– Si te atreves aunque no sea más que a abrir la boca, te mataré. Lentamente. Y luego mataré a tu amante.
Miranda se creyó la amenaza de Delilah. No quería morir. No ahora, que había puesto sus demonios a buen recaudo. No soportaba la idea de que Quinn la encontrara muerta.
Delilah Parker era una mujer enferma.
Con las manos atadas detrás de la espalda, Miranda sintió la carne de gallina en la piel todavía húmeda. Llevaba puesta una delgada bata de algodón y nada más.
Temblando y descalza, Miranda avanzó a trompicones por el sendero, sintiendo la pierna adolorida. No tenía ni idea de a dónde la llevaba Delilah, pero todavía no estaba muerta. Ya encontraría una oportunidad para escapar.
– ¿Por qué haces esto? -preguntó Miranda.
– Porque quiero -dijo Delilah, como una niña mimada-. Venga, sigue caminando.
Tenía que seguir hablándole. Miranda lo recordaba de sus clases de psicología criminal.
– ¿Por qué ayudabas a tu hermano a secuestrar mujeres? Eres una mujer. Supongo que sentirías alguna simpatía por ellas.
Delilah se encogió de hombros.
– Era interesante.
¿Interesante? ¡Delilah pensaba que violar y disparar a mujeres por la espalda era interesante!
– ¿Nos entregabas a nosotras, las mujeres, y luego te marchabas sin más? ¿Sabiendo lo que él iba a hacer?
– Habla más bajo -advirtió Delilah, con un silbido de voz.
Miranda no podía creer lo que estaba oyendo. Siguió caminando, aunque hablando en un murmullo, consciente de la pistola que le apuntaba por detrás.
– ¿Cómo podías hacer eso? ¿Simplemente darles la espalda?
– No les daba la espalda. No soy una cobarde. No soy como David.
Miranda tropezó al oír esas palabras. Delilah la encañonó para que se levantara.
– Venga, sigue caminando.
– Mi pierna.
– Y ¿a quién le importa una mierda tu pierna? Davy ha muerto.
Miranda se mordió la lengua y unas lágrimas asomaron en sus ojos. -¿Tú lo sabías? ¿Tú mirabas?
– Quería mirar. Quería ver qué hacía falta para quebrar a alguien. Davy insistía en que si encontraba a la chica adecuada, ella querría quedarse con él para siempre. Yo le decía que era una tontería. Y tenía razón.
¿Cómo podía ignorar esos gritos que no paraban? ¿Ella miraba mientras su hermano violaba y torturaba a las mujeres y lo encontraba interesante? ¿Para ver cómo se quebraba a un ser humano? Miranda sintió que se le revolvía el estómago y la bilis le llegó a la boca de la garganta. Se obligó a tragar, y la sensación de quemazón le arrancó una mueca.
¡Delilah era una criatura tan retorcida como su hermano!
– Sabrás que no es culpa mía -siguió Delilah-. Davy cogió a esa primera chica sin decírmelo. ¿Te lo puedes creer? Fue, la secuestró y la violó. Creía que si la chica se enteraba de cuánto la quería -dijo Delilah, entornando los ojos-, se quedaría junto a él.
– Penny -dijo Miranda, como si hablara sola.
– Se suponía que no debía tocar a otras mujeres sin mi permiso. Pero yo sabía, como una mujer sabe que su marido la engaña, yo sabía que él tenía otra mujer. Lo seguí. Y ahí estaba, atada en el suelo inmundo de alguna cabaña abandonada. Vi a Davy a través de la ventana. Rogándole que le dijera que lo amaba, bla, bla, bla.
– Davy salió una hora más tarde y yo la solté. Le dije cómo tenía que bajar desde la montaña. Me rogó que la llevara conmigo. Como si yo quisiera ayudarla. La acompañé hasta la entrada de la quebrada y alcancé a Davy antes de que subiera a su todoterreno. -Delilah rió, un gesto sorprendentemente ligero teniendo en cuenta su escalofriante relato.
– Le dije que tenía que matarla. Si no la mataba, ella lo entregaría a la policía -dijo, y sacudió la cabeza-. Lo esperé. No tardó demasiado.
Delilah empujó a Miranda para que avanzara. Miranda tropezó sobre una raíz y cayó de rodillas. Los puntos de sutura se tensaron y un hilillo de sangre le corrió por la pierna. Delilah le propinó una patada.
– ¡Levántate!
Miranda se incorporó apoyándose en las pantorrillas y con las piernas hacia fuera para mantener el equilibrio, mientras sentía la rabia acumulándose en ella. Le aterraba pensar en lo que era capaz de hacer Delilah. Aquella mujer demostraba una total y absoluta indiferencia al dolor y el sufrimiento ajenos.
– Estás enferma, Delilah. Te parecía emocionante ver cómo tu hermano violaba a las mujeres.
Miranda se preparó para un golpe que no llegó. Delilah guardó silencio, y Miranda entendió en ese momento hacia dónde se dirigían. A su campo. A aquel prado especial donde ella iba a pensar, a relajarse y a celebrar las cosas buenas de la vida.
¿Acaso Delilah la había mirado mientras ella reflexionaba sentada en ese amplio espacio abierto? ¿Acaso la seguía? ¿La acechaba? Y ¿el enfermo de su hermano? ¿Había hecho lo mismo?
En los lindes del claro, Delilah obligó a Miranda a sentarse de un empujón. Ésta tropezó, y no pudo evitar golpearse la cara contra el suelo. De sus ojos brotaron lágrimas, más por la indignación y el miedo que de dolor.
