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Durante la segunda parte de aquella noche, los dirigentes políticos y los secretarios de la célula del Partido, que habían demostrado ser prudentes y fieles al comité del Partido, se apoderaron de los despachos. Tuvieron que confesarse todos los empleados, de uno en uno, confesar sus faltas; los que tenían que llorar lo hicieron, luego llegaron las denuncias recíprocas. La señora Huang, encargada de la recepción y del envío del correo, declaró que su marido había ocupado una función en el seno del gobierno del Guomindang y que después la abandonó y se llevó a su amante a Taiwan. De inmediato añadió el reproche de que fue el Partido el que le ofreció una nueva vida. Mientras pronunciaba estas palabras, no dejaba de gimotear y sacaba el pañuelo para secarse las lágrimas y la nariz. En realidad, sólo lloraba de miedo. Él no lloraba, pero sentía que el sudor le corría por la columna vertebral, y, probablemente, sólo él sabía por qué.

Cuando entró en la universidad, acababa de cumplir diecisiete años y todavía era casi un niño, asistió a una sesión de lucha contra los estudiantes «derechistas» de los cursos superiores. Los nuevos estudiantes estaban sentados en el suelo en la primera fila del gran anfiteatro, como si se tratara para ellos de un bautismo de entrada en educación política. Cuando llamaron a un estudiante derechista, éste se levantó y fue al pie de la escalera. Se quedó allí con la cabeza gacha y el cuerpo inclinado ante los asistentes. Le goteaba el sudor en la frente y la nariz, mezclándosele con las lágrimas y los mocos, mojando el suelo delante de él, y dándole el aspecto de un pobre y aturdido perro que se hubiera caído al agua. Los que hablaban en la tribuna eran compañeros de estudios que exponían con exaltación los crímenes contra el Partido que cometían los derechistas. Luego no recordaba a partir de cuándo, esos estudiantes acusados de ser derechistas, que, sin decir una palabra, buscaban las mesas vacías y comían rápidamente en el refectorio, desaparecieron y nadie más habló de ellos, como si nunca hubieran existido.

La palabra laogai, reeducación por el trabajo, nunca la había oído hasta que acabó sus estudios, como si se tratara allí de una palabra tabú que no se debía pronunciar. Ignoraba por qué investigaron a su padre en aquella época y lo mandaron al campo a someterse a la reeducación por el trabajo, tan sólo había oído a su madre pronunciar vagamente esos términos. Cuando ocurrió, él ya se encontraba en una universidad de Beijing y había abandonado el domicilio familiar. Su madre mencionó algo de eso en una carta, en la que decía que se trataba de curtirse por medio del trabajo. Un año más tarde, cuando volvió a casa para pasar las vacaciones de verano, su padre acababa de regresar del campo y recuperó su trabajo después de que le retiraran su etiqueta de elemento derechista. Sus padres siempre le habían ocultado este episodio, y sólo durante la Revolución Cultural le preguntó a su padre sobre aquel hecho y supo que fue su tío, el viejo revolucionario, quien intervino en su favor. Como el número de derechistas designados por la entidad de trabajo de su padre sobrepasaba ampliamente las cuotas fijadas por los superiores, su padre no tuvo que llevar esa etiqueta, tan sólo le rebajaron el salario y le abrieron un expediente. Los problemas de su padre venían porque había escrito en el periódico mural un artículo de unos cien caracteres, en el que expresó francamente su opinión en respuesta a un llamamiento del Partido que animaba a «no callarse lo que se sabía, no guardarse nada de lo que se tenía que decir para ayudar a mejorar el estilo de trabajo del Partido».

¿Cómo imaginar, por aquel entonces, que eso era una táctica del Partido para «sacar a la serpiente de su agujero»?

