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Capítulo 18

Al acercarse, las luces de la camioneta de Nick iluminaron el Honda Civic azul por detrás, a unos diez metros de la hipotética escena del crimen. Dejó los faros encendidos y bajó. Se acercó al agente que estaba a cargo, Brad Jessup.

– ¿Cómo está la chica?

– El médico de urgencias dice que su estado es crítico. Ya se la han llevado al hospital. -Jessup miró sus notas -. Según el carné de conducir, se trata de JoBeth Anderson. Tenía un carné de la Universidad de Montana State en la cartera y veintitrés dólares.

– ¿Qué ha pasado? ¿Le ha dado otro coche y ha huido? -inquirió Nick

– No parece que el vehículo haya sufrido daños, señor.

– ¿Quién llamó para dar el aviso?

– Red Tucker, señor.

Todos conocían al viejo Red. Era el dueño del bar que quedaba a quince minutos por el camino del cruce de la 191/85 y se decía de él que era el habitante más viejo del condado de Gallatin.

– ¿Dónde está ahora?

– Lo tengo ahí sentado en mi todoterreno, señor.

Red estaba sentado de lado en el asiento del pasajero del coche Patrulla de Jessup, con la puerta abierta y los pies colgando hacia fuera. Su abundante cabellera blanca necesitaba un buen corte de pelo, y en su cara curtida se cruzaban tantas arrugas que hacía pensar en un mapa de los senderos de Yellowstone.

– ¿Cómo te va, Red? -preguntó Nick, al acercarse.

– He estado mejor. ¿Cómo está la chica?

– En estado crítico. Si consigue salir, te lo deberá a tí. -Nick agachó junto a él y sacó su libreta-. ¿Te importaría contarme qué pasó?

– Últimamente cierro el bar más o menos a las once. Necesito dormir más que antes. Vi el coche al lado del camino y pasé despacio, pensando que quizás alguien tenía problemas, que se había quedado sin gasolina o algo así. No vi a nadie, así que pensé que se habría averiado y que los ocupantes habrían partido a pie hasta el cruce, o seguido por el camino unos cuantos kilómetros. Iba a pasar de largo cuando vi algo delante del coche. Pensé que podía ser un animal, que quizás el conductor había atropellado a un osezno, o algo por el estilo. Así que paré.

Red sacudió la cabeza.

– No podía creer que fuera una chica. Estaba tendida ahí, con medio cuerpo en el camino. Es un milagro que no le pasara por encima uno de esos grandes remolques.

– ¿Viste alguna otra cosa? ¿Alguna otra persona?

– No, todo estaba en silencio. No tengo teléfono móvil, pero no quería dejarla ahí, así que decidí esperar a que pasara alguien. Y entonces vi un teléfono cerca de ella, como si lo hubiera querido usar antes de que la atropellaran. Así que lo usé. ¿Cree que está bien que hiciera eso?

– Has hecho lo correcto. ¿Has tocado algo dentro del coche? ¿El contacto? ¿El capó? ¿Algo?

– Hmmm, quizá el techo cuando me incliné para mirar dentro. Quería ver si había alguien más en el vehículo. Tú no crees que ha sido un accidente, ¿no? ¿Alguien que haya chocado y huido? ¿Crees que podría ser ese asesino de nuevo?

Nick sintió que el mundo daba un vuelco. Aunque quería creer que las heridas de JoBeth Anderson se debían a algo más inofensivo que un asesino en serie, en cuanto los faros de su camioneta iluminaron la escena, se sintió transportado doce años hacia el pasado.

Encontraron el pequeño escarabajo Volkswagen de Sharon Lewis a unos tres kilómetros de ahí. En el mismo camino.

– Lo averiguaré -dijo Nick. Se incorporó y sintió que le crujían las rodillas -. ¿Puede esperar aquí unos minutos?

– No podría dormir ni aunque quisiera -dijo Red, asintiendo con la cabeza.

Nick se subió el cuello del anorak, ahora que el viento soplaba con más fuerza. Era casi medianoche y la temperatura había bajado bruscamente. Esa noche haría menos de diez grados.

Nick rogaba que no se tratara del Carnicero. A Rebecca la habían encontrado hacía sólo tres días. Nick no recordaba que el asesino hubiera vuelto a atacar tras un intervalo tan breve.

Había una manera muy fácil de saberlo.

Los pies le pesaban como el plomo y tenía el corazón encogido cuando se acercó al coche.

– ¡Jessup! -llamó.

– Sí, señor.

– ¿Tenemos los datos del coche y la matrícula?

– El coche pertenece a Ashley van Auden, veintiún años. Aquí dice que su lugar de residencia está en San Diego, California, y su dirección postal corresponde al campus de la universidad.

– ¿Dónde estaba Ashley?

Nick fue a la parte trasera del coche y buscó el depósito de gasolina. Sacó una linterna e iluminó la tapa. El coche tenía un mecanismo de apertura en el suelo, junto al asiento del conductor, para abrir el depósito. Sin embargo, en general la gente no cerraba el coche con llave cuando se detenía a poner gasolina o a comer, ni siquiera cuando aparcaban frente a su propia casa.

Y aunque cerraran el coche, era fácil abrir una puerta si uno sabía lo que hacía.

Se inclinó para mirar más de cerca y la luz de la linterna iluminó una leve huella de algo espeso junto a la tapa de la gasolina. Aspiró. El aroma dulzón de la melaza se volvió amargo en cuanto supo que el Carnicero había vuelto a golpear.

Nick tuvo ganas de darle una patada a algo.

– Jessup! -gritó-. ¡Llama a los técnicos del laboratorio! ¡Quiero a todo el mundo aquí, completamente equipados, sin excepciones!

