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Al regresar a su casa en bicicleta, de madrugada, pasó delante de la puerta norte del Zhongnanhai, subió sobre el puente de piedra blanca, contuvo la respiración y echó un vistazo al interior: en el Zhongnanhai sólo se perfilaba la sombra de los árboles bajo la luz de las farolas. Bajó del puente, soltó los frenos y lanzó un suspiro hondo, finalmente el día había transcurrido sin incidentes. Pero ¿y el día siguiente?

Fue temprano al trabajo. En la entrada del edificio había un cadáver cubierto con una vieja estera que alguien había traído del cuarto del vigilante. Los bajos de la pared y el suelo de hormigón estaban manchados de marcas blancas de restos de cerebro y de sangre con tonos violeta.

– ¿Quién es?

– Seguramente alguien de la oficina de redacción.

Tenía la cara cubierta con la estera, pero ¿todavía tenía cara?

– ¿De qué piso?

– ¿Quién sabe de qué ventana?

En aquel edificio trabajaban más de mil personas, había cientos de ventanas, el hombre podía haberse tirado de cualquiera de ellas.

– ¿Cuándo ocurrió?

– Probablemente al amanecer…

No se atrevieron a decir que ocurrió después de la asamblea de denuncias de clases que acabó de madrugada.

– ¿Nadie ha oído nada?

– ¡Deja de decir tonterías!

Las personas se quedaban paradas un momento y luego entraban en el edificio para no llegar tarde al trabajo. Llegaban uno a uno a su despacho, se instalaban frente al retrato del Gran Dirigente del Partido o miraban la nuca de los que tenían delante de ellos. A las ocho, por el megáfono que había en todos los despachos, de una punta a otra del edificio, sonaba la canción «La navegación en alta mar depende del timonel». Aquella colmena gigantesca estaba todavía más ordenada que antes.

Sobre su mesa había una carta dirigida a su nombre; nada más verla se estremeció. No había recibido ninguna carta desde hacía mucho tiempo, y nunca en su institución. Sin ni siquiera mirarla, se la metió en el bolsillo. Durante toda la mañana se preguntó quién le habría escrito, quién le escribía allí porque no conocía su dirección. No reconocía la letra, ¿sería una carta de advertencia? Si hubieran querido denunciarlo, no le habrían escrito una carta, ¿se trataría de una carta anónima para avisarle de algún peligro? Sin embargo, el sello del sobre era de ocho fens, mientras que un sello para la ciudad costaba sólo cuatro fens: estaba claro que la carta venía de la provincia. Aunque el remitente podía haber puesto un sello de ese valor para no dar pistas; en ese caso, sería de alguien con buenas intenciones, quizá fuera de un colega de trabajo que no tenía cómo entrar en contacto con él y que utilizó ese medio. Pensó en Lao Tan, que estaba aislado y bajo vigilancia desde hacía tiempo, aunque dudaba que Tan pudiera escribir todavía cartas. Quizá fuera una trampa que le tendía la facción contraria, lo que significaría que lo estaban espiando, y se sintió vigilado. Durante la sesión del grupo de depuración de las filas de clase, el delegado del ejército había hablado de una tercera lista y no citó ningún nombre; quizás había llegado su turno. Empezó a sentirse ofuscado; pensó que las personas que pasaban por el pasillo quizás estuvieran vigilando las actividades anormales de los enemigos ocultos, después de la gran asamblea de denuncias. Estaba teniendo lugar la movilización que pidió el delegado del ejército durante la asamblea general que mantuvieron la noche anterior: «¡Denuncia a gran escala, denuncia total, eliminación de todos los elementos contrarrevolucionarios que todavía actúen en el movimiento!».

Pensó de repente que tenía una ventana justo detrás de él, y comprendió cómo de pronto alguien podía tirarse al vacío en un arrebato. Estaba empapado de sudor frío. Intentó calmarse, quitándole importancia; todos los de su despacho que no saltaban por la ventana simulaban no dar importancia a nada, él también podía hacer como ellos. Si no actuaba de ese modo, corría el riesgo de perder el control de sí mismo y de tirarse realmente al vacío.

