A Quinn se le erizaron los pelos de la nuca. ¿Dónde estaba Miranda?
La llamó. Se incorporó y la buscó con la mirada, mientras desenfundaba su Sig Sauer, preparado para lo que pudiera ocurrir.
¿Habría vuelto el asesino? ¿A observar la marcha de la investigación? Sintió que el corazón se le aceleraba. Si ese cabrón llegaba a tocarla… Hizo un esfuerzo por calmar sus emociones y se concentró en buscar a Miranda. Estaba preparado para llamar pidiendo refuerzos.
– ¡Miranda! -volvió a llamar, más fuerte. Era una orden para que respondiera.
– Aquí. -La voz sonaba lejos. La vio de pronto, a unos noventa metros más abajo, en medio del claro.
Suspiró, aliviado. Tenerla controlada parecía una tarea imposible. Esperaba que Nick supiera lo que hacía al contar con ella.
Miranda esperó a que llegara.
– No te vayas sola por ahí -dijo él, seco.
Ella no le hizo caso y señaló:
– Mira esto.
Quinn miró al suelo. Medio oculto en el lodo asomaba un casquillo de bala dorado.
Quinn tomó una foto del casquillo, se inclinó y, con la mano enguantada, lo metió en una bolsa de plástico.
Era un hallazgo increíble. Sólo había dos casquillos recuperados que se podían identificar positivamente como del Carnicero, el los recogía después de disparar o los equipos de búsqueda no conseguían verlos en medio del bosque. Los casquillos no tenían huellas dactilares, por lo que era probable que cargara el rifle con los guantes puestos, si bien siempre existía la esperanza de que el asesino cometiera un error.
Era un rifle de calibre 270. Por desgracia, era un arma muy común utilizada para cazar todo tipo de animales, de modo que sólo les serviría si tenían un sospechoso y contaban con una autorización para inspeccionar sus armas. Un experto en balística podía determinar, a partir de los casquillos y las balas, si se había utilizado un arma en concreto. Encontrar esa arma era como la proverbial aguja en el pajar. Se podía decir que en los territorios de Montana casi todos los varones mayores de catorce años eran dueños de un arma como ésa.
Las pruebas que recogieran no les servirían de nada hasta que dieran con un sospechoso, pero algo era mejor que nada.
– Casi consiguió salvarse -dijo Miranda, con voz temblorosa.
Quinn esperaba ver lágrimas o dolor en los ojos de Miranda, pero lo que vio, en cambio, fue rabia. Una rabia viva, palpable, sus ojos azul oscuro mirando más allá de él hacia donde Rebecca había muerto.
Él se incorporó lentamente y miró hacia la estrecha abertura en el sendero donde había tropezado Rebecca.
– Le disparó desde aquí -dijo Quinn, aunque no fuera necesario.
– Porque ella iba a desaparecer en la maleza -dijo Miranda, asintiendo-. Sabía que el camino está a sólo unos kilómetros. Disparó, aunque no fuera lo ideal.
Miranda paseó lentamente la mirada alrededor, observando atentamente la escena.
Al final lo miró con una expresión rara, una combinación de alivio y miedo. Tragó saliva, y la mirada desapareció. Todo volvía a estar bajo control.
– Tienes razón -dijo, con voz cortante.
Quinn llamó a Nick para informarle de lo que habían descubierto-
– Son casi las cinco, Quinn -dijo Nick por el walkie-talkie-. Para cuando llegue un equipo a ese lugar estará oscuro. No podemos llevar luces lo bastante potentes hasta allá arriba. Márcalo. Volveremos a primera hora de la mañana.
– ¡Maldita sea! -exclamó Miranda, tirándose de la coleta para expresar su frustración.
– Tiene razón -dijo Quinn.
– Lo sé -reconoció ella, y se apoyó en un árbol. Suspiró y su voz se hizo más pausada.
– Eso no quita que el retraso sea igual de frustrante.
Tenían varias balas, todas extraídas de las víctimas del Carnicero. Quinn no esperaba que en este caso las balas perdidas revelaran gran cosa, excepto que había una relación entre el asesinato de Rebecca y los demás.
– Disponemos de una hora antes de tener que volver -dijo Quinn-. Echemos una mirada por los alrededores.
En un silencio roto sólo por el graznido de las aves y las carrerillas de pequeños animales, o por la de un ciervo asustado al ser sorprendido pastando, siguieron la huella del asesino. El claro se extendía a lo largo de varios kilómetros, y eran casi las cinco y media cuando Quinn dijo:
– Tenemos que volver.
– Diez minutos más -dijo Miranda, sin parar, y sin dejar de barrer el suelo con la mirada.
– Miranda, mañana.
– Pero…
– No -dijo Quinn. Iba a cogerla por el brazo, pero se detuvo, recordando el temor en su mirada cuando antes la había sorprendido, un temor que disimuló rápidamente.
Era evidente que Miranda no quería nada con él. Ni servía de nada intentar reavivar el fuego de antaño.
Ella se giró para mirarlo y, por su expresión, se notaba que se debatía entre discutir u obedecer. Quinn ocultó una sonrisa. Apreciaba la pasión que Miranda ponía en su trabajo.
Antes de que ella pudiera decir nada, él estiró el brazo, le apoyó la mano en el hombro y se lo apretó. Ella no lo esquivó. El contacto era agradable.
– Miranda, la frustración que siento se parece mucho a la tuya. Hay pruebas aquí que bien podrían llevarnos hasta el asesino de Rebecca. Pero no nos servirá de nada buscar en la oscuridad si no podemos ver las pistas. Mañana por la mañana volveremos y empezaremos por aquí. El equipo de balística buscará la bala, y habrá más gente concentrada en la búsqueda.
