Miranda se paseó de una punta a otra de la sala de espera de urgencias durante dos horas hasta que, finalmente, decidió sentarse en una de las sillas de plástico verde alineadas junto a las paredes. No sabía casi nada del estado de JoBeth Anderson. El hospital no conseguía localizar a su familia en Minnesota, y por eso habían llamado a la universidad. Un administrativo se encargaba de encontrar a sus padres pero, dado que se trataba de una cuestión de vida o muerte, decidieron trasladar a JoBeth a cirugía para intervenirla.
Cuando el teléfono de Miranda sonó a las dos de la madrugada, la sacó violentamente de una pesadilla, y se sintió agradecida por la interrupción.
Era Nick. El Carnicero tenía a otra víctima.
En ese momento, Miranda no se preguntó por qué el Carnicero habría dejado atrás a JoBeth. Pero ahora no podía quitárselo de la cabeza.
¿Por qué no se la había llevado con Ashley?
¿Por qué el Carnicero había intentado matarla para luego dejarla tirada a la orilla del camino?
Y ¿por qué actuaba tan rápidamente después del asesinato de Rebecca Douglas? El interludio más breve que tenían era de dos semanas. A Ashley se la había llevado sólo tres días después.
Tenía que hablar con Quinn y desentrañar el significado de aquello. ¿Se iban acercando a él? ¿Había algo en la investigación que le indicara algo? ¿O quizá fuera obra de un imitador? Sin embargo, Nick y Quinn no estaban para que pudiera preguntarles. Estaban interrogando a posibles testigos en el Cruce, donde JoBeth y Ashley habían parado a comer.
Por la enfermera de turno, Miranda se enteró de que JoBeth había recibido un golpe en la nuca que podía ser mortal. La habían golpeado tres veces lo bastante fuerte para romperle el cráneo. Los médicos procuraban salvarle la vida pero aunque eso sucediera era probable que tuviera la columna rota. Las heridas eran graves. Los golpes asestados iban destinados a matar.
Es una superviviente. Igual que yo.
JoBeth no se lo merecía. Ahora yacía casi inerte en la mesa de operaciones mientras los médicos luchaban por parar la hemorragia del cerebro.
Dentro de ese cerebro quizás hubiera algo que los condujera hasta el asesino. Quizá JoBeth hubiera visto al Carnicero, quizá lo conociera, ¡algo que les ayudara! Tenían que encontrar una pista. Necesitaban que el asesino cometiera un error.
Miranda rogaba que JoBeth sobreviviera. Que recuperara la conciencia. Que dijera: «Sí, lo vi, es…»
Por favor, JoBeth, tú puedes conseguirlo.
Miranda seguía sentada en la silla del hospital. Cuando asomó el alba, cerró los ojos para descansar un momento.
JoBeth seguía en la sala de operaciones cuando Quinn llegó una hora después.
No le sorprendió ver a Miranda en la sala de espera de urgencias. Pero no se esperaba encontrarla estirada sobre un sillón, durmiendo, con la mochila de almohada. Una manta de lana le cubría su cuerpo menudo. Tenía los brazos cruzados sobre el pecho, con la manta cogida muy cerca de la cara. Como una niña. Inocente.
Su piel pálida estaba relajada por el sueño, al contrario de la tensión que se adivinaba en todo su cuerpo. Quinn se acercó sin hacer ruido, dejando que la imagen le llegara al corazón. Bella, fuerte, vibrante, lista.
Apasionada. Inteligente. Aunque a veces era como una patada en la entrepierna de lo testaruda que se ponía.
Se humedeció los labios. Nunca volvería a comer tarta de pacana sin acordarse de Miranda. De sus labios dulces, azucarados, al fundirse con los suyos. Sintiendo cómo se amoldaban sus cuerpos, cómo encajaban a la perfección.
No pudo resistir la tentación de inclinarse para apartarle un mechón de pelo suelto detrás de la oreja.
Miranda abrió los ojos y se incorporó de un salto. La manta cayó al suelo y, en el instante antes de reconocerlo, su rostro quedó paralizado por el miedo. Él se sintió mal por haberla asustado. Se sentó junto a ella y le tocó la mejilla. Tenía una piel muy suave.
Ella no se apartó, pero tampoco se inclinó hacia él para recibir su caricia. A esas alturas, él se contentaba con lo que ella le diera. Desde luego, no quería poner en peligro lo poco que había avanzado para conseguir que volviera a confiar en él.
Como si no fuera un error haberla besado. Aunque en aquel momento no habría dicho que se trataba de un error.
– Lo siento, Miranda, no quería despertarte.
– Sentí que alguien me observaba -dijo, con la voz todavía ronca del sueño, o por la falta de sueño. Miranda se aclaró la garganta, y ocultó el miedo en su mirada detrás de sus tupidas pestañas. Respiró hondo y lo miró -. ¿Qué ha pasado? ¿JoBeth? -Se incorporó y, al sentarse, se tambaleó levemente. Él la cogió por el codo para estabilizarla y ella no le apartó la mano.
Otro pequeño paso.
– Acabo de llegar -dijo él.
Ella miró hacia la sala de enfermeras.
– Prometieron despertarme si había alguna novedad. -Se giró hacia la enfermera que estaba sola detrás del mostrador.
– ¿Se sabe algo? -preguntó -. JoBeth Anderson, estaba en…
– Lo sé -asintió con la cabeza la enfermera-. Ya ha salido de cirugía y la han trasladado a la UCI hace treinta minutos.
– ¿Cómo está?
– Lo siento, señorita Moore, no se lo puedo decir si no es familia de la paciente.