Delilah parecía una mujer delicada, pero era fuerte. Empujó a Miranda contra un árbol y la obligó a sentarse. Miranda sintió las piedras y las afiladas agujas de pino hincándosele en las nalgas y las piernas, pero se resistió al impulso de gritar. No le daría a esa perra la satisfacción de verla llorar. Delilah le quitó las ataduras de las manos.
Era su oportunidad.
Miranda intentó darle con ambos brazos. Anticipándose a su movimiento, Delilah le asestó un golpe en la sien con la culata de su pistola. Miranda se derrumbó, jadeando de dolor. Apretó con fuerza los dientes para soportar el dolor y las náuseas, y Delilah volvió a empujarla para que se sentara contra el árbol. Le ató las manos por detrás y alrededor del tronco. Delilah tiró con fuerza de ambos brazos y Miranda lanzó un grito.
– ¿Qué haces? -consiguió preguntar.
– Esperando.
– ¿A qué?
– A que aparezca tu amante.
– No lograrás salirte con la tuya. -¡Era una estupidez decir eso! Además, Miranda temía que Delilah estuviera lo bastante desesperada para hacer cualquier cosa.
Miranda imaginó diversos escenarios. Podía gritar, pero Delilah sencillamente la dejaría inconsciente de un golpe. Podía lanzar una patada para hacerle soltar la pistola pero, atada al árbol, Miranda no tenía ninguna posibilidad de hacerse con ella. La mejor oportunidad que tendría sería avisar a Quinn cuando estuviera lo bastante cerca. Advertirle que se trataba de una trampa. Sólo podía esperar que él se percatara antes de que fuera demasiado tarde.
– Te vi a ti y a ese poli -siguió Delilah-. La otra noche, que estabais follando.
¿Ella estaba ahí? ¿Había estado tan cerca y ellos sin saberlo? Miranda se sentía como manchada al enterarse de que el momento más íntimo de su reunión con Quinn hubiera sido observado por aquella mujer retorcida y enferma.
– Cuando era pequeña, nunca entendía qué había de tan extraordinario en el sexo. Parecía tan complicado. Los cuerpos sudando y todo eso. Solía mirar a mi madre, después de que mi padre nos dejó. Miraba lo que hacía con los hombres. Lo que hacía con Davy.
Miranda aguzó el oído. ¿Su madre había abusado de su propio hijo? Toda la familia estaba enferma. Una leve chispa de compasión asomó en el alma de Miranda, pero algo en ella la reprimió. Todos tenemos la capacidad de elección. Ellos eligieron ser perversos.
Delilah guardó silencio un momento largo. Y luego volvió a hablar.
– Yo odiaba a Davy. Mamá lo quería más. Lo abrazaba. Lo besaba. Yo era la hija no deseada. Papá me quería, pero nos dejó y nunca volvió. Nunca, ni siquiera una vez. Simplemente se fue. -Respiró hondo y su tono de voz dejó de ser infantil-. Pero mamá quería más a Davy, y lo metía en su cama. Hacía todo por él. Y yo lo odiaba. Claro que cuando supe que se lo estaba follando, el pobre chaval me dio un poco de pena. Él se quedaba ahí tendido y lloraba. Era patético. ¿Por qué no se resistía? ¿Por qué no se iba? -preguntó, sacudiendo la cabeza-. No dejé que te matara -dijo, al final.
Miranda prefirió tragarse su respuesta. No era el momento de contradecir a Delilah.
– Después de que te escapaste, quería matarte, pero tú luchaste. Yo admiraba eso. Y mira cómo me has pagado. ¡Te di la vida y ahora has matado a mi hermano! -exclamó, y le dio a Miranda en toda la cara, aplastándole la cabeza contra el árbol. Miranda literalmente vio estrellas y lanzó un grito de dolor.
– ¡Eres una perra enferma!
– Nada de palabrotas -dijo Delilah. Sacó un pañuelo de su bolsillo y se lo metió a Miranda en la boca. Luego, le ató un trozo de cuerda para mantener la mordaza en su lugar.
Ahora no podría advertir a Quinn. Miranda sintió que el estómago se le revolvía. Por favor, por favor, no vengas.
No soportaría verte morir.
El agente Dick Walters estaba muerto. De un disparo en la cabeza. Y Miranda había desaparecido.
Quinn dejó el cuerpo del poli en el pequeño porche de Miranda y dio órdenes a la media docena de agentes del sheriff que ya habían llegado. Los demás venían en camino, junto con otros agentes del FBI, pero el tiempo apremiaba. Quinn no podía esperar a que llegara más ayuda.
Delilah incluso no había intentado disimular sus huellas. Esperaba que la siguieran. Quería que la siguieran.
¿Qué pretendía? Tenía a Miranda, supuestamente viva, ya que no habían encontrado sangre en el interior de la cabaña. Pero ¿por qué mantenerla con vida?
Delilah quería a alguien o algo, y un rehén le daría algo con qué negociar.
Quinn odiaba las negociaciones con rehenes. La enorme tensión de ser responsable de las vidas de personas inocentes había destruido a algunos de los mejores agentes con que había trabajado. Pero era peor cuando el rehén era alguien que uno conocía.
O alguien a quien uno amaba.
– Hay que ir con cuidado -le dijo a los agentes, y envió a dos por la derecha y a otros dos por la izquierda, además de los dos que lo seguían por el camino que había tomado Delilah.
Se dieron prisa, manteniéndose pegados a los árboles, por si fuera una trampa. No caminaron, ni siquiera doscientos metros, antes de que el sendero desembocara en un prado, oculto por una densa cortina de árboles.
Quinn no podía equivocarse. La bata blanca de Miranda casi brillaba en el fondo verde y marrón de los árboles en el límite del prado, como un faro que anunciaba su presencia. Estaba sentada al pie de un árbol. Quinn sacó sus prismáticos y miró.