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– ¿Ya han estado aquí las guardias rojas? -preguntó él.

– Hablo de la época en que trabajaba en la clandestinidad para el Partido, hace más de cuarenta años -precisó Wu, entornando los párpados, como si sonriera.

– Supongo que usted mismo ya ha participado en muchos registros de casas y, sin duda, con menos miramientos de los que nosotros estamos teniendo en este momento -dijo él en tono irónico.

– Quienes hacen esos registros son los guardias rojos de la institución, en el comité del Partido nunca tomamos estas decisiones -repuso Wu con rotundidad.

– Pero esa lista de nombres ha salido del departamento político, ¿no es cierto? Si no, ¿cómo habrían sabido a casa de quién tenían que ir y por qué no fueron a su casa también? -preguntó, mirándolo fijamente a los ojos.

Wu permaneció en silencio. Era un hombre versado en el trato con la gente, pero esta vez no supo qué decir y los condujo en silencio a la entrada del patio. Él estaba seguro de que el anciano lo detestaba y que si un día recuperaba sus funciones, no dudaría en hacerle pagar con su vida lo que se había atrevido a hacer. Tenía que encontrar algún documento que permitiera colocar a Wu en la categoría de los enemigos. Una vez regresó a la institución, se pasó la noche examinando las cartas y encontró una que estaba dirigida al primo Wu. En ella había escrito: «El gobierno del pueblo está siendo muy indulgente y me trata con demasiada benevolencia, pero hoy estoy pasando por un momento difícil, estoy enfermo, tengo que alimentar a mis padres y a mis hijos, sólo me queda esperar que mi querido primo interceda por mí ante el gobierno local». Estaba claro que ese pariente debía de haber tenido problemas políticos o históricos y recurría a Wu para que lo ayudara. Sin embargo, guardó la carta en un paquete de documentos oficiales sobre los que escribió «examinado» y no continuó con la investigación. Había algo en su interior que le impedía seguir con aquello.

Durante todos esos días y esas noches, apenas volvió a casa. Se quedaba a dormir en el despacho, que servía de cuartel general de la organización rebelde. Celebraban asambleas y reuniones a todas horas. En el seno de los rebeldes se sucedían las alianzas y rupturas con las diferentes organizaciones, así como las disputas. Todos estaban en ascuas, corrían de un lado para otro y se decían partidarios de la rebelión. Los antiguos guardias rojos también se declararon en rebeldía contra el comité del Partido y se reorganizaron en una «columna roja rebelde revolucionaria». Hasta los funcionarios encargados del trabajo político fundaron «brigadas de combate». Los cambios de chaqueta, las traiciones, los oportunismos, la revolución y la rebelión, todo se mezclaba, cada uno buscaba su camino en medio del caos. El orden y las redes de poder de antes estaban patas arriba, se creaban nuevas alianzas, algunos hacían las paces, otros tramaban numerosos complots, todo ocurría al mismo tiempo en aquel gran edificio que zumbaba como un avispero.

Durante las sesiones de lucha que convocaban una u otra facción, Wu Tao era siempre el blanco ideal. Danian y sus compañeros se distinguían por la crudeza de sus acciones contra él. Le colgaban una pancarta alrededor del cuello y le hacían agachar la cabeza, lo obligaban a mantener los brazos extendidos hacia atrás, le apretaban las rodillas y lo tiraban al suelo. De la misma manera que ellos habían maltratado a los monstruos malhechores unos meses antes, colocaban en Wu todo el peso del prestigio que los rebeldes les habían quitado. El viejo secretario abandonado por el Partido no sólo se había convertido en un perro inútil, sino que todo el mundo tenía miedo de acercarse a él.

Un día que había nevado, vio que, en el patio de detrás del gran edificio, Wu Tao estaba quitando la nieve con una pala. Al oír que alguien llegaba, el anciano aumentó el ritmo del trabajo.

– ¿Qué tal está? -le preguntó.

El viejo Wu se apoyó en la pala, casi sin aliento.

– Bien, bien. En otros lugares golpean a la gente, al menos vosotros no.