Cuando llega la hora de comer, por muy revolucionario que se sea, hay que comer, pensó. Luego se dijo que eso era un pensamiento reaccionario, debía reprimirse ese tipo de pensamientos. Aunque fuera por una simple frase, la indignación que sentía dentro podía salir en cualquier momento y provocar una catástrofe; «Por la boca muere el pez», esa máxima era la cristalización de una experiencia acumulada desde la Anti güedad. ¿Qué otra verdad buscas todavía? Esa verdad no puede ser más verdadera, ¡no pienses en nada más! No reflexiones, sólo eres una cosa en sí, tus sufrimientos vienen justamente porque siempre quieres convertirte en un ser, una cosa para sí, lo que te provoca muchos problemas.

Bueno, volvamos a él, a esa cosa en sí. Cuando todo el mundo salió del despacho, fue al lavabo. Ir a orinar antes de comer es bastante normal. Corrió el cerrojo de la puerta del lavabo y sacó la carta, nunca habría imaginado que fuera de Xu Qian. La primera frase le saltó a la vista: «Nosotros, esta generación sacrificada, no merecemos otro destino…». La rompió de inmediato. Luego cambió de idea y volvió a colocar los pedazos en el sobre, tiró de la cadena, examinó minuciosamente el inodoro del baño y salió tras comprobar que no se le había caído ningún trozo de papel. Se lavó las manos, se echó algo de agua a la cara, intentó calmarse y bajó a la cantina.

Por la noche, una vez estuvo en su casa, corrió el pestillo y, tras reconstruir bajo la lámpara los trozos de la carta, se forzó a continuar leyendo. Una voz quejumbrosa explicaba su desesperación, pero no mencionaba, ni entre líneas, la noche que pasaron en el pequeño albergue, ni lo que ocurrió después de que se quedara en el muelle. Ella escribía que ésa era la única carta que le enviaría, que no la volvería a ver nunca más, era la carta de una moribunda. Empezaba así: «Nosotros, esta generación sacrificada»; luego explicaba que había sido destinada como maestra a un valle que estaba situado entre las altas montañas del norte de Shanxi, pero que todavía no había ido allí, porque intentaba retrasar la salida en un centro de acogida de la cabeza de distrito. Antes de ella, una estudiante china de ultramar también fue enviada a una escuela primaria idéntica, en la que no había más profesores; se llevó seis cajas de equipaje, que habían preparado sus padres en Singapur como dote, cargadas a lomos de un burro, pero, al cabo de una semana, apareció muerta en un barranco, sin que nadie pudiera especificar la causa de su muerte. Si iba allí, no la volverían a ver nunca más. Qian pedía socorro, él era su última esperanza; sus padres y su tía no podían hacer nada por ella.

A medianoche fue en bicicleta hasta la oficina de correos de Xidan, había un número de teléfono en el papel de carta del centro de acogida de la cabeza de distrito. Pidió hacer una llamada urgente. Una voz desganada, manifiestamente molesta, le preguntó con quién quería hablar. El explicó que llamaba de Beijing, que quería hablar con una estudiante llamada Xu Qian, que estaba esperando que la destinaran. Durante un largo momento oyó sólo un zumbido por el teléfono. Luego, otra voz, también poco dispuesta, le preguntó: «¿Quién es usted?». El repitió con quién quería hablar, y su interlocutora le dijo: «Soy yo». No reconocía la voz de Qian, la noche que pasaron juntos no hablaron en voz alta. Esa voz desconocida le hizo sentirse confuso, en el teléfono todavía se oía el mismo zumbido, luego acabó por farfullar: «Ahora que sé que todavía estás ahí, me siento más tranquilo». «Me has asustado. Llamar a estas horas asusta a cualquiera», respondió Qian. Quiso decirle que la amaba, que tenía que vivir, pero no conseguía decir todas las frases que había preparado por el camino. La recepcionista de aquella llamada urgente desde la capital seguramente estaría escuchando la conversación en su pequeña cabeza de distrito perdida en las montañas; tenía que evitar que sospecharan de Qian, que intuyeran sus temores. El zumbido del teléfono continuaba en el silencio, dijo que había recibido su carta. El zumbido continuó, no supo qué más decir. «Si quieres volver a llamarme, hazlo de día.» Ella pronunció esas palabras con una voz gélida. «Bueno, perdona, buenas noches», dijo. Y oyó como colgaban el teléfono del otro lado.

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