Una vez le masajearon las piernas con el guante de crin y el agua de colonia, se sintió mejor. Totalmente desnudo, empezó a afeitarse mientras el criado le preparaba la ropa: camisa de lino, un traje fino de tweed y corbata azul.
– ¿Hay gente conocida? -preguntó Corte.
– No lo sé, señor. Todavía no he visto a nadie importante, pero me han dicho que anoche vinieron muchos coches y volvieron a marcharse casi enseguida hacia España. Entre otros, el señor Jules Blanc. Se iba a Portugal.
– ¿Jules Blanc?
Gabriel se quedó inmóvil con la navaja de afeitar, llena de jabón, en el aire. ¡Jules Blanc huyendo a Portugal! Aquella noticia era un duro golpe. Como todos los que se las arreglan para obtener el máximo de comodidades y placeres de la vida, Gabriel Corte tenía un político a su disposición. A cambio de buenas cenas, de brillantes recepciones, de pequeños favores concedidos por Florence, a cambio de algunos artículos oportunos, obtenía de Jules Blanc (titular de una cartera en casi todas las combinaciones ministeriales, dos veces presidente del Consejo y cuatro ministro de la Guerra) mil privilegios que le facilitaban la existencia. Gracias a Jules Blanc, le habían encargado aquella serie de los Grandes Amantes, sobre los que había disertado en la radio pública el invierno anterior. También en la radio, Jules Blanc le había encargado alocuciones patrióticas, exhortaciones imperiales o morales, según las circunstancias. Jules Blanc había intervenido ante el director de un gran periódico para que le pagaran ciento treinta mil francos por una novela, en lugar de los ochenta mil inicialmente acordados. Por último, le había prometido la insignia de comendador. Jules Blanc era un humilde pero necesario engranaje en el mecanismo de su carrera, porque el genio no puede planear en las alturas del cielo; debe maniobrar a ras de tierra.
Al enterarse de la caída de su amigo (muy comprometido tenía que estar para tomar una decisión tan desesperada, él, que no se cansaba de repetir que en política una derrota prepara la victoria), Corte se sintió solo y abandonado, al borde del abismo. De nuevo, con una fuerza terrible, volvió a recibir la impresión de un mundo diferente, desconocido para él, un mundo donde toda la gente se habría vuelto milagrosamente casta y desinteresada y estaría imbuida de los más nobles ideales. Pero el mimetismo, que es una forma del instinto de conservación para las plantas, los animales y el hombre, le hizo decir ya:
– ¡Ah! ¿Se ha ido? Ha pasado la época de esos vividores, de esos politicastros… Pobre Francia… -añadió tras un silencio. Lentamente, se puso unos calcetines azules. De pie en calcetines y ligas de seda negra, y con el resto del cuerpo desnudo, lampiño, de un blanco lustroso con reflejos marfileños, ejecutó unos cuantos movimientos de brazos y varias flexiones del torso. Luego se miró en el espejo con expresión satisfecha.
– Esto va mucho mejor -dijo, como si con esas palabras esperara darle una gran alegría a su criado.
Después acabó de vestirse. Bajó al bar poco después de mediodía. En el vestíbulo reinaba cierto caos; era evidente que pasaba algo, que lejos de allí grandes catástrofes hacían temblar el resto del universo. Alguien se había dejado las maletas, amontonadas desordenadamente en la tarima que solía utilizarse como pista de baile. Se oían voces destempladas procedentes de la cocina; mujeres pálidas y alteradas vagaban por los pasillos en busca de habitación; los ascensores no funcionaban; un viejo lloraba ante el recepcionista, que le negaba una cama.
– Compréndalo, caballero, no es que no quiera, es que es imposible, imposible. No damos abasto, caballero.
– Me basta un rinconcito en una habitación -suplicaba el pobre hombre-. Había quedado aquí con mi mujer. Nos perdimos durante el bombardeo de Étampes. Creerá que he muerto. Tengo setenta años, señor, y ella sesenta y ocho. Jamás nos hemos separado. -El anciano sacó la cartera con manos temblorosas-. Le daré mil francos -dijo, y en su honrada y modesta cara de francés medio se leía la vergüenza de tener que ofrecer por primera vez en su vida un soborno, y también el dolor de tener que separarse de su dinero. Pero el recepcionista rechazó el billete que le tendían.
– Ya le he dicho que es imposible, caballero. Inténtelo en la ciudad.
