– ¿Ya hemos llegado?
– Sí, ¿a qué calle le llevo?
El taxista ha parado el coche y, a través del retrovisor, ves su cara de fastidio, porque no tiene ganas de dar vueltas para llevarte a un destino que ni siquiera tú pareces tener claro. Pagas y te bajas. La calle está cercada de grandes edificios y en ese momento no sabes dónde estás. Empiezas a caminar hacia ningún lugar en concreto. Curiosamente, hay poca gente en la calle. Es raro, porque este barrio suele ser uno de los más movidos de la ciudad. Hoy hay pocos coches y pasan a toda velocidad, sin formar los habituales atascos. Te das cuenta de que las tiendas están cerradas; sólo los escaparates siguen igual. Los altos edificios tapan buena parte del sol, que tan sólo ilumina la mitad de la calzada. Te sientes como un sonámbulo en pleno día.
Recuerdas que ella dijo que tenía que volver a Francfort el lunes. Su empresa tenía una reunión de negocios con los socios chinos. En ese momento te das cuenta de que es domingo. Durante la mañana de ese día de descanso, las familias o los amigos quedan para comer en todo tipo de restaurantes, es un placer para los habitantes de Hong Kong, siempre tan ocupados.
Con los ensayos, las representaciones, las comidas, las cenas, las citas y las entrevistas, desde hace un mes, todavía no has tenido la ocasión de estar solo, sin nada que hacer, deambulando por las calles del centro. Estás empezando a familiarizarte con la ciudad, pero crees que es posible que no puedas volver, como también es posible que no vuelvas a ver nunca más a Margarita. Te gustaría poder tenerla más cerca, mostrarle sin tapujos tus sufrimientos, entregarte, de ese modo, al placer.
Esa última noche ella te pidió que la violaras; no era un juego sexual, quiso que la ataras de verdad, que le ataras las manos, que la golpearas con el cinturón, que golpearas ese cuerpo que detesta, esa carne violada, vendida, que ya no le pertenecía; quería transmitirte esa sensación.
Le ataste las muñecas con sus medias, tomaste el cinturón por la hebilla metálica y la golpeaste muy flojo dos veces. En la oscuridad te echaste a reír; debías hacerle entender que se trataba de un juego. Ella deseaba que la humillaran sexualmente, también se rió.
Pero no era lo que ella quería, quería que la golpearas de verdad. Empezaste a darle golpes cada vez con más fuerza. Oías los azotes del cinturón sobre su carne, esa carne que se encogía, pero no te decía que pararas. No sabías hasta dónde aguantaría. De pronto, lanzó un grito de miedo, e inmediatamente tiraste el cinturón al suelo y empezaste a acariciarla. Te llamó cerdo, se soltó una mano y se sentó. Le pediste perdón, se tumbó en la cama, tú te tumbaste sobre ella, notaste en tu rostro las lágrimas que se deslizaban por sus mejillas, y tus lágrimas se juntaron con las de ella. Le dijiste que no podías violarla, que ya no estabas excitado.
Ella dijo que no podías comprender su sufrimiento, el sufrimiento por haberse hecho mujer demasiado pronto, después de la violación, y que lo único que querías de ella era la satisfacción sexual.
Tú le dijiste que la amabas, que justamente por eso no podías violarla, detestabas la violencia.
Ella dijo que tus lágrimas se lo demostraban, que, al llorar, eras más sincero, y se mostró dulce y cálida. Estuvo acariciando tu cuerpo desnudo durante un buen rato.
Eres toda una mujer, le dijiste. No, una mujer desvergonzada, dijo ella. Tú le dices que no, que es una buena mujer. Ella dice que no, que tú no sabes, que, más tarde, puedes detestarla. Ella no puede vivir como una mujer normal, nada puede satisfacerla, le gustaría vivir contigo, pero es imposible. Pide que le perdones su naturaleza neurótica, no es que no quiera vivir tranquila, pero nadie puede darle esa calma y serenidad, tú no podrías casarte con ese tipo de mujer, sólo quieres conseguir con su cuerpo un placer que necesitas.
