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Capítulo 10

Miranda sentía la tensión en todos los músculos mientras caminaba detrás de Quinn, Nick y los demás por el sendero hasta el claro que habían descubierto el día anterior.

Nick llamó a Pete Knudson, un agente forestal con quien había trabajado a menudo en otras búsquedas. Si encontraban una bala alojada en el tronco de un árbol, cortaba un trozo o talaba todo el árbol con el fin de guardar la bala como prueba.

Tanta tensión le provocaba un dolor de cabeza que le abotargaba el cerebro. Intentó combatirlo tomando tres aspirinas con un trago de su cantimplora. Era fácil achacar el dolor de cabeza a la falta de sueño, a su escaso apetito o a la tensión que significaba un secuestro más del Carnicero. Sin embargo, ella tenía a Quinn por responsable de la mayor parte de su malestar. Su presencia la desconcertaba de manera inesperada.

Durante años se había engañado a sí misma diciéndose que la traición de Quinn en la Academia no importaba. Llegó a la conclusión de que, aunque en ese momento se sentía herida, volvería a Bozeman y llevaría una vida apacible. Después de cuatro años en la Unidad de Búsqueda y Rescate, aceptó el puesto de coordinadora cuando su jefe, Manny Rodríguez, obtuvo un empleo en Colorado. Contaba con un equipo de dos miembros contratados por la unidad y más de una veintena de voluntarios, hombres que confiaban en ella.

– ¿Miranda? -dijo Nick, que caminaba a su lado. En su rostro atractivo y curtido, asomó una expresión de preocupación.

– Estoy bien -dijo ella, antes de que él le preguntara.

– Sí -dijo Nick, y lanzó una mirada a Quinn, que iba a la cabeza del grupo.

– ¿Qué ha pasado en la autopsia? -Intentó que la pregunta sonara profesional, pero no pudo evitar que le temblara la voz.

– Me he ido antes de que el doctor Abrams acabara, pero ha sido lo mismo de siempre.

– Eso lo sabíamos.

– Siento no haberte contado lo de Quinn -dijo Nick. Habló en voz baja para que nadie más pudiera oírlo.

– Siento haberte gritado ayer. No te lo merecías después de ver a Rebecca en ese estado.

Nick todavía intentaba protegerla del recuerdo de sus siete días en el infierno. No entendía que, aunque ella no pudiera escapar al pasado, el hecho de ayudar en la búsqueda de esas chicas le diera cierto sosiego. Miranda hacía todo lo posible por encontrar al Carnicero. Y, algún día, llegaría el momento de pararle los pies.

Ella quería estar presente cuando llegara aquel día de su captura. Tenía que estar, como si ayudar a atraparlo la fuera a liberar de sus fantasmas y pesadillas.

Nick dejó escapar un largo suspiro.

– ¿Pactamos una tregua?

– Nunca me dura demasiado el enfado contigo -dijo ella, y le sonrió. Quería a Nick, pero no como a él le habría gustado.

Lo había intentado. Durante tres años había querido darle su corazón. Quería de verdad amarlo. Pero cuanto más lo intentaba, más difícil era. Con su ex amante tenían una relación libre de amistad, lealtad y apoyo mutuo. Sin embargo, Miranda todavía tenía el corazón roto, y Nick no podía recomponer las piezas.

Miranda miró al único hombre que sí podía.

Quinn se sintió observado. Se detuvo en los límites del claro para orientarse, miró hacia atrás y se encontró con la mirada de ella. Durante una fracción de segundo, creyó ver algo diferente de la rabia en su rostro largo y delgado. Por un momento, vio un destello de deseo en sus ojos oscuros, una necesidad física y una añoranza emocional que él recordaba bien del pasado. Si le hubiera caído un rayo encima no lo habría sacudido con más fuerza. Hizo una mueca y parpadeó.

Aquello que había creído ver ya no estaba. Miranda tenía la boca cerrada, los labios convertidos en una línea rígida, el rostro impasible y la mirada dura, llena de sospechas y desconfianza.

Quinn se volvió hacia los hombres, se deshizo de la mochila y se quitó la chaqueta. Tomó un trago largo de agua fría de la cantimplora para combatir el calor que la embargaba con sólo pensar que Miranda todavía albergara algún sentimiento por él.

La temperatura había alcanzado apenas los siete grados por la mañana, pero el sol ahora tendía un manto cálido sobre aquel campo de árboles nuevos. En circunstancias normales, el tramo que acababan de cubrir sería un paseo estimulante y agradable.

Los agentes de Nick lo miraban con una mezcla de arrogancia y cautela. Obedecer órdenes de un federal era algo que no figuraba en sus manuales, pero él no dejaría que la hostilidad entre los diferentes cuerpos interfiriera con la investigación.

Se aclaró la garganta.

– Veréis los banderines naranjas donde la señorita Moore y yo encontramos las pruebas ayer. Quisiera encontrar la bala que fue disparada, si es posible. -Se volvió para mirar al agente Booker-. El sheriff Thomas dice que usted es el que mejor dispara de todo el departamento.

El agente se enderezó aún más.

– Gané la competición del condado, señor, pero…

– Booker -lo interrumpió Nick-, quiero que vayas hasta ese banderín de allá. -Señaló un punto a unos sesenta metros-, y te sitúes como si estuvieras disparando un rifle de grueso calibre a un blanco en movimiento del tamaño de una mujer de un metro sesenta que va por ese sendero -dijo, y le indicó otro banderín a unos siete metros.

