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Capítulo 4

Cuando Miranda tenía ocho años, su madre murió de cáncer de ovarios. Bill Moore quedó tan devastado por el inesperado diagnóstico, la brevedad de la enfermedad y la muerte, que renunció a su empleo como ejecutivo de marketing de alto nivel en Spokane y se mudó con Miranda al valle Gallatin, en Montana. Compró una vieja cabaña a treinta minutos de Bozeman, camino a West Yellowstone, cerca de Big Sky, y la restauró con dedicación y paciencia. A los diez años, Miranda ya había aprendido todo sobre desempapelar, lijar y barnizar. Ella sola había restaurado casi todos los suelos de la primera planta de la hostería.

Los profundos cañones, las vistas sobrecogedoras y los cielos infinitos fueron un consuelo para el dolor de aquella familia. Habían pasado veinticinco años, y ese mismo entorno fue lo que salvó a Miranda más tarde del Carnicero, y también, una vez más, de lo de Quantico. Y por eso, con el asesinato de Rebecca y el fantasma de Sharon pesando sobre su conciencia, era casi imperativo desviarse y pasar por la Hostería Gallatin. Se dijo que sería necesario llevar unas cuantas provisiones, pero la verdad era que sólo quería ver a su padre.

Bill Moore estaba sentado detrás del mostrador de recepción rellenando los eternos formularios que detestaba. La enorme cabeza de alce, que Miranda había llamado Bruce la primera vez que la vio, hace veinticinco años, era la mascota de la hostería. Desde allá arriba, hacía guardia sobre la recepción y sobre su padre, a quien el alce siempre le arrancaba una sonrisa.

Excepto en días como ése.

Bill alzó la mirada cuando entró Miranda, y su rostro se transfiguró. Le pesaron cada uno de sus cincuenta y siete años. Su pelo, aunque todavía abundante, se había vuelto entrecano. Unas arrugas le surcaban el rostro curtido y su cuerpo, antaño lleno de fuerza, se había hundido imperceptiblemente. Miranda sintió que algo se le retorcía en el interior. Ella era la causa del dolor que veía todos los días en sus ojos claros. Su amor de padre lo estaba matando, día a día. Y saber eso, y no ser capaz de torcer la dirección que tomaba su vida, le hacía sentirse todavía más culpable.

– Papá. -No tenía por qué añadir más.

– Randy -dijo él, con voz ronca.

Bill salió de detrás del mostrador y, cuando lo abrazó, Miranda se sintió reconfortada. Su padre nunca se hacía de rogar con los abrazos.

– Ha sido él -murmuró.

Su padre la estrechó con fuerza. Ella olió aquella mezcla única de loción de afeitado, suculentos granos de café y tabaco de pipa. Olía a hogar y a amor y a todo lo bueno que había en su vida.

– ¿Vuelves a salir?

– Tengo que irme. -Miranda dio un paso atrás, respiró hondo y lo miró con una sonrisa que quería transmitir esperanza.

– Te prepararé unos bocadillos. ¿Cuántos sois los que estáis buscando?

– Quizás unos veinte, o veinticinco. Nick llamará a voluntarios para que colaboren con sus hombres. Hay que darles instrucciones. No tengo mucho tiempo.

– Ve a buscar tus cosas. Yo cogeré algo para que podáis comer.

– Te quiero, papá.

Él le acarició la mejilla, dio media vuelta y se dirigió a la cocina.

Miranda habría dado cualquier cosa por retroceder en el tiempo y proteger a su padre de lo que había sufrido desde aquel día en que ella había vuelto a casa, destrozada y vacía. A veces pensaba que su padre todavía la veía medio ahogada y desnuda en la orilla del río. Golpeada, herida, más allá del agotamiento.

Pero viva.

Lo cual no podía decirse de Rebecca. O de Sharon. O de Penny, Susan, Karen, Ellen y Ellaine. Ni de las otras nueve chicas desaparecidas sin dejar rastro en la primavera de los últimos quince años.

En circunstancias normales, Miranda disfrutaba del apacible paseo por el sendero de gravilla hasta su propia cabaña. Su padre se la había construido hacía diez años, a su regreso de la Academia del FBI en Quantico.

– Randy, necesitas tu propia casa -dijo-, pero yo me sentiría muy solo si te fueras a vivir a la ciudad.

Bill Moore nunca estaría solo. Era un hombre apreciado y admirado por todos en el condado de Gallatin, y su hostería funcionaba bien con los turistas en verano y los esquiadores en invierno, además de los habitantes locales que venían a lo largo del año a comer o a tomar un aperitivo los domingos. La hostería tenía ocho suites en la primera planta. También había unas quince cabañas desperdigadas por las treinta y tantas hectáreas de la propiedad. Los amigos de toda la vida venían a menudo. Los forasteros eran como de la familia. Era la vida de Bill.

Miranda ansiaba meterse en una bañera de agua caliente y mirar cómo pasaba el día a través de la ventana. Empaparse hasta quedar con la carne casi escaldada, sumergiéndose en un agua tan caliente que casi no la aguantara. Llorar hasta que no le quedaran lágrimas.

Pero se limitó a coger municiones para el 45 automático que llevaba y sacó su escopeta. Su padre le daría la comida pero ella se ocuparía de preparar el equipo de supervivencia.

Tres días de alimentos liofilizados y de botellas de agua, navaja, pistola de bengalas y cerillas en el fondo de la mochila. Añadió las balas y una chaqueta Gore Tex, una muda de ropa y una manta térmica.

Jamás la pillarían sin estar preparada.

