Cuando esa chica vino a su casa por primera vez, vestía un uniforme del ejército demasiado ancho para ella y que estaba decorado con insignias rojas. Con la cara igualmente roja, le dijo que se había emocionado al leer sus novelas. Él no se acababa de fiar de las chicas que llevaban uniforme militar, pero le sorprendió su cara de bebé y le preguntó la edad. Ella le contestó diciendo que había estudiado en una escuela de medicina militar y que actualmente estaba haciendo prácticas en un hospital del ejército. Acababa de cumplir diecisiete años. Él pensó que era la edad en la que las chicas se enamoran fácilmente.
Cuando la besó por primera vez, después de cerrar la puerta de su habitación, todavía no había conseguido la sentencia de divorcio. Mientras la acariciaba conteniendo la respiración, escuchaba las voces de los vecinos, que sacaban agua del patio, lavaban la ropa o la verdura y tiraban por el desagüe el agua que habían usado. También escuchaba sus pasos.
Cada vez tenía más claro que si necesitaba un apartamento, no era para estar con una mujer. Necesitaba un techo que lo protegiera del viento y de la lluvia, y cuatro paredes para aislarse del ruido. Pero no tenía la menor intención de volver a casarse. Estaba harto de aquel matrimonio que había durado más de diez años, mantenido sólo por la fuerza de la ley, y necesitaba sentirse libre. Desconfiaba de las mujeres, sobre todo de esas chicas jóvenes y bellas que parecían llenas de porvenir y de las que era capaz de enamorarse perdidamente. Lo traicionaron y denunciaron varias veces. Cuando todavía estaba en la universidad, se enamoró de una estudiante de su clase. Tenía la cara y la voz más dulces que había visto. Esa adorable joven, que quería progresar, hizo un informe ideológico al secretario de la célula del Partido en el que mencionaba los comentarios sarcásticos que él había hecho sobre la novela revolucionaria El canto de la juventud, que la Liga de la Juventud Comunista consideraba de lectura obligatoria. La estudiante no tenía ninguna intención de perjudicarlo, incluso se sentía atraída por él, pero cuanto más enamorada estaba una chica, más se abría al Partido, como un creyente necesita confesar sus secretos al cura. A partir de ese momento, la célula de la Liga llegó a la conclusión de que él tenía pensamientos negativos. Todavía no era demasiado grave, la universidad incluso le acabó dando el diploma, aunque no lo admitieron en la Liga. Las acusaciones de su esposa eran mucho más peligrosas; cualquier tipo de prueba, aunque hubiera sido un simple pedazo de papel escrito furtivamente, habría bastado para condenarlo por contrarrevolucionario. ¡Ah! ¡Qué bella época aquellos años de revolución, en los que hasta las chicas se volvían locas, tan locas que eran capaces de sembrar el pánico a su alrededor!
No podía confiar en aquella muchacha que se presentaba vestida de uniforme. Venía a pedirle consejos de literatura. El le contestó que no podía enseñarle y que le sugería que siguiera los cursos nocturnos de la universidad. Había todo tipo de cursos de literatura. Se podía inscribir pagando una pequeña suma, y al cabo de dos años le daban incluso un diploma. Ella le preguntó qué libros tenía que leer. El le respondió que lo mejor era que no leyera manuales, la mayor parte de las bibliotecas habían abierto de nuevo sus puertas y podía tener acceso a todos los libros que habían estado prohibidos. La joven dijo, además, que tenía ganas de aprender a escribir; pero él le desaconsejó que lo hiciera, para que eso no fuera un obstáculo en su carrera; pues él mismo no había parado de tener problemas por su afición a la escritura. Una muchacha sencilla y pura como ella, que llevaba un uniforme militar y había aprendido medicina, tenía un futuro muy claro. Pero ella respondió que no era tan sencilla ni pura como él pensaba. Quería aprender más cosas, comprender la vida, lo que no era ninguna contradicción con el hecho de llevar un uniforme y estudiar medicina.
No negaba que se sentía atraído por ella, pero hubiera preferido hacer el amor con total tranquilidad con las chicas indecentes, salidas del fango de las capas inferiores de la sociedad, a gastar saliva para enseñarle a ella lo que era la vida. Y, de todos modos, ¿qué era la vida? Sólo Dios lo sabía.
