Miranda se guardó el arma en la cintura y miró a Quinn.
– ¿Qué haces tú aquí?
– Llamé a tu padre cuando venía de camino por si tenía una habitación libre. No pensé que nos encontraríamos. Calculé que estaría aquí cuatro o cinco horas al día, para dormir -dijo él, y dejó su plato sobre la mesa. Tarta de pacana. Su tarta.
– Más te vale que ése no sea el último trozo de tarta -farfulló Miranda. ¿Por qué había dicho eso? Tenía toda la intención de decirle que se largara de su propiedad.
Él sonrió. Y Miranda pestañeó. Siempre olvidaba lo atractivo que era Quinn. Al verlo el día anterior, se sintió tan embargada por la rabia y la tristeza y las emociones encontradas que no se fijó en su aspecto. Al verlo ahora, con el torso delgado y bronceado al desnudo, con sus músculos definidos con nitidez, aunque estuviera relajado, la cicatriz en su hombro derecho, recuerdo de un disparo de escopeta recibido al empezar su carrera… Todo aquello le trajo recuerdos. Buenos recuerdos. Despertarse junto a Quinn y besarle el pecho duro. Y sus manos… Quinn tenía unas manos increíbles. Unas manos grandes, con las palmas endurecidas y dedos sorprendentemente elegantes. Dedos con mucho talento…
Su mirada siguió hasta donde una estrecha franja de vello rubio oscuro desaparecía bajo la cintura del pantalón gris del chándal. Desvió rápidamente la mirada, sintiendo que ya se había sonrojado lo suficiente con el subidón de adrenalina al creer que había un intruso.
Estar con Quinn ahí, en su cocina, sin la seguridad protectora del trabajo, era como si le hubieran arrancado la alfombra bajo los pies. Quinn había invadido su ciudad, su investigación y, ahora, su casa. Hacía años que no pensaba en ese día en Quantico. Y, de repente… la presa se había roto y ella era incapaz de pensar en otra cosa.
Miranda no tenía ni idea de lo que Quinn había hecho durante esos diez años. Por lo que sabía, hasta podía estar casado. Esa idea la perturbó, y frunció el ceño. Pasó a su lado y fue hasta el armario donde Gray guardaba las tartas.
Todavía quedaba media tarta de pacana, esperándola. No pudo dejar de sonreír.
Se tomó su tiempo para cortarse una porción, sintiendo que Quinn le tenía clavada la mirada en la espalda. En realidad, no tenía ganas de sentarse a hablar con él. Fuera de la hostería, en el monte, con Nick y los otros alrededor, era otra cosa. Pero ¿aquí, sola? No. Le recordaba su antigua intimidad. Le recordaba cuánto lo había amado. Le recordaba aquello que habría podido ser.
Sin embargo, no podía quedarse ahí todo el rato dándole la espalda. Dejó su tarta en la mesa, fue hasta la nevera y sacó una caja de leche. La dejó en la mesa con dos vasos. Uno para ella y otro para Quinn y se sentó frente a él.
– Gracias -dijo él. Sus ojos oscuros eran impenetrables. ¿En qué pensaba? ¿En ella? ¿En ellos?
Tomó un trago de leche y atacó la tarta. Si mantenía la boca llena no tendría que hablar, y así no diría ninguna estupidez.
Él seguía observándola.
Tuvo que resistir las ganas de retorcerse. Durante los últimos años, había recuperado el control de su vida y elaborado una noción de paz relativa. Le gustaba su trabajo, un trabajo que procuraba el bien para los demás, aunque no hubiera podido encontrar a Rebecca antes de que la mataran.
Tenía unos cuantos buenos amigos. Nick. Seguía en contacto con Rowan y Olivia, aunque no las hubiera visto en años. Se escribían correos electrónicos y hablaban por teléfono, pero para Miranda era difícil salir de ahí. Por no decir imposible. No podía ausentarse de Montana cuando él todavía andaba suelto por ahí.
Miranda quería a Rowan y a Olivia como si fueran hermanas, pero ¿cómo podía abandonar a aquellos que la necesitaban? Sobre todo a las chicas que habían muerto. Rowan y Liv lo entendían, y quizás eran las únicas.
– Tendría que haberte dicho que me iba a quedar aquí -dijo Quinn, rompiendo el silencio.
Ella alzó la vista. Vio que Quinn se había quitado la tirita de la frente. Quedaba una costra delgada y oscura, un recordatorio de su última misión. Quería preguntarle por ello, pero no lo hizo. No quería que le importara.
Su mandíbula firme le recordó a Miranda su fuerza. Quinn trabajaba incansablemente cuando ella lo conoció. Decidido a encontrar al asesino de Sharon. Ella lo ayudó porque necesitaba hacer algo para encontrar al cabrón que le había hecho tanto daño y que había matado a su amiga. Y al cabo de un tiempo se enamoró.
No sucedió de la noche a la mañana. Tiempo para sanar, para superar el dolor. Quinn le dio todo lo que necesitaba, y más.
Y luego fue y lo estropeó todo de arriba abajo.
– Los técnicos han recogido todo lo que han podido en la barraca, y mañana lo enviarán a Helena. He decidido llamar a Olivia y pedirle que supervise las pruebas de laboratorio.
– ¿Liv? ¿Vendrá por aquí?
– A Helena, si puede escaparse -dijo él, y sonrió -. A veces, la amenaza de asumir la dirección de una investigación despierta ciertas reservas. Ellos preferirían ocuparse de las pruebas sin interferencias, aunque tuvieran a un federal vigilando por encima del hombro, que tener que enviarlo todo a Virginia.