Booker tragó saliva, se ajustó la gorra y miró a Miranda como si estuviera nervioso.

– Eh, sí, sheriff -dijo.

– Luego le cuentas al agente forestal Knudson la trayectoria y encuentras las malditas balas. -Nick se volvió hacia el resto de sus hombres -. Separaos. Ya sabéis qué buscamos. Y si encontráis cualquier cosa, llamad al agente Peterson o a mí. Nada de charlar por walkie-talkie; tenéis que ser minuciosos. La lluvia ha echado a perder nuestras posibilidades de conservar las pruebas, pero puede que tengamos suerte.

Dios sabe cuánta suerte necesitamos ahora, pensó Quinn, mirando el cielo despejado.

Se dirigió hacia donde esperaban Miranda y Nick, al comienzo del sendero.

– … la barraca -decía Miranda cuando se acercó.

– ¿Qué?

Ella casi ni le prestó atención.

– Iré en esa dirección para encontrar la barraca -dijo, señalando montaña abajo, más allá de los banderines donde el agente Booker se preparaba con el guardia forestal.

– No sin mí -dijo Quinn. ¿En qué estaría pensando Miranda?

– Nick y yo nos las podemos arreglar sin problemas.

– Yo me quedaré aquí -avisó Nick-. Tengo que estar accesible.

Quinn vio que Miranda se debatía ante la perspectiva de ir de pareja con él nuevamente. Y a él le importaba un comino. Miranda no se alejaría sola. Y si tenía razón al pensar que la cabaña estaba situada cerca del claro, él tenía que acompañarla. Por seguridad y para recoger pruebas.

– De acuerdo -dijo ella, con voz seca, como cansada. Era probable que no hubiera dormido demasiado anoche, como le venía sucediendo desde la desaparición de Rebecca.

Él, desde luego, apenas había dormido en toda la maldita noche, pensando en lo que Miranda había hecho durante los últimos diez años. En cómo había cambiado su vida, y cómo no había cambiado. Preguntándose si había hecho lo correcto en la Academia. No, era lo correcto, pero todo le había salido mal.

Por aquel entonces no supo cómo remediarlo, y ahora la brecha entre ambos parecía mucho más profunda. Quiso darle a Miranda tiempo y espacio mientras intentaba ponerse en contacto con ella, hablar con ella y explicarse. Confiaba en que Miranda acabaría entendiendo que en aquel momento dejar la Academia era la decisión correcta. Pero ella nunca respondió a sus llamadas y le devolvió sin abrir la única carta que él le mandó con un Devolver al remitente.

Aquello dolía.

No hizo caso de los recuerdos y volvió a sacar su cantimplora. Bebió un trago largo y dijo:

– Vamos.

Caminaron en silencio, mirando el suelo en busca de pruebas. Cada ciertos pasos verificaban que fueran por el buen camino, gracias a alguna rama rota o a huellas muy marcadas. En un punto, vieron que Rebecca se había caído, no había duda. La prueba era un largo mechón de pelo rubio prendido de una rama, arrancado de cuajo de la cabellera. Quinn colocó un banderín naranja sin decir nada, la fotografió. Cortó la rama y la metió en una bolsa de pruebas con el mechón de pelo.

Cuando acabó, se dio cuenta de que Miranda se había detenido y lo estaba mirando. No, no lo miraba a él sino a algo que estaba más allá. Como si viera algo que no estaba ahí.

El corazón se le aceleró. Le dolía ver que Miranda se ponía en situaciones que la obligaban a revivir lo que le había sucedido. Su angustia era visible. Recordó el momento en que encontró el cuerpo de Sharon, su dolor, su evidente desazón. Miranda era fuerte pero no indestructible.

Le dieron ganas de acercarse a ella y tocarla, estrecharla.

– Miranda -dijo, con voz suave-. ¿Te encuentras bien?

Ella volvió rápidamente su atención a él.

– Estoy pensando -dijo-. Cayó aquí. ¿Por qué? No hay ramas que la hicieran tropezar. Está en el claro. Y él le disparó.

– No se sabe… -dijo él, y se detuvo. Podría ser. Siguió la dirección de su mirada mientras ella caminaba dibujando un lento círculo-. Quizá -dijo-, pero dónde está la prueba.

– Aquí cambió de dirección -murmuró, como si estuviera hablando sola.

– ¿Qué?

– No habría seguido en línea recta después de que le disparara. Habría cambiado de dirección, se habría girado, habría hecho algo diferente para que él no pudiera seguirle la pista. -Miranda empezó a caminar dibujando un arco, hacia atrás y hacia adelante, hasta detenerse, a unos quince metros monte abajo, en un ángulo de cuarenta grados en relación con el sendero por donde avanzaban.

– ¡Aquí! -dijo, con la voz teñida por la emoción.

Quinn se reunió con ella más abajo. Había otros dos casquillos. Quinn plantó un banderín.

– Tenemos que bajar -dijo ella, señalando hacia una pendiente muy acusada.

– Es muy empinado.

– Sí, pero vinieron por aquí.

Tenía razón. Había un árbol pequeño pisado y roto en la dirección que señalaba Miranda. El límite del claro acababa bruscamente unos quince metros más allá. Quinn detuvo a Miranda cuando llegaron al perímetro.

Doce años antes habían caminado juntos por una pendiente similar para llegar a la cabaña donde Miranda y Sharon habían estado encerradas. Quinn nunca olvidaría el valor de Miranda aquel día.

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