Lao Liu llegó tambaleándose, lo empujaban hacia todos los lados y le repetían las acusaciones que pesaban sobre él. A pesar de todo, era un viejo revolucionario que había vivido muchas cosas, no era tan frágil como su hijo. Quiso levantar la cabeza para decir algo, pero los guardias rojos se la apretaban brutalmente para que la bajara.
Entre la gente, contemplando en silencio la escena, él decidió rebelarse a su manera. Se zafó del trabajo y se fue a dar una vuelta a las universidades de las afueras del oeste. En el campus de la universidad de Beijing, hasta los topes de gente, de entre los dazibaos que cubrían las paredes de los edificios vio el de Mao Zedong, que por supuesto había sido copiado: «Mi dazibao: ¡Fuego al cuartel general!». Cuando volvió al despacho de su institución, continuó muy emocionado y alterado, y, en la calma de la noche, también escribió un dazibao. No esperó a que otros lo firmaran cuando llegaran al trabajo, porque temía que cuando se despertara por la mañana perdiera el valor. Tenía que pegarlo a medianoche, cuando todavía mantenía su ardor. Las masas necesitaban tener héroes como portavoces para pedir la rehabilitación de las personas que habían sido acusadas de oponerse al Partido.
En los pasillos vacíos del edificio, las hileras de los antiguos dazibaos se balanceaban por la fuerza de las corrientes de aire. El sentimiento de soledad que le invadía le proporcionó esa fuerza que necesita todo héroe. La tragedia hizo nacer en él un deseo de justicia. Así fue como entró en la sala de juegos de azar, pero entonces no tenía claro si realmente quería jugar o, mejor dicho, jugársela. De todos modos, creía haber encontrado la fórmula para luchar por su supervivencia al mismo tiempo que pasaba por un héroe.
Los elementos audaces que fueron tachados de antipartidistas al principio del movimiento, no las tenían todas consigo, y los activistas que seguían al comité del Partido no habían recibido ninguna directiva de los órganos superiores. Su dazibao provocó un silencio absoluto. Durante dos días lo dejaron solo, sumido en su sentimiento patético.
La primera reacción a su dazibao fue una llamada del gran Li, encargado de la gestión del depósito de libros, en la que le proponía que se vieran. Li y un joven muy delgado, pequeño Yu, que era un mecanógrafo, lo esperaban delante del cuarto de las calderas del patio.
– ¡Estamos de acuerdo con lo que dices en tu dazibao, podemos actuar juntos! -dijo Li mientras le estrechaba la mano para mostrarle que eran compañeros de lucha.
– ¿Qué origen social tienes? -preguntó Li. Hasta los rebeldes tenían que tener en cuenta el origen social de cada uno.
– Empleado de origen -respondió sin otra explicación; ese tipo de preguntas siempre le molestaban.
Li lanzó una mirada interrogativa a Yu. Alguien vino con un termo a por agua caliente y permanecieron los tres en silencio. Cuando llenó el termo, el hombre se marchó.
– Díselo -añadió Yu.
– Queremos fundar un grupo de guardias rojos rebeldes -dijo Li- para oponernos a ellos. Nos reuniremos mañana por la mañana, a las ocho, en la casa de té del parque Taoranting, al sur de la ciudad.
Otra persona vino a por agua. Se separaron inmediatamente y fingieron que no estaban juntos, que cada uno iba por su lado. Habían fijado un encuentro secreto; si no iba, sería un signo de debilidad.
***
Al alba de aquel domingo hacía mucho frío, el camino estaba cubierto de hielo que crujía bajo los pasos como si fuera cristal. Había quedado con cuatro jóvenes en el parque de Taoranting, en el sur de la ciudad. Las viviendas de la institución estaban muy lejos de allí, en el norte, y no era muy probable que encontraran a alguien que los conociera. El día estaba gris, el parque desierto, y en esa época extraordinaria los juegos recreativos estaban cerrados. Mientras caminaba sobre aquel suelo cubierto de hielo que crujía a cada paso que daba, tenía la sensación de ser un apóstol que debía salvar al mundo.