Era incapaz de explicar a la joven que había venido a pedirle consejo lo que era la vida, y todavía menos lo que se llamaba literatura, como tampoco conseguía explicar al secretario del Partido de la Asociación de Escritores, de la que dependía, lo que él entendía por literatura. No tenía ninguna necesidad de que lo guiaran o lo autorizaran. Por eso, siempre que salía de un problema, se acababa metiendo en otro.
Frente al uniforme que llevaba la muchacha, a pesar de ser adorable y fresca, no abrigaba ningún deseo con respecto a ella ni se sentía conmovido. Jamás habría imaginado que la tocaría y que acabaría incluso acostándose con ella. Cuando le trajo los libros que tomó de la estantería, le dijo que los había leído todos; todavía tenía la cara roja, venía de la calle, aún no había recuperado el aliento. Le preparó una taza de té, como habría hecho si hubiera recibido al redactor de una revista. Le dijo que se sentara en una silla que estaba al lado de su escritorio, detrás de la puerta, y él se sentó en la otra silla, delante del escritorio. En la habitación también había un sofá bastante rudimentario. Acababa de empezar el invierno y la estufa de carbón estaba encendida. Si le hubiera dicho que se sentara en el sofá, el tubo de la estufa le habría tapado su cara y les habría incomodado para charlar. Por eso estaban los dos sentados cerca del escritorio. Las manos de la joven acariciaban sobre la mesa las novelas que había traído, censuradas en otro tiempo por reaccionarias y eróticas. Eso quería decir que ella había saboreado esos frutos prohibidos, o, al menos, su turbación venía de que conocía su naturaleza.
Lo primero que le llamó la atención de su cuerpo fueron sus manos, tan delicadas y tiernas, y que, muy cerca de él, continuaban acariciando los libros. La chica se dio cuenta de que las estaba examinando y las escondió bajo la mesa. Su cara se puso todavía más roja. Él empezó a preguntarle qué pensaba de los héroes de esos libros y, sobre todo, por supuesto, de las heroínas. El comportamiento de aquellas mujeres no correspondía en absoluto a la moral de entonces y todavía menos a las enseñanzas del Partido. Él le dijo que probablemente eso era lo que se llamaba vida, y que en la vida no había medida. Si un día ella lo denunciaba o si la organización del Partido a la que servía con su uniforme le pedía explicaciones sobre la relación que mantenía con él, no habría nada grave en sus palabras. Las experiencias vividas le habían enseñado a ir con cuidado en ese sentido. Y además, después de todo, ¡eso también era la vida!
La joven añadió de inmediato que el presidente Mao también había tenido muchas mujeres. Sólo entonces, él se atrevió a besarla. Con los ojos cerrados, ella le dejó acariciar su cuerpo, tan sensible que parecía electrificado, bajo su uniforme militar demasiado ancho. Ella le preguntó si podía prestarle otros libros del mismo estilo. Dijo que quería aprenderlo todo, que eso no tenía nada de peligroso. Entonces él le explicó que cuando los libros se convertían en frutas prohibidas, lo único peligroso era la sociedad, y que por eso tantas personas habían perdido la vida durante la supuesta Revolución Cultural, que ahora se consideraba acabada. Ella dijo que eso ya lo sabía, que había visto golpear a hombres hasta matarlos, la sangre negra cubierta de moscas que salía de la nariz de los cadáveres de los llamados contrarrevolucionarios, que nadie se atrevía a reclamar. Entonces ella era una niña, pero ahora ya no se la podía considerar como tal, ya era una adulta.
El le preguntó qué significaba ser adulto. Ella le dijo que no olvidara que era estudiante de medicina y sonrió. Luego él la tomó de la mano y la besó en los labios, que se abrieron poco a poco. Después de aquel día, ella volvió a menudo a devolver y pedir prestados nuevos libros, siempre los domingos, y se quedaba cada vez más tiempo, a veces desde el mediodía hasta la noche, pero debía tomar el autobús de las ocho para tener tiempo de llegar al cuartel, que se encontraba en un barrio lejano a las afueras de la ciudad. Cuando oscurecía y los ruidos del agua y del lavado de las verduras descendían en el patio y los vecinos cerraban sus puertas, él también cerraba la suya y la abrazaba efusivamente. Ella nunca se quitaba el uniforme y mantenía la vista fija en el despertador. Cuando llegaba la hora del último autobús, se abotonaba con rapidez la chaqueta y se iba.