Como sucede con ciertos sueños, él no paraba de pulsar en su imaginación la tecla de «Rebobinar». Quería ver a Theron surcando el cielo, volando a más de trescientos kilómetros por hora, batiendo poderosamente las alas, seguro en el veloz tramo final hasta llegar al vencejo y dejarlo aturdido en el aire con un certero golpe de sus garras.
Repetía el mismo sueño una y otra vez, a voluntad. En alguna parte de su subconsciente le preocupaba el lugar dónde se encontraba, y a quién esperaba, pero por ahora se entretenía en rebobinar el vuelo de su depredador en un ejercicio de caza.
No se despertó hasta que el frío metal de las esposas se giró en su muñeca.
Ella había vuelto.
Se revolvió entre las sábanas empapadas de sudor y ella se rió. La risa en sordina que él conocía muy bien.
– ¿Qué? -preguntó él, con la voz espesa por el sueño. Theron desapareció y recordó dónde estaba.
De vuelta en Montana.
– Te deseo.
– No, estoy cansado.
Silencio. Se despertó del todo.
Nunca me digas que no.
La luna en cuarto creciente brillaba con fuerza a través de las grandes ventanas, proyectando sombras grises en el loft. Destacaba su cama, una cómoda solitaria y su rifle de caza.
Y ella.
Iba vestida de negro, con el pelo rubio recogido atrás en un moño compacto. Su mentón delicado y su piel pálida eran sólo una ilusión, porque no había nada suave en aquella mujer.
Ella frunció el ceño ante su rechazo.
– Vengo aquí en medio de la noche a darte placer, ¿y tú me dices que no?
¿Placer? Quizá para ella. Siempre para ella. Le daba rabia reaccionar así. Intentaba una y otra vez que su cuerpo no lo delatara. Pero ella sabía qué hacer.
¿Por qué había vuelto? Porque el impulso era muy fuerte, y él no podía resistirse. El castigo por ceder al impulso de cazar era tener que ver a La Puta.
Ella le quitó la sábana de encima y volvió a fruncir el ceño.
– ¡Estás vestido!
Se dejó caer sobre su vientre y le quitó los calzoncillos. Le dio una fuerte palmada en las nalgas. ¡Chac!
¡ Chac! ¡ Chac!
– Lo siento -dijo, con una voz que parecía sincera-. Sabes que detesto hacer eso -dijo, y besó el lugar en cuestión, donde le había pegado.
Le fascina. Hizo una mueca cuando ella buscó entre sus piernas y le cogió la polla. Ya estaba casi duro. Maldito fuera su cuerpo. Ojalá se pudriera en el infierno. ¿Por qué reaccionaba ante ella? Siempre. Un día se la cortaría por despecho. Se la enviaría por correo en un bonito paquete. Ya que tanto le gustaba, podía quedársela.
Ahora se iba endureciendo en sus manos, y gemía, intentando sepultar el ruido bajo la almohada. Pero ella lo oía todo, y él sentía su sonrisa fría a sus espaldas.
– Venga, venga, cariño -murmuró ella, soltándolo y trepando sobre su espalda. Le giró levemente el cuerpo para poder besarlo-Ha pasado mucho tiempo.
No lo bastante.
– Sí -dijo.
– ¿Me has echado de menos?
Joder, no.
– Claro que sí.
– Ya me lo pensaba. Me ha costado mucho escaparme.
Ya, ¿esperas que me lo crea?
Durante años, su marido había sospechado que ella tenía un amante. Sin embargo, el muy imbécil jamás se imagino que fuera con él.
– Tengo algo especial para ti.
No, no.
Se giró y la vio sacar un consolador largo del bolsillo de su chaqueta. Un extremo era grueso, el otro delgado. No lo había visto en mucho tiempo.
No.
Lo obligó a tenderse de espaldas y empezó a desnudarse. Tenía el cuerpo en plena forma. A punto de cumplir los cuarenta años, conservaba una figura delgada, firme y elegante. El cuerpo de una bailarina, el rostro de un ángel y el alma de un demonio.
Se montó a horcajadas sobre él. No sobre su pene sino sobre su cara. Le restregó su maldito coño en la boca.
– Haz que me corra, cariño.
Él no se podía negar. Sabía lo que pasaba cuando protestaba. De modo que le comió el coño como a ella le gustaba. Quizá, si conseguía satisfacerla, no usaría ese maldito aparato.
Ella empujaba con tanta fuerza contra su cara que no podía respirar. Y ella lo sabía perfectamente. Pero si él la rechazaba, ella le haría mucho daño.
Se levantó apenas para que él pudiera respirar, y luego se agitó sobre su cara al correrse, cogiéndose de la cabecera de la cama y gimiendo.
– Ah, sí -dijo, mientras se deslizaba por su cuerpo y lamía sus propios jugos de la cara de él -. Ha sido muy agradable. Te mereces una recompensa.
No.
Ella le abrió las piernas y sonrió ante su erección palpitante. La luna le iluminó el cuerpo con sus sombras azules, dándole a su placer un tinte siniestro. Perverso.
Ella era pura perversión.
Le acarició el pene con gesto casi amoroso. Cogió el consolador de la mesilla de noche y se metió el lado grueso en el coño humedecido, gimiendo de placer. Tenía un cinturón, y se lo ajustó.
– No -chilló él. Odiaba aquello, y ella lo sabía.
– ¿Has dicho no?
Mierda, él no quería decir que no. Se le había escapado.
– No he dicho nada.
– No mientas. -Le dio una bofetada y él se mordió la lengua.