Tú dices que tienes miedo al matrimonio, que tienes miedo de que una mujer te persiga otra vez. Ya has estado casado, has comprendido lo que era el matrimonio; la libertad para ti es lo más preciado de este mundo, pero no puedes evitar amarla. Ella dice que tampoco puede ser tu amante, que es muy probable que tengas una mujer, y que, si no la tienes en ese momento, seguro que encontrarás a una, que realmente eres tierno y sincero y que todo es relativo, que no quiere alabarte demasiado. Tú dices que ella también es una mujer adorable. Ella te contesta que no es así con todos los hombres, que sólo se ha entregado a ti porque te aprecia, tú también le has dado bastantes cosas, eso es recíproco. Añade que conoce a los hombres desde hace tiempo, ya no se hace falsas ilusiones, el mundo es tan realista. Ella es la amante de su jefe, pero él pasa todos los fines de semana con su mujer y sus hijos. Ella es su amante sólo durante los días laborables o cuando van de viaje juntos; él también la necesita para sus negocios en China.
Su voz ronca, su sensualidad, su sinceridad, capaces de conmover a cualquiera, al igual que su cuerpo generoso, han avivado tu sed, han hecho resurgir tus recuerdos y las reminiscencias dolorosas que soportas gracias al deseo sexual. Continúas sintiendo su voz, como si te murmurara al oído y te comunicara su dulzura, mezclada con el olor de su cuerpo. Tu deseo, tanto tiempo reprimido, ha podido liberarse gracias a ella; esa evocación no sólo te ha aportado dolor, sino también placer. Necesitas seguir hablando con ella para recuperar tus recuerdos, los detalles que creías haber olvidado te vuelven a la cabeza cada vez con mayor nitidez.
Delante de ti, los cristales del rascacielos del Banco de China reflejan, como un espejo, los pedazos de nubes blancas que deambulan por el cielo azul. Los habitantes de la ciudad opinan que esa construcción triangular, con ángulos agudos como cuchillas, parece un enorme cuchillo de cocina que atraviesa el corazón de la ciudad y eso no debe de ser bueno para la geomancia. Al lado, otro gran edificio que pertenece a un grupo financiero muestra unos aparatos metálicos extraños. Da la sensación de que esa construcción intente en vano competir con la otra; ése es el carácter de los habitantes de la ciudad. La residencia de estilo isabelino del Legislative Council ya no llama la atención; rodeada de esos grandes edificios, realmente se ha convertido en el símbolo de una época que pronto verá su fin.
Cerca del Legislative Council, en el jardín en que se encuentra la estatua de bronce de la Reina, hay mucha gente, al borde de las fuentes, en las galerías, en las aceras. Algunas personas forman pequeños grupos en medio de las calles. Crees que has ido a parar a una manifestación, pero la gente habla animadamente, muchos ríen, algunos han colocado sobre la hierba manteles repletos de comida y de los radiocasetes sale música pop, sólo falta ponerse a bailar.
Te sorprende ver que las personas almuerzan en el césped, entre los edificios, calle tras calle. Las cruzas y llegas frente al Prince's Building, donde se venden toda clase de productos de lujo; sobre la puerta cerrada han colocado una bandera en la que está impresa la imagen de un Cristo que sufre. Un pastor está predicando en ese momento, mientras los fieles se confiesan al aire libre. El ochenta o noventa por ciento de las personas que se encuentran allí son mujeres de piel muy oscura. Piensas, de pronto, que probablemente son las sirvientas filipinas que trabajan en las casas de los ricos y vienen a pasar el domingo a ese lugar. Se ganan la vida en Hong Kong y envían el dinero a casa para alimentar a su familia. Estás rodeado de un incesante parloteo que no comprendes; tampoco percibes la angustia de los que han abandonado su hogar.
¿Durante cuánto tiempo se podrá mantener ese paisaje social? ¿Lo reemplazará el de los nuevos inmigrantes que lleguen del continente? En todo el mundo se persigue a los inmigrantes: ¿será este lugar una excepción? Tampoco se trata de alimentar falsos temores; los grandes edificios que se alzan hasta el cielo azul y casi tocan las nubes blancas no corren el riesgo de hundirse de pronto; la isla de Hong Kong no se transformará en un desierto. En ese preciso instante, mientras te mezclas con la multitud, te sientes terriblemente solo. Y siempre ha sido ese sentimiento de soledad el que te ha salvado. De todos modos, no eres Jesucristo, no tienes que sacrificarte por nadie, aunque también es cierto que tampoco resucitarás. Lo más importante para ti es poder vivir lo mejor posible en el presente.