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– ¡Mirad bien a vuestros hermanos mayores, hijos míos! -les dijo-. Pedid a Dios Todopoderoso que os conceda pareceros a ellos. Tratad de ser unos niños buenos, obedientes y estudiosos, como lo fueron ellos. Eran tan buenos hijos -añadió con la voz ahogada por el dolor- que no me extraña que Dios los haya premiado dándoles la palma del martirio. No hay que llorar. Están con Dios Nuestro Señor; nos ven, nos protegen y un día nos recibirán allá arriba, pero mientras tanto aquí abajo podemos estar orgullosos de ellos, como cristianos y como franceses.

Ahora todo el mundo lloraba; la señora Craquant incluso se había olvidado del chocolate y buscaba su pañuelo con mano temblorosa. La foto de Philippe se le parecía extraordinariamente. Aquélla era su mirada, profunda y pura. El joven sacerdote parecía contemplar a los suyos con aquella sonrisa dulce, indulgente y tierna, que esbozaba a veces…

– … Y en vuestras oraciones no olvidéis a esos desgraciados niños que desaparecieron con él -concluyó la señora Péricand.

– Quizá no hayan muerto todos…

– Es posible -dijo distraídamente la señora Péricand-, muy posible. Pobres pequeños… Por otra parte, esa obra es una pesada carga -añadió, y su mente volvió al testamento de su suegro.

La señora Craquant se enjugó las lágrimas.

– El pequeño Hubert… Era tan cariñoso, tan enredador… Recuerdo que, una vez que vinisteis, me quedé traspuesta en el salón después de desayunar, y llegó el perillán de vuestro hermano, despegó de la lámpara el papel para las moscas y lo dejó caer muy despacito sobre mi cabeza. Me desperté sobresaltada y pegué un grito. Ese día le diste un buen correctivo, Charlotte.

– No lo recuerdo -respondió la señora Péricand con sequedad-. Pero acábese el chocolate y démonos prisa, mamá. El coche está abajo. Van a dar las diez.

Bajaron a la calle con la abuela, pesada, jadeante y apoyándose en su bastón, en cabeza, seguida por la señora Péricand, envuelta en crespones, los dos niños mayores vestidos de negro, Emmanuel de blanco, y por último varios criados de riguroso luto. El cupé esperaba; de pronto, cuando el cochero estaba bajando de su asiento para abrir la portezuela, Emmanuel extendió un dedito y señaló a la gente.

– ¡Hubert! ¡Es Hubert!

El ama se volvió maquinalmente hacia el lugar que indicaba la criatura, palideció como el papel y ahogó un grito:

– ¡Jesús de mi corazón! ¡Virgen santísima!

Una especie de sordo aullido salió de la garganta de la madre, que se echó atrás el negro velo, dio dos pasos en dirección a Hubert y, de repente, resbaló en la acera y cayó en brazos del cochero, que se abalanzó hacia ella a tiempo de sujetarla.

Efectivamente, era Hubert, con un mechón de pelo sobre los ojos y la piel sonrosada y dorada como un melocotón, sin equipaje, sin bicicleta, sin heridas, que avanzaba sonriendo.

– ¡Hola, mamá! ¡Hola, abuela! ¿Todos bien?

– ¿Eres tú? Pero ¿eres tú? ¡Estás vivo! -exclamó la señora Craquant riendo y sollozando a la vez-. ¡Ay, mi pequeño Hubert, ya sabía yo que no podías estar muerto! ¡Eres demasiado granuja para eso, Dios mío!

La señora Péricand había vuelto en sí.

– ¿Hubert? Pero ¿cómo? -balbuceó con un hilo de voz.

Hubert se sintió contento y a la vez incómodo ante semejante recibimiento. Se acercó a su madre, le presentó las dos mejillas, que ella besó sin saber muy bien lo que hacía, y luego se quedó plantado, balanceándose ante ella, como cuando llevaba un cero en traducción latina del instituto.

– Hubert… -gimió ella y, colgándose de su cuello, lo cubrió de besos y lágrimas.

Alrededor se había formado una pequeña y conmovida multitud. Hubert, que no sabía qué cara poner, daba golpecitos en la espalda a su madre, como si se hubiera tragado una espina.

– ¿Es que no me esperabais? -Ella negó con la cabeza-. ¿Ibais a salir?

– ¡Demonio de crío! ¡Íbamos a la catedral, a celebrar una misa por el descanso de tu alma!

– ¡Venga ya! -soltó Hubert.

– Pero bueno, ¿dónde estabas? ¿Qué has hecho estos dos meses? Nos dijeron que habías caído en Moulins…

– Bueno, pues ya veis que no es verdad, puesto que estoy aquí.