La casa de té que había cerca del lago estaba casi vacía; una cortina gruesa de algodón tapaba la puerta. Dentro, tan sólo se encontraban dos ancianos sentados frente a frente, cerca de la ventana. Una vez reunidos, se sentaron en el exterior, alrededor de una mesa. Todos se calentaban las manos con una taza de té hirviendo. Primero cada uno presentó su origen social, como requisito previo para rebelarse bajo la bandera roja.
El padre del gran Li era vendedor en una tienda de cereales, su abuelo reparaba calzado, había muerto. Al principio del movimiento, Li se sometió a una «rectificación» porque había pegado un dazibao sobre el secretario de la célula del Partido del depósito de libros. Yu era el más joven, llegó como mecanógrafo a la institución hacía menos de un año, después de conseguir el diploma de enseñanza secundaria. Sus padres trabajaban en una fábrica. Como tenía cierta tendencia a llegar tarde al trabajo y a marcharse pronto, lo apartaron de las guardias rojas. Otro, que se llamaba Tang, era mensajero en una motocicleta, soldado desmovilizado. No lo podían criticar por su origen social. Era un gran orador a quien, según él Mismo decía, le encantaba el xiangsheng y por eso no lo admitieron en las guardias rojas. Faltaba otro que no pudo acudir porque debía ocuparse de su madre, que estaba hospitalizada; pero Li habló en su lugar para decir que él apoyaba sin condiciones a los rebeldes y que los acompañaría en la lucha contra los conservadores.
Le llegó el momento de tomar la palabra. Acababa de decidir que iba a explicarles que no estaba cualificado para ser un guardia rojo, que él no debía entrar en esa organización; pero, antes de que tuviera tiempo de abrir la boca, el gran Li le dijo, agitando la mano:
– Todos nosotros conocemos tu situación, queremos que los intelectuales revolucionarios como tú se unan a nosotros. ¡Hoy todos los que hemos venido a participar en esta reunión formamos el núcleo de las guardias rojas del pensamiento de Mao Zedong!
Fue tan fácil como eso, no tuvieron que discutir nada más. Ellos se reconocían como continuadores revolucionarios que evidentemente querían defender las ideas de Mao Zedong, y, como afirmaba Li:
– En las universidades, los rebeldes ya han provocado la caída de las viejas guardias rojas, ¿qué esperamos nosotros? ¡Triunfaremos!
Una vez regresaron al edificio vacío de su institución, pegaron esa misma noche por todos lados su declaración de guardias rojas rebeldes y grandes eslóganes dirigidos al comité del Partido y a las guardias rojas. Colocaron dazíbaos hasta en el patio y en la puerta de entrada del edificio.
Antes de que amaneciera, salió de la institución y llegó a su pequeña vivienda, donde la estufa se había apagado desde hacía tiempo. El cuarto estaba helado; su entusiasmo también se enfrió. Una vez bajo las mantas, reflexionó sobre el sentido de su acción y las probables consecuencias que podían derivarse, pero estaba muerto de cansancio y se quedó dormido inmediatamente. Cuando se despertó, ya había anochecido y se sentía bastante embotado. La presión a la que había estado sometido para poder defenderse día y noche durante varios meses se liberó de repente. Continuó durmiendo durante toda la noche.
Se levantó temprano para ir al trabajo. No había imaginado que pudiera haber tantos dazibaos que se hacían eco de sus mismas demandas por todo el edificio. En ese instante, si no se había convertido en un héroe, al menos era un valiente hacia el que iban dirigidas todas las miradas. El ambiente tenso del despacho se relajó de golpe. Los mismos que lo habían estado evitando venían a su encuentro y lo saludaban con una enorme sonrisa en los labios. La vieja señora Huang, que días antes se había sometido a una autocrítica a lágrima viva, le tomó de la mano y le dijo sin soltarlo: