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Ese año, todo se había trastocado; los Péricand, refugiados en Nimes tras los acontecimientos de junio, acababan de recibir la noticia de la muerte del señor Péricand-Maltête y de Philippe. La primera les fue comunicada por las hermanas del asilo donde el anciano había tenido una muerte «muy dulce, muy consoladora y muy cristiana», según decía en su carta sor Marie del Santísimo Sacramento, cuya bondad para con los deudos la había llevado a ocuparse en sus menores detalles del testamento, que sería transcrito a la mayor brevedad.

La señora Péricand leyó y releyó la última frase y suspiró; una expresión inquieta asomó a su rostro, pero no tardó en dar paso a la compunción de la cristiana que acaba de saber que un ser querido ha dejado este mundo en paz con Dios.

– Ahora el abuelito está con el Niño Jesús, hijos míos -comunicó a sus retoños.

Dos horas más tarde, la segunda desgracia que había golpeado a la familia llegó a su conocimiento, pero esta vez sin detalles. El alcalde de un pueblecito del Loiret les informaba de que el padre Philippe Péricand había encontrado la muerte en un accidente y les enviaba los documentos que establecían su identidad de forma fidedigna. En cuanto a los treinta pupilos que estaban a su cargo, habían desaparecido. Como en esos momentos la mitad de Francia estaba buscando a la otra mitad, a nadie le extrañó. Se hablaba de un camión que había caído al río no lejos del lugar en que Philippe había encontrado la muerte, y sus familiares acabaron convenciéndose de que el sacerdote y los huérfanos viajaban en él.

Para terminar, les fue comunicado que Hubert había muerto en la batalla de Moulins. Esta vez la catástrofe superaba todo lo previsible. La inmensidad de su desgracia arrancó a la madre una exclamación de orgullo y desesperación:

– ¡Traje al mundo a un héroe y a un santo! -proclamó y, mirando sombríamente a su prima Craquant, cuyo único hijo había encontrado un tranquilo puesto en la defensa pasiva de Toulouse, murmuró-: Nuestros hijos pagan por los de otros… Querida Odette, mi corazón sangra… Sabes que no he vivido más que para mis hijos, que he sido madre y sólo madre. -La señora Craquant, que había sido un tanto ligera de cascos en su juventud, bajó la cabeza-. Pero te lo juro: el orgullo que siento hace que olvide mi pena.

Y erguida y digna, sintiendo ya el revoloteo de los crespones a su alrededor, acompañó hasta la puerta a su prima, que tras suspirar reconoció humildemente:

– ¡Ay, eres una auténtica romana!

– Una buena francesa, nada más -replicó la señora Péricand con sequedad, y le volvió la espalda.

Esas palabras consiguieron aliviar un poco su vivo y profundo dolor. Siempre había respetado a Philippe y comprendido, en cierta medida, que no pertenecía a este mundo; sabía que soñaba con las misiones y que, si había renunciado a ellas, había sido por un refinamiento de humildad que lo llevó a elegir, para servir a Dios, lo que le resultaba más duro: someterse a los deberes cotidianos. Tenía la certeza de que ahora su hijo estaba junto a Jesús. Cuando decía otro tanto de su suegro, lo hacía con una duda interior, que se reprochaba; en fin… Pero, en cuanto a Philippe: «¡Lo veo como si estuviera con él!», pensaba. Sí, podía sentirse orgullosa de Philippe, que derramaba sobre ella el resplandor de su alma. Pero lo más extraño era lo que experimentaba con relación a Hubert. Hubert, que cosechaba un cero tras otro en el instituto, que se mordía las uñas; Hubert, con sus dedos manchados de tinta, su cara redonda y mofletuda, su ancha y risueña boca… Hubert, muerto como un héroe… Inconcebible. Cuando contaba a sus conmovidos amigos la fuga de Hubert («Intenté retenerlo, pero ya veía que era imposible. Era un niño, pero un niño valiente, y cayó por el honor de Francia. Como dice Rostand: "Es mucho más hermoso cuando es inútil"»), la señora Péricand embellecía el pasado. Y de verdad creía haber dicho todas aquellas palabras orgullosas, haber enviado a su hijo a la guerra.

