Y por unos instantes permaneció inmóvil, con la cabeza baja, como quien, tras dar el pésame a los deudos, no se atreve a marcharse de inmediato del cementerio. En los últimos tiempos había adoptado aquella actitud tan a menudo que su rostro, amable y redondo, había cambiado. Siempre había sido un hombre de paso ligero y voz suave, como convenía a su profesión. Exagerando sus tendencias naturales, ahora había aprendido a desplazarse silenciosamente, como en una cámara mortuoria, y, cuando preguntó a Corte si quería que les subieran el desayuno, utilizó un tono tan discreto y fúnebre como si, indicándole el cadáver de un pariente, le hubiera preguntado: «¿Puedo besarlo por última vez?»
– ¿El desayuno? -murmuró Corte, haciendo un esfuerzo por volver a la realidad y sus fútiles preocupaciones-. No he probado bocado en veinticuatro horas -dijo con una sonrisa triste. Tal cosa había sido cierta el día anterior, pero ya no, porque a las seis de esa misma mañana había tomado un abundante desayuno. No obstante, no mentía: había comido distraídamente, debido al agotamiento y la angustia por los infortunios de la Patria. A todos los efectos, era como si siguiera en ayunas.
– Pues debe hacer un esfuerzo, señor Corte. No me gusta verlo así. Tiene que sobreponerse. Se debe usted a la humanidad.
Corte hizo un leve gesto de desesperación para indicar que lo sabía, que no discutía los derechos de la humanidad sobre su persona, pero que de momento no podía exigírsele más coraje que al más humilde ciudadano.
– Lo que agoniza no es sólo Francia, mi querido amigo -dijo volviendo la cabeza para ocultar sus lágrimas-. Es el Espíritu.
– Nunca, mientras siga usted entre nosotros -respondió calurosamente el director, que en los últimos tiempos había pronunciado esa misma frase bastantes veces. Corte era, en lo tocante a celebridades, la decimocuarta llegada de París después de los trágicos acontecimientos, y el quinto escritor que buscaba refugio en el hotel.
Gabriel sonrió débilmente y pidió que el café estuviera muy caliente.
– Hirviendo -respondió el director, y se marchó tras dar las órdenes oportunas por teléfono.
Florence se había retirado a sus habitaciones y, tras la puerta cerrada a cal y canto, se miraba en el espejo, consternada. El sudor había cubierto su rostro, siempre tan suave, tan bien maquillado, tan descansado, con una película pringosa y reluciente que ya no absorbía los polvos ni la crema, sino que los rechazaba convertidos en grumos tan compactos como los de una mayonesa cortada. Las aletas de la nariz se veían surcadas de arrugas; los ojos, hundidos; los labios, secos y flácidos. Apartó la cara del espejo, horrorizada.
– Tengo cincuenta años -le dijo a su doncella.
Era la pura verdad, pero Florence pronunció la frase con tal tono de incredulidad y terror que Julie la interpretó como convenía, es decir, como una imagen, una metáfora para designar la vejez extrema.
– Después de lo que hemos pasado, es comprensible… La señora debería echar un sueñecito.
– Imposible… En cuanto cierro los ojos, vuelvo a oír las bombas, a ver esos puentes, esos muertos…
– La señora lo olvidará.
– ¡Ah, no, eso nunca! ¿Podrías olvidarlo tú?
– Mi caso es distinto.
– ¿Por qué?
– ¡La señora tiene tantas cosas en que pensar! -dijo Julie-. ¿Le saco el vestido verde, señora?
– ¿El vestido verde? ¿Con esta cara?
Florence se había dejado caer contra el respaldo del sillón y había cerrado los ojos; pero, de pronto, reunió todas sus energías dispersas, como el jefe de un ejército que, pese a su necesidad de descanso y en vista de la ineptitud de sus oficiales, retoma el mando y, arrastrando los cansados pies, dirige personalmente a sus tropas en el campo de batalla.
– Escucha, esto es lo que vas a hacer. Primero me preparas, al mismo tiempo que el baño, una mascarilla para la cara, la número tres, esa del instituto norteamericano; luego llamas a la peluquería y que te digan si Luigi sigue allí. Que venga con la manicura dentro de tres cuartos de hora. Y después me preparas el traje de chaqueta gris, con la blusa rosa de batista.
