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Capítulo 34

Pasó un minuto.

Miranda no se movió. Apenas se atrevía a respirar. El único ruido que oía aparte del golpeteo constante de la lluvia eran los temblores de Ashley.

Barrió el bosque con la mirada. Alerta a cualquier movimiento. A algo que le dijera dónde se había metido.

Nada.

Pasó otro minuto.

Sintió el miedo en la boca, un sabor repugnante que le dio ganas de escupir. Pero no se atrevió a abrirla. El pecho se le iba encogiendo mientras sus ojos iban de un lado a otro, sin parar.

Se sentía como un animal paralizado por un terror atávico. Incapaz de moverse, incapaz de salvarse. Finalmente moriría ahí, como un cordero esperando al matarife. Impotente.

No. No morirás sin pelear.

– Ashley -murmuró al oído de la chica-, bajaré arrastrándome hasta el arroyo.

– ¡No!

– Shh. -¡Maldita sea! ¿Qué le pasaba a esa chica? ¿Acaso no entendía que la presa debía guardar silencio? Sobre todo, silencio.

Miranda empezaba a perder la sangre fría. Contrólate.

– Voy a…

Oyó la descarga seca de un rifle al mismo tiempo que un trozo de la roca donde se escondía se hizo añicos junto a su cara. Ella pudo ahogar un grito, pero Ashley no.

– ¡No! -chilló Miranda cuando Ashley se incorporó de un salto y comenzó a correr ladera abajo.

¡Chas, chas!

Ashley tropezó y rodó por el suelo.

¡La ha matado! ¡Dios mío, no!

Miranda comenzó a arrastrarse cerro abajo sobre el vientre, reduciendo el tamaño del blanco, y vio que Ashley se movía. No estaba muerta. La caída le había salvado la vida. Por el rabillo del ojo, percibió un movimiento. Se giró y apuntó hacia abajo. Él estaba en parte cubierto por las rocas, así que también estaba tendido.

Ahora levantó el rifle.

Ashley se incorporó y echó a correr.

Miranda disparó una vez para distraer a Larsen. La bala rebotó justo a sus pies, pero él ni se inmutó.

Iba a disparar a Ashley por la espalda. Tal como había hecho con Sharon.

Se incorporó de un salto.

– ¡David Larsen! -gritó, a todo pulmón.

Aquello sí lo distrajo. Giró el rifle hacia ella al tiempo que se separaba de la roca que lo escudaba.

Los dos dispararon al mismo tiempo.

Miranda se volvió hacia la izquierda y la bala le pasó tan cerca que sintió el calor del roce contra su mejilla.

Larsen dejó escapar un gruñido. ¿Le había dado? ¿Dónde? No se atrevió a mirar. Miranda se escabulló y, al abrigo de un pino, encontró una relativa seguridad.

Pero no podía verlo.

Pasó otro largo minuto. Miranda expulsó el cargador vacío de su pistola, lo reemplazó por uno lleno y metió una bala en la recámara. Ya no podía ver a Ashley, lo cual significaba que él tampoco la veía. A menos que hubiera salido en su busca.

Tenía que distraerlo.

– ¡Sé quién eres! -gritó-. Todos saben quién eres, David.

Oyó el sonido característico del mecanismo de un rifle al ser cargado. Mucho más cerca de lo que se había esperado. Larsen guardaba silencio.

Nunca había sido hombre de muchas palabras.

– El FBI está por todas partes. He hablado con ellos por radio. Saben exactamente dónde estás. Nunca saldrás de esta quebrada.

Sintió su aliento en el cuello. Una descarga helada le recorrió la columna desde la nuca hasta la cintura. Ni siquiera lo había oído acercarse.

Él soltó una risilla apagada.

– Corre.

Ella se giró rápidamente a la izquierda y lanzó la pierna derecha con fuerza hacia arriba. El golpe lo hizo soltar el rifle.

Larsen emitió un gruñido e intentó cogerlo por la culata. Ella le dio una patada en la entrepierna y, aprovechando el impulso, lo hizo caer, al tiempo que rodaba para apartarse. Pero dio con la muñeca en una roca y el golpe le hizo soltar la pistola.

Él la agarró por la pierna cuando ella intentó coger la pistola, que quedó justo un palmo más allá de su alcance.

Larsen tiró de ella, intentando montarse encima. No para violarla sino para matarla. Dejó escapar un gruñido al cogerla por la cintura y quedar encima de ella.

¡No! Otra vez, no. Nunca, nunca más.

Miranda aprovechó la pendiente y la gravedad para rodar hacia la izquierda, desprendiéndose de su peso. Él le asestó un golpe en el riñón derecho y ella gritó de dolor.

Pero tocó el cañón de su rifle con la punta de los dedos.

Miranda se giró con el rifle en la mano y, con la culata le propinó un golpe en la cabeza justo cuando se abalanzaba sobre ella. Larsen cayó al suelo, atontado. Ella se incorporó y lo apuntó con el rifle.

– ¿Qué te parece ahora? Tú eres el cazado.

Miranda respiraba entrecortadamente, casi asfixiada por el torrente de adrenalina. Un solo disparo en la cabeza y todo habría acabado. Apuntó. Y apretó el gatillo.

Clic.

Miranda se quedó mirando el rifle. No había bala en la recámara.

Él no vaciló ni un instante y cogió el rifle por el cañón. Ella intentó resistirse pero él se lo arrancó de las manos de un tirón. Y entonces resbaló, y dejó ir el rifle que rodó cuesta abajo.

Miranda vio el brillo de un puñal en su cintura. Había llegado el momento. No sería capaz de vencerlo en un combate cuerpo a cuerpo. Larsen era delgado, pero alto y mucho más fuerte de lo que parecía.