– ¿Señor?

Ignorando la pregunta implícita de Jessup, Nick sacó su teléfono móvil y tecleó un número.

– Aquí Peterson.

– Quinn, el Carnicero ha cogido a otra mujer. ¿A qué hora piensas volver?

– Ya estoy en camino. ¿Dónde estás tú? Tardaré menos de una hora en llegar.

Ashley van Auden tenía resaca, como aquella vez que se había pasado bebiendo champán en la boda de su tía Sherry. Tenía la cabeza espesa, pesada, le martilleaba en los oídos.

Tiritó y se dio cuenta de que se había despertado a causa del frío. Nunca se había acostumbrado al clima frío de Montana. En su soleado San Diego, lo normal era el calor, la diversión y las playas bonitas. No le gustaba Montana, pero la universidad de Montana State contaba con un excelente programa de biología de la fauna salvaje. A ella le venía bien, ya que quería trabajar con las cabras monteses en peligro de extinción en el sur de California.

Pero ese frío era peor que el frío. Estaba helada hasta la médula de los huesos. Sentía la piel desnuda y expuesta. Ninguna manta para cubrirse, ni una estufa para calentarse. Y aquel cuarto olía que apestaba. A podrido y moho. Olía como un animal muerto, como si una familia de ratas se hubiera metido en un rincón y llevaran muertos una semana.

Aquello no era su habitación en el campus.

Un miedo horrible se apoderó de ella en cuanto se despertó del todo. No fue un aumento de las pulsaciones cardiacas ni una inquietud paulatina sino un terror inmediato y profundo. Cuando sintió ese pánico que le llegaba a la médula, intentó sentarse, pero se dio cuenta de que algo se lo impedía. Se quemó la piel de las muñecas intentando liberarse. ¿Qué había pasado? ¿Dónde estaba? ¿Dónde estaba JoBeth?

Lo último que recordaba era que el coche se paraba. Sin más. Tras un par de estertores, moría del todo. Tuvo suerte de poder conducirlo a un lado del camino.

Jo le dijo que llamaría a la grúa y bajó del coche porque su móvil no tenía buena cobertura. Otra cosa que Ashley detestaba de las montañas. Nunca tenía problemas con su móvil en San Diego.

Se inclinó para mirar el reproductor de CD y ver si tenían batería para escuchar música. Cuando volvió a mirar, Jo había desaparecido.

Bajó del coche y percibió la figura de una mujer que caminaba hacia los árboles al otro lado del camino. ¿Por qué Jo cruzaba la carretera?

– Jo, ¿qué haces allá al otro lado?

Y luego, nada. No recordaba nada más. ¿Por qué no podía recordar? ¿Qué había ocurrido?

Estaba desnuda. Y atada. Algo le tapaba los ojos, algo ajustado. Muy apretado. No oía nada excepto el pánico como un martillo en los oídos. Le temblaron los labios y dejó escapar un sollozo. Tragó saliva, intentando que el miedo no la dominara.

Crac.

¿Qué era eso? ¿Alguien venía? Dios, ¿qué iba a hacerle?

Rebecca Douglas.

Sintió que el pánico la atenazaba, y que se desvanecía de su alma hasta el último gramo de esperanza. Acababan de encontrar a esa chica de la universidad, Rebecca. El periódico decía que había sido el Carnicero de Bozeman. El hombre que torturaba a las mujeres en el bosque y luego las cazaba como a animales. El Carnicero.

¡No! ¡NO! ¡NO! ¡NO!

Dios mío, por favor, no dejes que me haga daño.

Sintió la garganta apretada, el pecho tenso, y empezó a respirar desbocadamente, mientras luchaba contra sus ataduras. Lanzando patadas, tirando y empujando. No quería morir. ¡No podía morir! Tenía toda la vida por delante. Sus amigos. Su familia. Su querido padre le había dicho que tuviera cuidado. Que vigilara. Que tomara las debidas precauciones. Le decía que era demasiado amable, demasiado ingenua.

Ella creía que hacía caso de sus advertencias. ¿Qué había hecho mal?

Más que nada en el mundo, quería ahorrarle el dolor a su padre. Ella era su princesa. ¿Qué haría él cuando se enterara de que había desaparecido? ¿Cuándo la encontraran muerta? Torturada y… y violada.

No. No. ¡NO! Aquello no podía estar ocurriendo.

¿Dónde estaba JoBeth?

– Jo -murmuró en medio de aquella oscuridad. Se quedó escuchando, intentando tranquilizar su corazón galopante.

Nada.

Al cabo de un rato, volvió a escuchar el mismo ruido. Algo. Afuera. Eran voces, susurrando en la oscuridad. Aguzó el oído y captó algunas palabras.

– ¡Te dije que era demasiado pronto! -Era una voz grave, pero parecía una voz de mujer.

– Vete. Vuelve la semana que viene. -La voz de un hombre. Una voz ronca.

Chas.

– Tengo que volver a casa. Es tarde. Volveré mañana.

Murmullos, algo que no pudo escuchar. Crac. Nada.

El silencio realzaba su miedo, con sus ruidos negros como la noche de sus ojos vendados. Y luego un crujido. El grito de una lechuza. Los ruidos de la noche estaban presentes desde el principio, pero hasta ese momento su terror le había impedido oírlos. Algo que se arrastraba, luego un chirrido, y silencio. Algo que se escabullía por el tejado. De zinc. Era el ruido del zinc. Estaba en una especie de cabaña, y hacía mucho frío.

Ashley supo que la puerta se abría, no por el ruido sino por el soplo de aire frío.

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