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– Papá, eres demasiado ingenuo…

Iba a continuar explicándole el porqué cuando su padre lo interrumpió.

– ¡No necesito que vengas a decirme lo que tengo que hacer! No porque hayas estudiado… ¡Tu madre te ha mimado demasiado!

Cuando su padre se serenó, le preguntó directamente:

– Papá, ¿has ocultado alguna arma?

Como si hubiera recibido un golpe, su padre se quedó sin palabras, luego bajó lentamente la cabeza, movió su vaso sin mirarlo, ensimismado, y permaneció en silencio.

– Alguien me ha dicho que ese problema está en mi ficha -explicó-. He venido para saber qué pasa. Papá, ¿es cierto?

– Tu madre fue demasiado honesta… -farfulló.

Eso significaba que algo había ocurrido; un frío glacial se le metió en el pecho.

– En aquella época, durante los dos años que siguieron a la Liberación, circularon unos formularios que todo el mundo tenía que rellenar para conseguir los documentos de identidad. Había un apartado destinado a las armas que cada uno guardaba en casa. Fue un error de tu madre, quiso que dijera la verdad, un amigo me había encargado vender una pistola…

– ¿En qué año? -preguntó mirando fijamente a su padre, que se había convertido en el sujeto de su investigación.

– Hace tiempo, en la época de la guerra de Resistencia. Era en tiempos de la República, tú no habías nacido todavía…

Es de este modo que los hombres confiesan -pensó-, no pueden dejar de confesar. Era una realidad irrefutable. Tenía que calmarse, recuperar la serenidad; no podía seguir interrogando de ese modo a su padre. Se dirigió a él en un tono más suave:

– Papá, yo no te acuso de nada, pero ¿qué ha sido de esa pistola?

– Se la di a un colega del banco. Tu madre decía: «¿Qué quieres hacer con eso?». En aquella época había mucha confusión, pero tu madre decía que si alguna vez yo tenía que disparar, sería incapaz de dar en el blanco y que podía herir a alguien accidentalmente. Entonces la vendí a un compañero de trabajo.

Su padre se echó a reír.

Le dijo seriamente que no era un asunto para reírse.

– En el archivo se habla de tenencia de armas.

Eran las palabras que la propia Lin empleó, no era posible que hubiera un malentendido.

Su padre se quedó aturullado durante un instante, luego casi gritó:

– jEs imposible! ¡De eso hace más de treinta años!

Padre e hijo se miraron; él creía más a su padre que lo que ponía en el archivo, pero tuvo que decir:

– Papá, era imposible que no investigaran.

– Quieres decir que… -Su padre se sintió abatido.

Lo que quería decir era que nadie se atrevería hoy en día a reconocer que le compró esa pistola. Estaba desesperado.

Su padre se tapó la cara con las manos y, al comprender por fin lo que eso significaba, se echó a llorar. En la mesa, los platos de comida, que todavía estaban casi intactos, se enfriaban.

Le dijo que él no venía a echarle nada en cara, que, ocurriera lo que ocurriera, era su hijo, que siempre lo reconocería como padre. Durante los años catastróficos que siguieron al Gran Salto adelante, su madre, con su inmensa ingenuidad, respondió al llamamiento del Partido que incitaba a entrar a las granjas para reformarse por el trabajo manual, y se ahogó en un río, molida de cansancio. El padre y el hijo permanecieron unidos de por vida. Sabía que su padre lo adoraba. Un día en el que volvió de la universidad enfermo, su padre gastó dos meses de cupones de racionamiento de carne para comprar manteca de cerdo para que se la llevara. Dijo que en el norte, con tanto frío y el hielo, era imposible alimentarse correctamente, mientras que aquí se podía aún comprar a alto precio las zanahorias en los pueblos. Vertió la manteca hirviendo en un recipiente de plástico que inmediatamente se fundió por el calor, y el líquido acabó por el suelo. Los dos recogieron de rodillas, en silencio, con una cucharilla, la capa de manteca que se fijó en el piso. Esa escena no la olvidaría nunca. Al final dijo:

– Papá, he venido para aclarar esa historia de la pistola, por ti y también por mí.