– ¿En la ciudad? ¿De dónde cree que vengo? Llevo llamando a todas las puertas desde las cinco de la mañana. ¡Me han echado como a un perro! Soy profesor de Física en el instituto de Saint-Omer. Tengo la condecoración al mérito académico.
Pero, comprendiendo que el recepcionista había dejado de escucharlo y le daba la espalda, recogió una pequeña sombrerera que había dejado en el suelo y que sin duda contenía todo su equipaje, y se marchó. Ahora el recepcionista tenía que lidiar con cuatro españolas de pelo negro y cara empolvada. Una de ellas lo agarraba del brazo.
– ¡Una vez en la vida, pase, pero dos es demasiado! -clamaba en mal francés y con voz fuerte y ronca-. ¡Haber vivido la guerra en España, huir a Francia y vuelta a lo mismo, es demasiado!
– Pero, señora, ¿qué quiere que haga?
– ¡Darme una habitación!
– Imposible, señora, imposible.
La española buscó una respuesta sarcástica, no la encontró, se sofocó y acabó soltándole:
– ¡Bah, es usted muy poco hombre!
– ¿Yo? -exclamó el recepcionista, y de golpe perdió toda su impasibilidad profesional y respondió al ultraje-. ¿Acaso la he insultado yo? Para empezar, es usted extranjera, ¿verdad? Pues cierre el pico si no quiere que llame a la policía -le espetó muy digno, y a continuación les abrió la puerta y las echó a la calle.
Las cuatro mujeres vociferaron insultos en español.
– ¡Qué días, caballero! ¡Y qué noches! -le dijo a Corte-. ¡El mundo se ha vuelto loco, caballero!
Gabriel cruzó una larga galería, fresca, silenciosa y oscura, y llegó al amplio y tranquilo bar. Toda la agitación se detenía en el umbral de aquella puerta. Los postigos de las grandes ventanas protegían el lugar del sol de un mediodía bochornoso, y en el aire flotaba un olor a cuero, cigarros caros y licores añejos. El barman, italiano y viejo conocido de Corte, lo recibió de un modo perfecto, manifestándole su alegría de volver a verlo y lamentando las desgracias de Francia, de una manera noble y llena de tacto, sin olvidar en ningún momento la reserva exigida por los acontecimientos ni la inferioridad de su condición respecto a Corte. El escritor se sintió enormemente reconfortado.
– Es un placer volver a verte, querido amigo -le dijo, agradecido.
– ¿El señor ha tenido problemas para abandonar París?
– ¡Ah! -se limitó a responder Corte alzando los ojos al techo.
Joseph, el barman, hizo un leve gesto púdico con la mano, como si rechazara las confidencias y renunciara a remover recuerdos tan recientes y dolorosos, y con el tono con que el médico dice al enfermo en plena crisis «Primero tómese esto y luego me explicará su caso», murmuró respetuosamente:
– Le preparo un martini, ¿verdad?
Con el vaso empañado de vaho por el hielo y colocado entre dos platitos, uno de aceitunas y el otro de patatas fritas, Corte dirigió una débil sonrisa de convaleciente al familiar decorado que lo rodeaba y a continuación miró a los hombres que acababan de entrar, a los que reconoció uno tras otro. Vaya, si estaban todos allí: el académico y antiguo ministro, el gran industrial, el editor, el director de periódico, el senador, el dramaturgo y el caballero que firmaba «General X» esos artículos tan documentados, tan serios, tan técnicos, en una importante revista parisina, para la que comentaba los acontecimientos militares y los hacía comprensibles para el ciudadano de a pie, salpicándolos de precisiones siempre optimistas y muy poco precisas (diciendo, por ejemplo: «El próximo teatro de las operaciones militares estará en el norte de Europa, en los Balcanes o en el Ruhr, o en esos tres sitios a la vez, o bien en algún punto del globo imposible de determinar»). Sí, allí estaban todos, sanos y salvos. Por unos breve instantes, Corte fue presa del estupor. No habría sabido decir por qué, pero durante veinticuatro horas había tenido la sensación de que el antiguo mundo se desmoronaba y él se había quedado solo entre los escombros. Fue un alivio indescriptible reencontrarse con aquellos rostros famosos de amigos, o enemigos poco importantes para él. ¡Estaban en el mismo barco, estaban juntos! Se demostraban unos a otros que nada había cambiado demasiado, que todo seguía siendo parecido, que no estaban asistiendo a un cataclismo extraordinario, al fin del mundo, como habían llegado a creer, sino a una concatenación de acontecimientos puramente humanos, limitados en el tiempo y el espacio, y que a la postre sólo afectaban gravemente a gente desconocida.