– Lo que sea necesario -dijo Miranda, con cara poco esperanzada. Ni siquiera Olivia, que amaba su trabajo y destacaba en él, podía encontrar una pista ahí donde no había ninguna. El clima y las condiciones a la intemperie estropeaban cualquier prueba que fuera aprovechable.
– En algún momento, cometerá un error -dijo Quinn, seguro.
– Ya. -Ella no lo creía.
– Puede que ya lo haya cometido.
– ¿Por qué piensas eso? -preguntó ella, sintiendo que se le aceleraba el corazón.
– Penny Thompson.
– ¿Por qué hablar de ella ahora? Encontramos el cuerpo tres años después de que la asesinara.
– Voy a revisar todos los archivos de la universidad. ¿Te acuerdas de Vigo, el experto en perfiles? Insiste en que el asesino conocía a su primera víctima personalmente. Dedicamos tanto tiempo hace doce años a investigar las pistas tuyas y las de Sharon que cuando supimos que Penny era la primera víctima y volvimos a sus pistas, éstas no nos dijeron nada. Su novio, el tipo que el sheriff creía culpable de la desaparición, tenía una coartada a prueba de fuego para el asesinato de Sharon.
– Nos centraremos en las partes del perfil de Vigo que nos ayuden a reducir la lista, después de tantos años. Que el asesino siga soltero, que tenga ahora más de treinta y cinco años, que viva de un empleo con horarios flexibles, que esté físicamente en forma. Que tenga familia en la región, o que todavía viva por aquí. Merece la pena.
– Es un tiro al aire -dijo ella, aunque la perspectiva la entusiasmaba. Habría cientos de antecedentes por investigar, cientos de hombres que superficialmente encajaban en el perfil. Sin embargo, el tiempo habría descartado a muchos posibles sospechosos, que se habrían casado, que se habrían ido, o que ahora tendrían un empleo de alto perfil y de horarios rígidos. Si reducían la lista podrían investigar en profundidad a los sospechosos y, con suerte, acabarían con un puñado de hombres a los que tendrían que interrogar. Quizás incluso conseguir una orden judicial para registrar una casa o un coche, sobre todo si alguno de los sospechosos no tenía coartada para la fecha de la muerte de Rebecca.
Quizás había una esperanza de que triunfara la justicia. Y aunque fuera pequeña, Miranda se aferraría a ella con fuerza.
– Por ahora, es lo único que tenemos -dijo Quinn y, tras una pausa, preguntó-: ¿Miranda?
Ella lo miró a los ojos, a esos ojos que podían derretirla o irritarla, que podían reflejar amor o frustración.
Había pasado tanto tiempo que ella ya no sabía cómo interpretar a Quinn. Él había cambiado, y ella también.
La mirada de Quinn era cálida. Bajó los párpados casi imperceptiblemente. Su rostro se relajó y se inclinó hacia delante, apenas un centímetro.
– Estás más delgada -dijo, con voz grave.
– Lo sé. -Miranda ni pensaba en comer cuando estaba en una misión de búsqueda.
– Sigues siendo una mujer bella.
Ella se quedó sin aliento. ¿Era su corazón lo que aleteaba de esa manera? ¿Cómo era posible que todavía la afectara tan profundamente? Después de todos esos años, Quinn seguía siendo parte de ella. Una parte importante. El había contribuido a hacer de ella lo que era, en lo bueno y en lo malo. Sin él, ella no sabía si hubiera sido capaz de superar los días, semanas y meses más negros después del secuestro. Él había sido la roca en que apoyarse, su salvación. Firme y seguro. Ella se había enamorado de él por quien era, pero también por lo que hacía por ella.
Que hubiera tenido tan poca fe en ella después de conocerla tan íntimamente era algo que la desgarraba por dentro.
Como si le hubiera leído el pensamiento, Quinn preguntó:
– ¿Por qué no volviste a Quantico?
¿Qué podía contestar a eso? Ni siquiera ella lo sabía cabalmente. Salvo que su falta de fe y de confianza en ella le dolió más que el test psicológico que la tildaba de obsesiva.
– Si era una obsesiva, un año no iba a cambiar nada -dijo finalmente.
– En un año las cosas pueden cambiar mucho.
– Habían pasado dos años, Quinn. -Dos años desde que su vida quedó irrevocablemente unida a la de un asesino.
– Ya lo sé -dijo él, y se reclinó en el respaldo de la silla, mientras jugaba con el tenedor.
Se quedaron mirando. Quinn parecía tan perdido y confundido como ella.
– Siento mucho haberte herido -dijo, de sopetón.
Ella se tragó unas lágrimas. ¿Cómo era posible que una simple confesión la afectara tanto?
Porque sabía que no era sólo Quinn. Era verdad que ella era una obsesiva. Prueba de ello era su intensa concentración en la búsqueda. Su vida entera había quedado en suspenso mientras buscaba a Rebecca. Sus amigos y su familia pasaban a segundo plano, ya se tratara de una mujer secuestrada por el Carnicero o de un niño perdido que se había alejado de su campamento. Nada le importaba más que la búsqueda.
Miranda quería rescatar a alguien. Si bien había tenido éxito encontrando a montañeros perdidos, cualquier mujer secuestrada por el Carnicero ya se podía dar por muerta. Ella añoraba desesperadamente un final feliz, pero ahí donde mirara sólo veía dolor y angustia. Quizá no era más que un reflejo de su propia culpa.
Si su reacción en la barraca servía de ejemplo, era evidente que nunca se había recuperado plenamente del ataque sufrido hacía doce años. Siempre sentiría claustrofobia en las habitaciones pequeñas o sin ventanas. Por eso había tragaluces por todas partes en su casa, y directamente encima de su cama. Tenía que ver el cielo, mirara donde mirara.