– ¿Esa que tiene el cuello así? -preguntó Julie trazando en el aire la forma de un amplio escote con el dedo índice.
Florence dudó.
– Sí… no… sí… ésa, y el sombrerito nuevo, el de los acianos. ¡Ay, Julie, pensaba que ya nunca podría ponérmelo, con lo bonito que es! En fin… Tienes razón, no hay que darle más vueltas a todo eso, o me volveré loca. Me pregunto si todavía tendrán polvo ocre, del último…
– Ya miraremos… La señora haría bien en pedir varias cajas. Venía de Inglaterra.
– ¡Sí, ya lo sé! ¿Lo ves, Julie? Realmente, no nos damos del todo cuenta de lo que pasa. Son acontecimientos de un alcance incalculable, créeme, incalculable… La vida de la gente cambiará durante generaciones. Este invierno pasaremos hambre. Me sacarás el bolso de ante gris con el cierre de oro, que es sencillito… Me pregunto qué aspecto tendrá París -dijo Florence entrando en el cuarto de baño, pero el ruido de los grifos, que Julie acababa de abrir, ahogó sus palabras.
Entretanto, la mente de Corte se ocupaba de ideas menos frívolas. También él estaba tumbado en la bañera. Los primeros instantes habían sido de tanta dicha, de una paz tan bucólica y profunda, que le habían recordado las alegrías de la infancia: la felicidad de comerse un merengue helado rebosante de crema, de mojarse los pies en el agua fresca de una fuente, de apretar contra el pecho un juguete nuevo… Ya no sentía deseos, remordimientos ni angustias. Su cabeza estaba vacía y ligera. Se sentía flotar en el líquido y tibio elemento, que lo acariciaba, le hacía cosquillas en la piel, le quitaba el polvo y el sudor, se le metía entre los dedos de los pies, se deslizaba bajo sus riñones, como una madre que levanta a su hijo dormido. El cuarto de baño olía a jabón de brea, a loción para el cabello, a agua de colonia, a agua de lavanda… Gabriel sonreía, estiraba los brazos, hacía crujir las articulaciones de sus largos y pálidos dedos, saboreando el divino y sencillo placer de estar a cubierto de las bombas y de tomar un baño fresco un día de calor sofocante. No habría sabido decir en qué momento la amargura penetró en él como un cuchillo en el corazón de una fruta. Tal vez fue cuando sus ojos se posaron en la maleta de los manuscritos, colocada encima de una silla, o cuando el jabón se le cayó al agua y para pescarlo tuvo que hacer un esfuerzo que empañó su euforia; pero, en determinado momento, sus cejas se fruncieron y su rostro, que parecía más sereno, más terso de lo habitual, rejuvenecido, volvió a adoptar una expresión sombría y preocupada.
¿Qué sería de él, de Gabriel Corte? ¿Adónde se dirigía el mundo? ¿Cuál sería el espíritu del mañana? ¿O es que la gente sólo pensaría en comer y ya no habría sitio para el arte, o acaso, como tras cada crisis, un nuevo ideal se ganaría el favor del público? ¿Un nuevo ideal? Cínico y hastiado, pensó: «¡Una nueva moda!» Pero él, Corte, era demasiado viejo para adaptarse a nuevos gustos. Ya había renovado su estilo en 1920. Hacerlo por tercera vez le resultaría imposible. Seguir aquel mundo que iba a nacer lo dejaría sin aliento. ¡Ah, quién podía prever la forma que tomaría al salir de la dura matriz de la guerra de 1940, como de un molde de bronce! Ese universo, cuyas primeras convulsiones ya se dejaban sentir, saldría gigante o contrahecho (o ambas cosas). Era terrible inclinarse hacia él, mirarlo… y no comprender nada. Porque no comprendía nada. Pensó en su novela, en aquel manuscrito salvado del fuego y las bombas y que ahora descansaba sobre una silla. De pronto sintió un inmenso desánimo. Las pasiones que pintaba, sus propios estados de ánimo, sus escrúpulos, aquella historia de una generación, la suya… era todo viejo, inútil, anticuado.
– ¡Anticuado! -exclamó con desesperación, y por segunda vez el jabón, que se escurría como un pez, desapareció en el agua. Gabriel soltó un juramento, se levantó e hizo sonar el timbre con furia-. Friccióname -ordenó a su criado en cuanto éste acudió.