Nimes, que hasta entonces la había mirado no sin cierta acritud, sentía por aquella pobre madre una piedad rayana en la ternura.

– Hoy estará toda la ciudad -suspiró la anciana señora Craquant con melancólica satisfacción.

Era el 31 de julio. A las diez debía celebrarse la mencionada misa de difuntos, a los que tan trágicamente se habían sumado aquellos tres nombres.

– ¡Oh, mamá! ¿Y qué importa eso? -respondió su hija, sin que pudiera saberse si sus palabras aludían a la futilidad de semejante consuelo o a la pobre opinión que le merecían sus paisanos.

La ciudad brillaba bajo un sol ardiente. En los barrios populares, un viento seco y socarrón agitaba las cortinillas de cuentas en las puertas de las casas. Las moscas importunaban, barruntaban la tormenta. Nimes, habitualmente aletargada en esa época del año, estaba abarrotada. Los refugiados que la habían invadido seguían allí, retenidos por la falta de gasolina y por el cierre provisional de la frontera del Loira. Las calles y plazas se habían transformado en aparcamientos. No había ni una habitación libre. Bastante gente seguía durmiendo en la calle, y una bala de paja, a modo de improvisada cama, se consideraba un lujo. Nimes se enorgullecía de haber cumplido, y con creces, su deber hacia los refugiados. Los había recibido con los brazos abiertos y estrechado contra su corazón. No había familia que no hubiese ofrecido su hospitalidad a los infortunados. Lo único lamentable era que aquel estado de cosas se prolongaba más de lo razonable. El avituallamiento era un problema, pero tampoco había que olvidar, decía Nimes, que todos aquellos pobres refugiados, extenuados por el viaje, serían víctimas de terribles epidemias. Así que, con medias palabras, a través de la prensa, y de manera menos velada, más brutal que por boca de los habitantes, día tras día se los instaba a marcharse cuanto antes, cosa que hasta ese momento no habían permitido las circunstancias.

La señora Craquant, que tenía a toda su familia en casa y por tanto podía negar, con la cabeza bien alta, incluso un simple par de sábanas, disfrutaba con toda aquella animación, que llegaba a sus oídos a través de las persianas bajadas. En ese momento estaba tomando el desayuno con sus nietos, antes de ponerse en camino hacia la catedral. La señora Péricand los contemplaba alimentarse sin tocar lo que le habían servido, que, pese a las restricciones, era apetitoso gracias a las provisiones acumuladas en las enormes alacenas desde el inicio de la guerra.

Su madre, con una servilleta blanca como la nieve desplegada sobre el opulento pecho, estaba acabándose la tercera tostada, pero sospechaba que la digeriría mal; los fijos y fríos ojos de su hija la incomodaban. De vez en cuando dejaba de comer y miraba a la señora Péricand con humildad.

– No sé para qué como, Charlotte -le dijo-. No me entra.

– Haga un esfuerzo, madre -respondía la señora Péricand en un tono gélidamente irónico, empujando la chocolatera hacia la taza de la anciana.

– Bueno, Charlotte, pues ponme media tacita más. Pero sólo media tacita, ¿eh?

– ¿Se da cuenta de que es la tercera?

Pero la señora Craquant parecía repentinamente aquejada de sordera.

– Sí, sí -decía distraídamente asintiendo con la cabeza-. Tienes razón, Charlotte, hay que reponer fuerzas antes de tan triste ceremonia.

Y se echaba al coleto el espeso chocolate en un santiamén.

En ese momento llamaron a la puerta, y un criado llevó un paquete para la señora Péricand. Contenía los retratos de Philippe y Hubert. Había mandado encuadrar dos fotos de sus hijos. Se quedó mirándolas largo rato y luego se levantó, las colocó en la consola y retrocedió unos pasos para apreciar el efecto. A continuación, fue a su habitación y volvió con dos lacitos de crespón y dos cintas tricolores, con las que adornó los marcos. De pronto oyó sollozar al ama, que estaba de pie en el umbral con Emmanuel en los brazos. Jacqueline y Bernard la imitaron. La señora Péricand los cogió de la mano y, con suavidad, los hizo levantarse y los llevó ante la consola.

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