– Pero ¿fuiste a luchar? ¡Hubert, no me mientas! ¿Qué necesidad tenías de meterte en ese berenjenal, idiota, más que idiota? ¿Y tu bicicleta? ¿Dónde está tu bicicleta?

– Perdida.

– ¡Naturalmente! ¡Este chico acabará conmigo! Bueno, a ver, cuenta, habla, ¿dónde te habías metido?

– Estaba intentando reunirme con vosotros.

– ¡Si no te hubieras ido! -replicó la señora Péricand con severidad-. ¡Bueno se pondrá tu padre cuando se entere! -dijo al fin con voz entrecortada.

Luego, de repente, se echó a llorar como una Magdalena y empezó a besarlo de nuevo. No obstante, el tiempo corría; la señora Péricand se secó los ojos, pero las lágrimas no querían parar.

– Anda, sube, ve a lavarte. ¿Tienes hambre?

– No; he desayunado muy bien, gracias.

– Cámbiate de pañuelo, de corbata, lávate las manos… ¡Adecéntate un poco, por amor de Dios! Y date prisa en reunirte con nosotros en la catedral.

– ¿Cómo? ¿Todavía vais a ir? Ya que estoy vivo, ¿no preferiríais celebrarlo con una comilona? ¿En un buen restaurante? ¿No?

– ¡Hubert!

– Pero ¿qué pasa? ¿Es porque he dicho «comilona»?

– No, pero… -«Es terrible decírselo así, en plena calle», pensó la señora Péricand, y, cogiéndolo de la mano, lo hizo subir al cupé-. Han ocurrido dos desgracias terribles, hijo mío. Primero, el abuelito… El pobre abuelito ha muerto. Y Philippe…

Hubert encajó el golpe de un modo extraño. Dos meses antes se habría echado a llorar, y sus mejillas se habrían llenado de gruesas, saladas y transparentes lágrimas. Ahora, su rostro, muy pálido, adquirió una expresión viril, casi dura, que su madre no le conocía.

– El abuelo me da igual -murmuró tras un largo silencio-. Pero Philippe…

– Hubert, ¿te has vuelto loco?

– Sí, me da igual, y a ti también. Era muy viejo y estaba enfermo. ¿Qué iba a hacer en medio de este follón?

– ¡Habrase visto! -protestó la señora Craquant, herida.

Pero Hubert siguió hablando sin hacerle caso:

– Pero Philippe… ¿Estáis seguros? ¿No pasará como conmigo?

– Por desgracia, estamos seguros…

– Philippe… -La voz de Hubert tembló y se quebró-. No era de este mundo. Los demás hablan constantemente del cielo, pero no piensan más que en la tierra… El venía de Dios y ahora debe de ser muy feliz. -Se tapó la cara con las manos y permaneció inmóvil.

En ese momento sonaron las campanas de la catedral. La señora Péricand posó la mano en el brazo de su hijo.

– ¿Vamos?

Hubert asintió. La familia montó en el cupé y en el coche que lo seguía. Llegaron a la catedral. Hubert iba entre su madre y su abuela, que siguieron flanqueándolo cuando se arrodilló en un reclinatorio. La gente lo había reconocido; Hubert oía cuchicheos y exclamaciones ahogadas. La señora Craquant no se había equivocado; estaba todo Nimes. Todo el mundo pudo ver al resucitado que venía a dar gracias a Dios por haberlo salvado, el mismo día en que se celebraba una misa por los difuntos de su familia. En general, la gente se alegró: que un buen chico como Hubert hubiera escapado de las balas alemanas halagaba su sentido de la justicia y su sed de milagros. Cada madre privada de noticias desde mayo (y eran muchas) sintió renacer la esperanza en su corazón. Y era imposible pensar con acritud, como habrían podido sentirse tentadas a hacer: «¡Hay quien tiene demasiada suerte!» Porque, desgraciadamente, el pobre Philippe (un sacerdote excelente, según decían) había hallado una muerte trágica.

Así que, pese a la solemnidad de la ocasión, eran muchas las mujeres que sonreían a Hubert. Él no las miraba; todavía no había salido del estupor en que lo habían sumido las palabras de su madre. La muerte de Philippe le desgarraba el corazón. Volvía a encontrarse en el mismo estado de ánimo que en el momento de la debacle, durante la desesperada y vana defensa de Moulins. «Si fuéramos todos iguales -se dijo contemplando a los presentes-, canallas y mujerzuelas todos mezclados, aún se podría entender; pero a santos como Philippe, ¿con qué fin los mandan aquí? Si es por nosotros, para redimirnos de nuestros pecados, es como arrojar margaritas a los cerdos.»

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