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Bruno se dejaba devorar por esa impaciencia pueril, un poco absurda y a la vez casi desesperada, que se apodera del soldado en los momentos en que la guerra le concede una tregua y espera un alivio al aburrimiento cotidiano. No quería pensar en Bonnet, ni imaginar lo que se cuchicheaba tras los postigos cerrados de aquellas casas grises, frías y enemigas. Le habría gustado decir lo que el niño al que han prometido llevar al circo y luego quieren dejarlo en casa con la excusa de que una pariente anciana y cargante está enferma: «¿A mí qué me contáis? Eso es asunto vuestro. ¿Tengo yo algo que ver en eso?» ¿Tenía él, Bruno von Falk, algo que ver en aquello? El no era solamente un soldado del Reich. No lo movían únicamente los intereses del regimiento y la patria. Era tan humano como el que más. Bruno pensó que buscaba lo que todos los seres humanos, la felicidad, el libre desenvolvimiento de sus facultades, y que ese legítimo deseo se veía continuamente contrariado por una especie de razón de Estado llamada guerra, seguridad pública, necesidad de preservar el prestigio del ejército vencedor. Un poco como los príncipes, que sólo existen para cumplir los designios de los reyes, sus padres, Bruno sentía esa majestad, esa grandeza del poder alemán, reflejada en él mismo cuando caminaba por las calles de Bussy, cuando cruzaba un pueblo a caballo, cuando hacía sonar sus espuelas ante la puerta de una casa francesa. Pero lo que los franceses no habrían podido comprender era que él no era ni orgulloso ni arrogante, sino sinceramente humilde, y la grandeza de su tarea lo asustaba.

Pero ese día, precisamente, no le apetecía pensar en eso. Prefería jugar con la idea de aquel baile o bien soñar con cosas irrealizables, por ejemplo, con una Lucile plenamente cercana a él, una Lucile que pudiera acompañarlo a la fiesta… «Deliro -se dijo sonriendo-. Bueno, ¿y qué? En mi alma soy libre.» Con los ojos de la imaginación, diseñaba un vestido para Lucile, pero no un vestido moderno, sino del estilo de un grabado romántico; un vestido blanco con grandes volantes de muselina, abombado como una corola, para que cuando bailara con ella, cuando la tuviera entre sus brazos, sintiera de vez en cuando el embate de espuma de los encajes contra sus piernas. Bruno palideció y se mordió el labio. Era tan hermosa… Aquella mujer, a su lado, en una noche así, en el parque de Montmort, con la música y los fuegos artificiales a lo lejos… Una mujer, sobre todo, que comprendería, que compartiría ese estremecimiento casi religioso del alma, nacido de la soledad, de la tiniebla y de la conciencia de esa oscura y terrible multitud: el regimiento, los soldados a lo lejos, y todavía más lejos el ejército que sufría y luchaba y el ejército victorioso acampado en las ciudades.

«Con esa mujer tendría auténtico genio», se dijo. Había trabajado mucho. Vivía en una perpetua exaltación creadora, locamente enamorado de la música, decía riendo. Sí, con esa mujer, y con un poco de libertad y paz habría podido hacer grandes cosas. «Es una pena -pensó soltando un suspiro-, una gran pena… Cualquier día llegará la orden de partida, y otra vez la guerra, otra gente, otros países, tal cansancio físico que ni siquiera conseguiré llegar al final de mi vida de soldado. Y ella me pide que la reciba… Y en el umbral se amontonan frases musicales, acordes maravillosos, sutiles disonancias… criaturas aladas y recelosas que espantan el ruido de la guerra. Es una pena. ¿Le gustaría a Bonnet algo aparte de combatir? No lo sé. Nunca se acaba de conocer a nadie. Pero sí, es así, él, que ha muerto a los diecinueve años, se ha realizado más que yo, que todavía vivo.»

