La banda seguía tocando. De pronto se encendieron las antorchas; sostenidas por soldados, iluminaban la mesa en desorden y los vasos vacíos, porque los oficiales desfilaban hacia el lago, cantando y riendo. Los tapones de las botellas de champán saltaban con una detonación seca y alegre.

– ¡Los muy cabrones! -refunfuñaban los franceses, pero sin excesivo rencor, porque toda alegría es contagiosa y desarma los sentimientos de odio-. ¡Encima se beben nuestro champán!

Además, los alemanes parecían encontrarlo tan bueno (¡y lo pagaban tan bien!) que en su fuero interno los franceses les alababan el gusto.

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