Maldita puta.
El no podía hacer nada. Si protestaba… ella conocía sus secretos. Cada uno de sus oscuros secretos. Sabía lo de las chicas. Lo sabía y se burlaba de él. Disfrutaba de su rabia, de su enardecimiento.
Se alimentaba de ello.
Le tocó suavemente la cara, jadeando de placer. El placer que sentía haciéndole daño.
– Lo siento, cariño, pero deberías saber que a mí no se me dice que no.
Llevaba quince años jugando con él y si no hacía exactamente lo que ella quería, cuando lo quería, ella lo amenazaba con arrancarle lo que más valoraba.
Su libertad.
Te odio.
¿La odiaba de verdad? ¡Sí! Pero hubo un tiempo… recordaba un tiempo en que la buscaba y la tocaba y ella lo consolaba. Le lamía las heridas. Lo abrazaba y le murmuraba palabras suaves. Lo tocaba con cariño.
Eso había ocurrido hacía mucho tiempo, pero el pasado lo tenía cogido en un puño de hierro, indestructible. Como ella.
Así que se quedó tendido y no se movió. Él era su puto y nada podía hacer para remediarlo. Le dolía, pero tenía la polla dura como una piedra. El placer y el dolor, tan entrelazados. No podía tener uno sin el otro.
Ella gemía y se retorcía, a punto de volver a correrse. Si se corría pararía, y él no tendría su alivio. A ella nunca le importaba él. Todo era para ella. Siempre para ella.
Imaginó que lanzaba a La Puta al suelo y luego le metía el consolador por el culo. Se imaginó golpeándola hasta dejarla sin sentido o hasta que le suplicara que parara. No le costaba imaginársela con dos tornillos en las tetas, las tetas que nunca le dejaba tocar.
La imagen lo llevó al orgasmo y gimió con el alivio.
Ella empujó con tanta fuerza que su gemido de placer se convirtió en grito de dolor. Cuando le hizo daño, ella se corrió, toda ella caliente y húmeda. Se dejó ir contra él y le besó las lágrimas.
– Eso, cariño, ha sido por decir que no.
Te odio.
Se salió bruscamente y le sacó el consolador. Se vistió, le dio un beso, un beso casi tierno, y le abrió las esposas.
– Volveré -dijo, con una gran sonrisa.
Bajo esa ternura falsa, era una puta malvada. Él la siguió con la mirada hasta que salió.
La odiaba. Pero estaba atrapado de por vida. Si intentaba matarla, fracasaría. Quería desesperadamente cazarla y cortarle el cuello. Ver como su falsa sonrisa se convertía en un gesto grotesco de dolor. Verla darse cuenta de que su creación era su pérdida.
Si él se iba, ella lo encontraría. Si no podía encontrarlo, contaría sus secretos. Él sabía lo que ocurriría si ella iba a ver al sheriff. Todo lágrimas y ternura. Todo una mentira.
– No lo sabía, sheriff, hasta que encontré los carnés de conducir…
Una mentira. Siempre mentiras. Pero ellos creerían a La Puta. Con sus lágrimas de cocodrilo y sus ojos enormes.
Nadie le creería a él. Siempre le creían a ella.
Era demasiado pronto, pero tenía mucha rabia acumulada. El miedo lo enfurecía todavía más.
Demasiado pronto, pero ¿qué podía hacer? La Puta había empezado. Siempre tenía ese aire como si estuviera al mando. Como si él tuviera que escucharle y hacer todo lo que ella ordenara. Cuando ella echó a volar a Penny de su nido de amor, lo había obligado a cazar. A matar.
No era su intención matar a Penny. Sólo la encerró en la cabaña para hacerle entender que la amaba, que el tipo con que estaba saliendo la iba a traicionar. Quería saber por qué le había mentido
Nunca quiso matarla. Pero a veces la única manera de llegar a la verdad era haciéndole daño a la gente. Así lo hacía su madre, y él siempre decía la verdad.
Estuvo a punto de convencer a Penny. Todo lo que él había aprendido funcionaba. Ella decía lo que él quería que dijera. Dejaba que la tocara sin gritar. Habrían sido felices juntos para siempre, si él hubiera tenido un poco más de tiempo para hacerla entrar en razón.
Pero La Puta no quería que él fuera feliz. Una noche lo siguió y le arrebató la única mujer que amaba. Y soltó a Penny.
Penny echó a correr. Corrió para alejarse de él cuando él le rogaba que se quedara. Él no quiso matar a Penny. Sólo quería que se quedara con él.
Cuando la alcanzó, supo que todo lo que le había dicho era mentira. Ella no lo amaba, ni quería quedarse con él. ¡Mentiras y más mentiras!
Murió de la manera más indolora posible. Él nunca había querido hacerle daño. Sin embargo, no pudo evitarlo; el impulso fue más fuerte que él. Y ella le había mentido. Era un justo castigo. Pero no quería que sufriera.
La Puta lo obligó a matar esa primera vez. Pero cuando vio el cuerpo inerte de Penny, se sintió envalentonado. Poderoso. Había algo divino en él: la capacidad de quitar una vida, o de darla.
Con la mujer pequeña de pelo negro (no sabía que se llamaba Dora hasta que lo leyó en los periódicos), le picó el gusanillo. Se la follaba cuando él quería, no cuando quería ella. La alimentaba cuando él quería, no cuando ella tenía hambre. La soltó cuando él quiso, y ella echó a correr.
La emoción de la caza quedaba en segundo plano frente a la facultad de poder disponer de una vida.