Bruno se detuvo ante la casa de las Angellier. Su casa. En tres meses se había acostumbrado a considerar suyos aquella puerta con refuerzos de hierro, aquella cerradura de prisión, aquel vestíbulo que olía a sótano y aquel jardín de la parte posterior, el jardín bañado por la luna, con el bosque al fondo. Era una noche de junio de una suavidad maravillosa; las rosas se abrían, pero su perfume era menos intenso que el aroma a heno y fresas que flotaba en la región desde el día anterior, porque era la época de las grandes labores campestres. Por el camino, el teniente se había encontrado carros llenos de heno recién cortado y tirados por bueyes, porque ahora los caballos escaseaban, y había admirado en silencio la lenta marcha de los majestuosos animales delante de sus olorosos cargamentos. A su paso, los campesinos desviaban la mirada; se había dado cuenta, pero… Volvía a sentirse contento y animado. Entró en la cocina y pidió de comer. La cocinera le sirvió con inusual celeridad, pero no respondió a sus bromas.

– ¿Dónde está la señora? -preguntó al fin.

– Estoy aquí -dijo Lucile.

Había entrado sin hacer ruido mientras él acababa de devorar una rebanada de pan con una gruesa loncha de jamón. Bruno alzó los ojos hacia ella.

– Qué pálida está usted… -dijo con voz tierna y preocupada.

– ¿Pálida? No. Es que hoy ha hecho mucho calor.

– ¿Dónde está nuestra reclusa? -preguntó Bruno sonriendo-. Demos un paseo. La espero en el jardín.

Minutos después, mientras caminaba lentamente por el sendero principal, entre los árboles frutales, la vio llegar. Avanzaba hacia él con la cabeza baja. Cuando estaba a unos pasos, dudó; luego, como de costumbre, en cuanto estuvieron al abrigo de las miradas tras el gran tilo, ella se le acercó y lo cogió del brazo. Dieron unos pasos en silencio.

– Han segado los campos -dijo ella al fin.

Bruno aspiró el aroma con los ojos cerrados. La luna era de color miel en un firmamento turbio, lechoso, por el que se deslizaban tenues nubes. Aún era de día.

– Buen tiempo para nuestra fiesta, mañana.

– ¿Es mañana? Creía… -Lucile se interrumpió.

– ¿Por qué no? -preguntó él frunciendo el entrecejo.

– Por nada, creía…

Con el junquillo que tenía en la mano, Bruno azotaba las flores nerviosamente.

– ¿Qué dice la gente?

– ¿Sobre qué?

– Lo sabe perfectamente. Sobre el asesinato.

– No sé. No he hablado con nadie.

– ¿Y usted? ¿Qué piensa usted?

– Que es terrible, por supuesto.

– Terrible e incomprensible. Porque, en fin, ¿qué les hemos hecho nosotros, nosotros en tanto que hombres? Si de vez en cuando los molestamos, no es culpa nuestra; nos limitamos a cumplir órdenes. Somos soldados. Y me consta que el regimiento se ha esforzado en mostrarse correcto, humano. ¿No es verdad?

– Lo es -murmuró Lucile.

– Naturalmente, a otra no se lo diría… Entre nosotros se sobreentiende que no hay que lamentar la suerte de un camarada asesinado. Es contrario al espíritu militar, que exige que nos consideremos únicamente en función de un todo. ¡Que mueran los soldados con tal que el regimiento perviva! Por eso no vamos a suspender la fiesta de mañana -prosiguió Bruno-. Pero a usted, Lucile, se lo puedo decir. Se me parte el corazón cada vez que pienso que han asesinado a ese chico de diecinueve años. Éramos algo parientes. Nuestras familias se conocen… Y además hay otra cosa, estúpida pero que me indigna. ¿Por qué mató al perro, a nuestra mascota, al pobre Bubi? Si alguna vez consigo encontrar a ese hombre, será para mí un placer matarlo con mis propias manos.

– Seguramente -dijo Lucile en voz baja-, eso mismo es lo que él ha debido de decirse durante mucho tiempo. Si acabo con uno de esos alemanes, o a falta de ellos, con uno de sus perros, ¡qué placer!

Se miraron consternados. Las palabras habían salido de sus labios casi contra su voluntad. El silencio sólo las hubiera agravado.

– Es la vieja historia -dijo Bruno esforzándose por adoptar un tono ligero-. Es ist die alte Geschichte. El vencedor no comprende por qué lo miran mal. Después de 1918, ustedes se esforzaron en vano por convencernos de que teníamos mal carácter, porque no podíamos olvidar nuestra flota hundida, nuestras colonias perdidas y nuestro imperio destruido. Pero ¿cómo comparar el resentimiento de un gran pueblo con el ciego arrebato de ira de un campesino?

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