Pensó que Wu ponía intencionadamente cara de víctima para despertar su compasión. Sin embargo, la simpatía que sentía por aquel viejo, al que nadie se atrevía a acercarse, apareció claramente un año más tarde: Wu siempre llevaba una chaqueta azul harapienta y remendada, y cada mañana barría el patio con una escoba de bambú, sin que nadie se fijara en él, con la cabeza gacha, los hombros bajos, las mejillas y los párpados caídos, en un estado de decrepitud total. Un día, al verlo de ese modo, sintió lástima por él, pero nunca llegó a hablarle.

La lucha a muerte desarrollaba el odio en las personas; la indignación se extendía por todas partes como si fuera una avalancha. En olas sucesivas, las ráfagas de viento lo empujaban a enfrentarse a cada uno de los funcionarios del Partido. Él no sentía ningún odio especial hacia aquellas personas, pero, de todos modos, se veía obligado a hacer de ellos enemigos. ¿Todos lo eran realmente? Era imposible asegurarlo.

– ¡Eres demasiado débil! Cuando ellos reprimían al pueblo no tenían la menor compasión, ¿por qué no podemos hacer que suban todos ahora a la tribuna?

El gran Li le echó esta reprimenda durante una reunión interna de los rebeldes.

– ¿Hay que eliminarlos a todos? -replicó él, dudando-. ¿Hay que considerar enemigos a todos los que han castigado a alguien? Creo que es mejor darles la oportunidad de cambiar, tratar caso por caso, para conseguir que se una a nosotros la mayor parte de ellos. Es la mejor táctica que podemos seguir.

– ¡Táctica, táctica, realmente eres un intelectual!

Li se había convertido en una persona colérica y violenta, había desprecio en su voz.

– ¡Eso es, nos unimos a todo el que quiera y permitimos que cualquier persona entre en nuestro movimiento! ¡La facción de los rebeldes no es un basurero! ¡Con esa línea oportunista de derechas vas a acabar con la revolución!

Una antigua miembro del Partido, que acababa de ser admitida como integrante de su cuartel general, se precipitó sobre él todavía más alterada. Sin duda había estudiado la historia del Partido… La lucha entre las dos líneas empezaba también a librarse en el seno de los rebeldes.

– ¡El poder dirigente revolucionario debe estar en manos de una izquierda auténtica y sólida, no debemos entregarlo a los oportunistas! -prosiguió mientras crecía su entusiasmo, con el rostro encendido.

– ¿Qué demonios estáis tramando? -Dio un fuerte golpe sobre la mesa. En esa horda salvaje, él era tan salvaje como ellos, pero una vez más se sentía injustamente ofendido.

Tan sólo eran polémicas, justas indignaciones, violentas declaraciones revolucionarias, deseos impetuosos de poder personal, maniobras, complots, pactos y compromisos, motivaciones inconfesables disimuladas tras un entusiasmo desbordante, impulsos irreflexivos, emociones malgastadas. No conseguía recordar con exactitud cómo pasó aquellos días y aquellas noches, actuando involuntariamente, defendiéndose, enfrentándose a la facción conservadora, al mismo tiempo que disputaba sin cesar el control de su propia facción.

– El principal problema de la revolución es el poder político. ¡Si no nos hacemos con el poder, nos habremos rebelado para nada! -El gran Li también daba golpes sobre la mesa, fuera de sí.

– Si no nos unimos a la mayoría del pueblo y de los funcionarios, ¿creéis realmente que podremos conseguir el poder? -replicó él.

– ¡Por medio de la lucha conseguiremos la unión! -Yu mostró el Libro rojo para recordarle su inapropiado origen de clase-. ¡No podemos escucharte, los intelectuales como tú siempre vaciláis en los momentos cruciales!

Todos ellos consideraban que pertenecían por herencia al proletariado y que el país rojo debía pertenecerles de forma natural. La revolución o la rebelión debían conducir a la conquista del poder. Sin embargo, esa verdad de una sencillez bíblica le hacía dudar. Pero, de todos modos, tampoco tenía claro qué pretendía en aquella época, pues entrar en la facción de los rebeldes también había sido un error.

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