– Estamos cerca -murmuró ella-. Puedo sentirlo.
Quinn no dijo palabra, y Miranda se preguntó si acaso pensaba que estaba loca. A veces, cuando estaba sola y se sentía impotente, dudaba de su cordura. Cada día que pasaba, pensaba en las chicas desaparecidas. Y en él.
En el Carnicero.
Puede que hubiera escapado viva, pero él le había robado su vida.
– Tienes razón -dijo, con desgana-. Volvamos.
Quinn dejó caer su mano y ella sintió frío, como si hubiera perdido una conexión importante. Frunció el ceño. Llevaba mucho tiempo viviendo sola. Cualquier contacto físico humano, incluso un gesto tan inocuo como una palmadita en el hombro, la confundía.
Sobre todo viniendo de Quinn.
Abrió la marcha hasta el monte, agradecida de no tener que seguir mirando a Quinn. Verlo de nuevo significaba hurgar en demasiados sentimientos encontrados, demasiados pensamientos que había enterrado durante esos diez años desde que él la traicionara y le arrebatara lo que más le importaba.
No su carrera, sino su confianza.
Miranda estaba despierta a medianoche, sola, físicamente abatida y agotada. Había llegado a duras penas hasta su cabaña después de haber comido una cena frugal, no porque tuviera hambre, sino para complacer a su padre, y puso al máximo la temperatura y las burbujas de su bañera. Entró con cautela porque el agua casi la quemaba de lo caliente que estaba. Cuando acostumbró un pie a la temperatura, metió el otro. Al cabo de cinco minutos, se reclinó contra el respaldo de la bañera y tomó un trago de vino.
No podía dejar de pensar en Quinn.
– Vete -le murmuró al vacío.
Hubo un tiempo en que ella contaba los días que faltaban para su próxima visita. Escuchaba su voz por teléfono y sentía como un aleteo de mariposas en el vientre que la hacía sonreír.
Cuando él empezó a visitarla regularmente tras cerrarse la investigación sobre el Carnicero por falta de pruebas, ella no sabía qué pensar ni sentir, ni cómo reaccionar. Quinn le agradaba, le gustaba mucho, pero Miranda temía que en el fondo nunca sería capaz de amar a un hombre, nunca dejaría que un hombre la tocara íntimamente. Estaba herida, tenía el cuerpo tan permanentemente marcado que la cirugía no podía remediarlo todo. Nunca sería una mujer normal, ni por dentro ni por fuera.
Con Quinn, se sentía como una princesa.
Daban largos paseos y él le tomaba la mano.
Hablaban durante horas de cualquier cosa, de la familia de él, de su carrera, sus sueños. De la familia de ella, de su pasado, de lo que esperaba del futuro. Y hablaban también del Carnicero.
Un día Miranda sintió ganas de que él la besara. Pero él nunca tomaba la iniciativa. Ella se preguntaba cómo reaccionaría si él se decidía por fin a besarla.
En una ocasión, al atardecer, estaban sentados en el columpio del porche.
– ¿Quinn? -preguntó ella, mirando sus dedos entrelazados.
– ¿Mmm?
Ella miró su atractivo perfil, casi cincelado. Tenía los ojos cerrados y parecía estar en paz, con una media sonrisa en los labios. La luz del sol poniente daba a su piel un tono más cobrizo, y ella pensó que le apreciaba mucho más de lo que quería reconocer.
Había pasado un año desde el ataque. Su vida pendía de una especie de hilo. Había vuelto a la universidad, pero no era lo mismo. No encontró nada de interesante en sus estudios de empresariales, ni siquiera en las asignaturas optativas como literatura inglesa.
Estaba cansada de tanta inmovilidad. Quería y necesitaba seguir adelante.
Y quería que Quinn estuviera con ella a cada paso del camino.
– ¿Quieres besarme?
Sintió que Quinn se ponía tenso. ¿Se habría extralimitado en su sugerencia?
– Lo siento -dijo, y desvió la mirada.
Él le cogió el mentón con el dedo y la hizo volverse hacia él. Sus ojos marrones se oscurecieron, parecían negros. Miraba con expresión seria, y ella estuvo a punto de quedar sin aliento ante la pura belleza de su rostro.
– He tenido ganas de besarte desde que volví en septiembre a verte. He querido besarte cada día que hemos pasado juntos, y cada día que hemos estado separados.
Miranda sintió un afecto cálido, profundo y reconfortante que se adueñaba de ella, como si la sinceridad de sus palabras le acariciara el alma. Se inclinó apenas hacia delante.
– Bésame -dijo.
El ligero roce de sus labios la hizo temblar. Ella le puso lentamente los brazos alrededor del cuello. Él la besó con más urgencia y ella se inclinó hacia él. Quinn la estrechó y la atrajo con fuerza, sus manos perdidas bajo el pelo en la nuca, sosteniéndola con fuerza, aunque no demasiada. A cada movimiento que ella hacía, él se plegaba, cada caricia en la cara, los brazos y el pecho, todo lo aceptaba.
Ella quería algo más que un beso.
– Quédate conmigo esta noche -le murmuró al oído.
El se movió para que pudieran mirarse a los ojos.
– Miranda, quiero quedarme contigo. Quiero hacerte el amor. Pero esta noche no. No nos precipitemos.
Ella parpadeó, y un velo de frialdad le cubrió el rostro.