Como le ocurrió a su padre nueve años antes, él también cayó en la misma trampa. Sólo había firmado un dazibao, respondiendo al llamamiento del Presidente Mao impreso en caracteres gruesos en la primera página del Diario del pueblo: «Debéis preocuparos por los asuntos del Estado». Eso ocurrió en el momento de ir a trabajar, en la entrada del edificio; alguien estaba pegando un dazibao y pedía firmas. Él añadió su nombre en el cartel. Ignoraba quién había maquinado ese dazibao contra el Partido y las ambiciones políticas de los que lo habían redactado. No tenía nada que denunciar, pero debía reconocer que tenía motivos para estar contra el comité del Partido. Al firmarlo, perdió el rumbo y abandonó su posición de clase. En realidad, no sabía exactamente a qué clase pertenecía. De todos modos, no pertenecía al proletariado y, por eso, no tenía ninguna postura clara. Si no hubiera firmado aquel dazibao, habría firmado cualquier otro. Esa fue la autocrítica que se hizo. Indudablemente había cometido un error político y, a partir de aquel instante, arrastraría con él un expediente; su historia personal nunca más recuperaría su virginidad.

Antes de aquel acontecimiento nunca había pensado realmente en oponerse al Partido, no necesitaba oponerse a nadie, tan sólo deseaba que no vinieran a enturbiar sus sueños. Pero lo que ocurrió aquella noche le hizo despertar y vio con claridad que se encontraba en una situación peligrosa. En medio de los peligros políticos permanentes que le rodeaban, para protegerse a sí mismo, no podía dejar de mezclarse con los demás, pronunciar las mismas palabras que ellos, comportarse como la mayoría, seguir el mismo ritmo, fundirse en esa mayoría, decir lo que el Partido había decidido decir, acallar todas sus dudas, y limitarse a lanzar las consignas. Para evitar que lo tacharan de elemento contrario al Partido, tuvo que escribir un nuevo dazibao con unos consignatarios, en el que expresaba su apoyo a los dirigentes del Comité Central, negaba el dazibao anterior y reconocía su error.

El que cede salva la vida, el que se rebela muere. Al amanecer, los pasillos estaban cubiertos de nuevos dazibaos; lo que estaba mal ayer estaba bien hoy, todo cambiaba en función del clima político, todos se convirtieron en camaleones. Lo que le produjo la mayor estupefacción fue el contenido de un dazibao que había pegado un dirigente político:

«¡Traidor Liu, digo que eres un traidor, porque has dado la espalda a los principios de la organización del Partido! ¡Traidor Liu, digo que eres un traidor, porque has vendido los secretos del Partido! ¡Traidor Liu, digo que eres un traidor, porque siempre has sido un oportunista que has ocultado tu origen familiar de terrateniente para infiltrarte en el campo revolucionario! ¡Si te digo que eres un traidor es porque hasta hoy has continuado protegiendo al reaccionario de tu padre, lo escondes en tu casa, y te opones a la dictadura del proletariado! ¡Traidor Liu, te aprovechas por tu origen de clase del movimiento para confundir lo justo con lo injusto, engañar a las masas, has saltado para dirigir la punta de tu dardo envenenado contra el Partido y tus intenciones han quedado claras!»

Los textos de acusaciones revolucionarias, todos escritos de este modo, sembraban el terror. Lao Liu, su superior, se convirtió en aquel instante en un disidente de clase y de inmediato se encontró aislado. Al salir del círculo de personas que había alrededor de los dazibaos, Lao Liu regresó a su despacho y cerró la puerta, y cuando volvió a salir, sin su pipa en los labios, nadie se atrevió a dirigir la palabra al ex jefe de la oficina.

Después de aquellos combates nocturnos que duraron hasta el amanecer, el cielo empezaba a clarear. Fue al lavabo y se lavó la cara. El agua fresca le aclaró las ideas. A lo lejos, los techos de tejas grises se extendían hasta perderse de vista; los hombres, sumergidos en sus sueños, todavía no se habían despertado, sólo se veía la cúspide redonda del templo de la Pagoda Blanca bañada por la luz de la mañana, cada vez más clara. Por primera vez tenía claro que se había convertido en un enemigo «oculto en la sombra» y que, si quería sobrevivir, era necesario que se pusiera una máscara.

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