Quince minutos más tarde, entró en la enorme cocina y observó cómo su padre y Ben «Gray» Grayhawk, el cocinero, factótum de la hostería y amigo, cargaban una nevera portátil con bocadillos envueltos uno por uno. Había al menos cuarenta raciones. Metieron seis termos en una caja, vasos de plástico y una bolsa verde para la basura.

Miranda dejó su mochila junto a la puerta y abrazó a su padre.

– Gracias, papá -dijo, y le sonrió a Gray para agradecerle también.

– Tu padre no quiere decirlo, así que lo diré yo -dijo Gray-. Tú, cuídate, jovencita. No te adentres en el bosque sin apoyo. No juegues a ser la heroína. Sé lista.

– Tendré cuidado. -Miranda adoraba a Gray, aunque él siempre anduviera preocupándose por ella. Era unos años mayor que su padre, y en su largo pelo plateado y trenzado se adivinaba su herencia india, aunque sus ojos verdes eran los de su madre europea. Había nacido en Bozeman, pero se había mudado cuando era apenas un adolescente. Y después de tres períodos de servicio en Vietnam decidió regresar a casa.

Gray también le había enseñado a usar armas de fuego.

Entre los tres llevaron la comida y las bebidas al jeep de Miranda. Cuando estaba a punto de subir, su padre la cogió por el brazo. Sus ojos azules, un pálido reflejo de los ojos de Miranda, brillaban con un fondo de inquietud y preocupación.

– Randy, ten cuidado.

Ella asintió, incapaz de decir palabra por miedo a que brotaran las lágrimas reprimidas desde aquel momento de debilidad en la universidad. Subió al jeep de un salto, saludó y partió.

Bill se quedó mirando el jeep hasta que desapareció en una curva, junto al cartel que rezaba: Siempre bienvenidos a la Hostería Gallatin. Sacó un pañuelo y se sonó.

Gray puso su mano enorme sobre el hombro de su amigo.

– Estará bien, Billy. Es una muchacha fuerte.

– Lo sé. Lo sé. -Respiró hondo el aire fresco de la montaña-. Se merece ser feliz. Yo la amo tanto que no soporto ver cómo revive una y otra vez la misma historia.

– Por eso está ahí. No la puedes obligar a ir por tu camino, así como Nick no pudo obligarla a ir por el suyo.

Bill miró a su amigo.

– Ha llamado Quinn Peterson para reservar una habitación. -Y ¿se la has dado?

– Sí.

– A Miranda no le gustará.

– Ya lo creo que no. -Pero él tenía que enmendar algo. Sólo esperaba que Miranda lo perdonara cuando se enterara de la verdad.

Elijah Banks le dio las gracias al Dios en el que ya no creía de que por fin su suerte estuviera cambiando.

Salió disparado por la puerta trasera de las oficinas de la Gazette , en Missoula y subió a su destartalada camioneta. Una rápida mirada a su reloj le dijo que tenía el tiempo justo para pasar por su piso y coger una bolsa de viaje.

El Carnicero volvía a golpear. El cuerpo de Rebecca Douglas había sido descubierto hacía una hora, y aunque el sheriff se anduviera con secretos, Eli tenía un sexto sentido que le decía que se trataba del Carnicero.

Joven universitaria desaparecida una semana. Encontrada muerta. El Carnicero. Maldita sea, hubiera deseado estar ahí desde el principio, pero su editor no le daba la oportunidad. Al contrario, había pasado lunes y martes en Helena escribiendo sobre un caso más de soborno político, y los tres últimos días entrevistando a ancianos que habían sido víctimas del robo de sus datos de identidad.

Aburrido a más no poder.

Pero ahora que tenía que informar sobre la historia de un cadáver, el jefe le había dado la tarea. Su contacto en la policía le había proporcionado escasos detalles, sólo que habían encontrado el cuerpo de la mujer y que el sheriff Thomas había dado instrucciones por radio de guardar silencio. El forense estaba al corriente y se encontraba ahora en el monte cerca de Cherry Creek Road, al sur de la interestatal.

Si jugaba bien sus cartas, podría catapultarse para salir de aquel agujero infernal y conseguir un empleo de reportero de verdad en un periódico de verdad en una ciudad de verdad.

Su piso quedaba a menos de un kilómetro del periódico. Dejó la camioneta en marcha y subió corriendo a meter la ropa y su neceser en una mochila. Cogió su grabadora, lápices y papel, y su diario.

Doce años antes, Eli había creado ese periódico para documentar todo lo relacionado con la investigación sobre el Carnicero. Incluso después de mudarse a Missoula, siempre había seguido estando informado, cada vez que una chica era secuestrada, cada vez que encontraban un cadáver.

El Carnicero de Bozeman . Le puso ese nombre al asesino en el primer artículo, cuando se supo lo de Moore. No fue su primera opción. Él quería llamarlo El Cazador de Mujeres, pero su jefe en el Chronicle , el imbécil de Brian Collie, no quería incomodar a los cazadores y le dijo que se inventara otra cosa. El «Carnicero» no era un apodo adecuado porque lo que el asesino hacía con sus víctimas no podía calificarse de «carnicería». No, el tipo las cazaba, y luego les disparaba o les cortaba el cuello. Sin embargo, el apodo se quedó así.

Collie seguía ahí, y nunca había llegado a gran cosa porque nunca había aspirado a ser más que director de un periódico del tres al cuarto, en Bozeman. Eli, al contrario, decidió abandonar la ciudad y llegó hasta Missoula. En ese momento, parecía la decisión perfecta. Primero Missoula, después Seattle y, finalmente, Nueva York.

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