Miranda se puso tensa junto a Quinn y se mordió el labio. Él la entendía. Entendió que Miranda se sintiera mal por Ashley y preocupada por JoBeth.
Quinn sacó la cartera y le enseñó la placa.
– Agente Especial Quincy Peterson, del FBI. Si fuera tan amable de buscar al médico de la señorita Anderson, tengo que hablar con él.
– Sí, señor. -La enfermera cogió el teléfono y Quinn volvió con Miranda a la sala de espera, acompañándola con la mano en el codo.
Ella suspiró y se llevó una mano a la cabeza, ocultando sus ojos inyectados en sangre.
– Maldita sea, Quinn. ¿Por qué?
No hacía falta que le preguntara a qué se refería.
– Hemos llevado el coche a la oficina del sheriff y lo están revisando con lupa. Buscan huellas dactilares, cabellos, cualquier cosa. Los técnicos de criminología siguen allí, tomando muestras de todo lo que hay en las inmediaciones, hasta la última piedra, la tierra y las hojas. Si hay algún desperdicio al borde del camino, lo enviarán inmediatamente a Helena. Si ha cometido un solo error, Miranda, lo encontraremos.
Le cogió el mentón para obligarla a mirarlo de frente. El corazón se le encogió de la pena de ver el dolor en sus grandes ojos azules.
– Lo prometo. No pienso irme hasta que obtengamos respuestas concretas.
Ella asintió con un gesto casi imperceptible y luego se hundió en una silla de plástico con la cabeza entre las manos. Él se sentó a su lado y le tocó el hombro. Era tan agradable poder tocar de nuevo a Miranda sin que ella hiciera muecas. Quinn se frotó los músculos.
– ¿Tenemos alguna posibilidad de encontrarlo antes de que Ashley muera?
¿Qué podía decir él a eso?
– Siempre hay una posibilidad.
Ella se volvió para mirarlo. Irradiaba tensión en ondas invisibles, con todos los tendones del cuello estirados. Debía tener una jaqueca horrible y, conociendo a Miranda, se limitaría a sufrirla en silencio. En una ocasión le había contado que el dolor le recordaba que estaba viva. Él pensó que era un castigo que ella misma se infligía por la culpa de haber sobrevivido, mientras que Sharon moría.
– Es como si pudiera verla, Quinn -murmuró Miranda, con voz temblorosa-. Ashley. En la oscuridad. Con frío, desnuda y asustada. Aterrada. Peor de lo que estaba yo.
– Miranda, no hagas eso…
Ella sacudió la cabeza y se inclinó hacia él, como rogándole que comprendiera. Quinn le rodeó el hombro con un brazo y la apretó con ternura.
– No, no, tengo que centrarme en ella. Tengo que recordar. ¿No ves que para ella es peor? Ella lo sabe. Ella sabe que ha sido el Carnicero. A Rebecca la mataron hace pocos días. Ashley estará pensando que ella será la próxima. -Su voz se quebró, como en un sollozo, pero no brotaron las lágrimas.
Él la estrechó en sus brazos y la abrazó suavemente. Le temblaba todo el cuerpo a pesar del esfuerzo para contener la emoción. Era un gran paso que dejara que la consolara, un paso que le daba esperanzas.
Y saber que había esperanza lo impulsaba a abrir aún más el corazón.
Ella respiró hondo y murmuró contra su pecho:
– He llamado a Charlie y al equipo de búsqueda -siguió ella-. Comenzamos a las ocho.
– Tienes que dormir -dijo él, frotándole la espalda.
Ella se echó hacia atrás y sacudió la cabeza.
– No puedo dormir. Pensando que Ashley está allá, perdida. Pero… maldita sea, no sé qué hacer. Recorremos hectáreas y más hectáreas y nunca encontramos a las mujeres vivas. Pero no sé qué otra cosa hacer. No puedo hacer nada.
Miranda nunca había sido de las que se desentendían del trabajo para dejárselo a otros. Desde el comienzo, se lanzaba de cabeza a la tarea.
Antes de que él pudiera decir alguna banalidad para intentar distraerla, vio que se acercaba un médico alto y delgado, de pelo entrecano.
– ¿Agente Peterson? -dijo, tendiéndole la mano y clavando en ella sus ojos negros. Luego lo miró nuevamente a él -. Doctor Sean O'Neal.
– Gracias por venir -dijo Quinn, estrechándole la mano-, ¿Cómo se encuentra la señorita Anderson?
– ¿Se pondrá bien? -preguntó Miranda.
El doctor O'Neal suspiró, se quitó las gafas y se frotó los ojos. Volvió a ponerse las gafas.
– No lo sé. Lo tenía todo en contra cuando la trajeron, pero ha aguantado. Ahora que ha sobrevivido a la operación, tiene un cincuenta por ciento de probabilidades. El sheriff Thomas se ha puesto en contacto con sus padres, que viven en otro estado, y yo acabo de hablar con ellos. Los golpes en la cabeza han sido fuertes. Por suerte, no le ha afectado la columna. Temíamos que tuviera el nervio seccionado, pero está en buen estado. Por otro lado, aunque se despierte, no se puede decir si el daño cerebral será permanente… En pocas palabras -dijo el médico-, está en coma.
En coma. Su mejor testigo, su único testigo, estaba en coma. La suerte era una mierda.
Ryan Parker se despertó de golpe. El corazón le latía con fuerza en medio de la luz gris de su habitación. Estaba mojado, y por un momento creyó que se había orinado en la cama y luego se dio cuenta de que era sudor; un sudor que le daba frío.
Pero le daba todavía más frío su pesadilla.