Con sus ojos azul claro, el Carnicero le lanzó una mirada llena de odio. Y luego sonrió con un gesto grotesco.

– Hoy vas a morir.

Y de un salto se abalanzó sobre ella.

Quinn oyó disparos. Estaban muy cerca, pero ¿qué pasaría si fuera demasiado tarde?

Corrió a todo meter, tropezando entre las rocas y salpicando agua al cruzar el arroyo.

Oyó un grito de sorpresa. Miranda. No podía verla, pero no estaba demasiado lejos. Corrió más rápido, desesperado por llamarla, pero consciente de que alertaría a Larsen.

Llegó a un claro y se detuvo a tiempo para evitar caer por una roca. Justo un poco más abajo, Larsen tenía clavada en el suelo a Miranda. Y en la mano tenía un cuchillo.

Quinn desenfundó su pistola.

Miranda sentía el corazón saliéndosele del pecho y las venas saturadas de adrenalina. Era como si su visión se hubiera agudizado, y su oído afinado.

Larsen la tenía clavada con todo su peso, y con el brazo izquierdo le presionó con fuerza la garganta. El cuchillo en su mano derecha lanzó un destello, mientras el agua caía de la hoja hacia su cara.

Su mayor temor era quedarse paralizada. Que no fuera capaz de defenderse cuando su vida estuviera en juego. Que los años de clases de defensa personal, como alumna y como profesora, más el ejercicio, la determinación y todo eso no le sirvieran de nada.

Porque, al final, vencería él.

Ha llegado el día. El día de mi muerte.

No. ¡NO!

Estiró la mano izquierda y le hundió los dedos en los ojos hasta donde pudo. Él lanzó un rugido de dolor y se apartó de ella. Alzó el brazo derecho por encima de la cabeza, y Miranda vio la hoja afilada por ambos lados del puñal de caza que ahora caía…

Miranda arqueó la espalda y se sirvió del precario equilibrio de Larsen para quitárselo de encima.

No esperó a ver cómo caía. Se incorporó de un salto, pero él la cogió por el pie y volvió a tirar de ella. Quedó tendida sobre el vientre, la peor posición posible. Sintió una quemadura en la pierna cuando él asestó la primera puñalada. El calor escapó de su cuerpo y la tela del pantalón, empapada de sangre, se le pegó a la pierna.

La había apuñalado.

Miranda oyó que alguien gritaba. El Carnicero se quedó quieto, y disminuyó la presión de su peso.

Justo lo suficiente.

Miranda se levantó apoyándose en los brazos y le lanzó una patada con la pierna herida. La descarga de dolor le recorrió todo el cuerpo y se tambaleó, presa del vértigo, pero no perdió el control.

Larsen tropezó y, al caer, dejó ir el puñal. Los dos se lanzaron a por él al mismo tiempo.

Miranda sintió que su mano se cerraba sobre el metal cálido y pegajoso, con su propia sangre.

De pronto, lo miró, y sus ojos quedaron fijos.

Los ojos sin alma de Larsen le dijeron a Miranda todo lo que tenía que saber acerca de él.

Mataba porque podía. El objeto de su pasión era la caza.

La cacería había llegado a su fin.

Larsen se abalanzó hacia el puñal que ella sostenía. Sin vacilar, y con un movimiento certero, Miranda se lo clavó en el pecho. Su sangre le manchó las manos y Larsen quiso cogerla. Ella se encogió, pero no soltó el puñal.

Él abrió la boca, pero jadeando sin respirar. Intentaba decir algo.

Sonaba como Theron.

Miranda no entendió la referencia a la diosa griega, si es que se trataba de eso.

Lo vio morir, mirándolo directamente a la cara por primera vez.

No tenía aspecto de hombre malvado.

Aquel tipo la había violado. Le había dejado heridas por todo el cuerpo y cicatrices en los pechos. Aquel hombre había matado a sangre fría a su mejor amiga y al menos a otras seis mujeres. Había aterrorizado a las mujeres del sudoeste de Montana durante doce años, hasta el punto que ya no se atrevían a ir solas por la calle. Ni a conducir solas. Ni siquiera se sentían seguras acompañadas.

Aunque ahora estuviera muriendo, nadie olvidaría jamás su reinado de terror.

Sin embargo, no tenía aspecto de monstruo. Parecía más bien un chico asustado. De su boca brotó sangre y sus ojos miraron al cielo.

– The-ron.

Miranda soltó el cuchillo y se echó hacia atrás, trastabillando. Larsen se derrumbó sobre ella, cogiendo con las dos manos el puñal que seguía clavado en su pecho.

Miranda se dejó caer al suelo, con la pierna dolorida y el corazón disparado. Tenía la cabeza hecha una nebulosa.

Acababa de matar a alguien. No a un hombre cualquiera, sino al Carnicero.

Las lágrimas rodaron por sus mejillas y respiró como si hubiera estado horas sin tragar oxígeno. Se quedó mirando a David Larsen, mientras la sangre se derramaba sobre la tierra. Los ojos vidriosos y muertos.

Lo vio agonizar hasta morir.

– Dios mío, Miranda.

– Quinn. -Su voz sonaba rara, distante. No conseguía enfocar la vista. Ahora que la adrenalina disminuía, empezó a caer en un estado de shock.

Unos brazos la cogieron. Unos brazos fuertes que la estrecharon.

– Miranda, pensé que… -Quinn no acabó la frase.

Ella se giró en su pecho cálido y respiró de su olor reconfortante, deseando que jamás la dejara. Se aferró a él como si se estuviera hundiendo, sepultando sus sollozos en sus brazos. Y él la sostuvo. No hizo más que sostenerla.

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