Entonces su padre le dio la explicación:

– El que me compró la pistola era un antiguo colega del banco, de hace más de treinta años. Después de la Liberación, me escribió sólo una vez, pero desde entonces no he vuelto a tener noticias suyas. Si todavía vive, seguramente debe de trabajar en un banco. Tú lo llamabas «tío Fang», ¿te acuerdas? Te quería mucho, no te traicionaría. No tenía hijos y decía que quería que tú fueras su hijo adoptivo, pero tu madre no quiso.

En su casa debe de quedar una vieja fotografía en la que aparece, si se ha librado del fuego. Se acuerda muy bien de que el tío Fang era calvo, tenía la cara redonda y era un hombre entrado en carnes, como un Buda vestido al estilo occidental, con una corbata anudada alrededor del cuello. El pequeño niño a horcajadas sobre las rodillas de aquel Buda que vivía vestido como los occidentales, llevaba ropa de punto y sujetaba una pluma Parker de oro. Él se negó a devolvérsela y se la acabó dando. Fue un tesoro real que tuvo en su infancia.

Sólo se quedó un día en casa de su padre, después continuó su viaje hacia el sur y pasó todavía un día y una noche en el tren. Se informó en el banco popular local, donde lo recibió un joven que formaba parte de una organización de masas rebelde. Luego interrogó a un funcionario responsable del personal y supo que un tal Fang había sido trasladado veinte años antes a una caja de ahorros de un barrio, probablemente porque no confiaban en él, ya que formaba parte del antiguo personal.

Alquiló una bicicleta y encontró la caja de ahorros. Le dijeron que el hombre se había jubilado y le dieron su dirección. En un edificio de dos plantas, muy rudimentario, al final del patio, preguntó a una señora mayor que estaba lavando verduras en una fuente pública y llevaba un delantal anudado a la cintura.

La señora se quedó sin saber qué responder durante un instante, luego le preguntó:

– ¿Para qué quiere verlo?

– Pasaba por aquí cumpliendo una misión, quería visitarlo.

La señora dudó todavía durante un momento; se secó las manos con el delantal antes de decir que no estaba allí. Pensó que debía de ser su esposa y le explicó con tono alegre que era el hijo de su viejo amigo Fulano, que había venido a ver a su tío. La señora soltó varios «Ah» de estupor, acabó conduciéndolo a una habitación y le hizo entrar. Luego, con mucha amabilidad, le preparó té, le rogó que tomara asiento, le dijo que su marido estaba en el huerto y que iba a buscarlo.

El viejo llegó y colocó tras la puerta el pico que tenía en la mano. De cada lado de su rala cabeza quedaban algunos cabellos blancos. Él exclamó «¡Tío Fang!», repitió que era el hijo de su amigo Fulano y le transmitió los saludos que su padre le mandaba.

El hombre sacudía la cabeza y se le crispaban los párpados. Lo miró durante un rato antes de decir con voz lenta:

– Ah, sí, sí que me acuerdo, me acuerdo… Un antiguo colega, un viejo amigo… ¿Cómo está tu padre?

– Sin novedad.

– Entonces está bien, actualmente si no hay ninguna novedad es que todo va bien.

Charlaron un poco, después le dijo que tenía un pequeño problema que podía causarle muchos quebraderos de cabeza, que era respecto al hecho de que su padre había vendido una pistola.

Con la cabeza gacha, el anciano parecía buscar algo, luego levantó la taza de té temblando. Le dijo que no tendría que testimoniar, sólo quería que le explicara qué ocurrió. Al final, le preguntó:

– ¿Mi padre le hizo de intermediario para vender una pistola?

Insistió en la palabra «vender», sin decir que era el anciano quien la había comprado. Éste dejó la taza, su mano ya no temblaba, y entonces dijo:

– Sí, es cierto, así fue. Ocurrió hace muchos años, cuando huíamos durante la guerra de Resistencia. En aquella época los soldados huían a la desbandada, había que defenderse de los bandidos. Como habíamos trabajado durante mucho tiempo en el banco, teníamos algún dinero ahorrado, y ya que los billetes perdían su valor, los cambiamos por objetos de oro y plata que llevábamos a todas partes con nosotros; la pistola era para defendernos si nos asaltaban.

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