Lentamente, fue recuperando la sensibilidad. Al principio, un cosquilleo, después, un dolor agudo.
– Mueve los músculos, Sharon.
– Pero nos va a soltar.
– Eso no lo sabemos. Tenemos que estar preparadas.
– No puedo.
Sharon se acurrucó en un rincón, con los brazos alrededor de las piernas, meciéndose.
– ¡Levántate! -ordenó Miranda. No quería gritarle a su amiga pero no tardó en darse cuenta de que ella tendría que ser la más firme y asumir el control de la situación. Era su oportunidad para escapar. Ignoraba por qué su secuestrador las había desatado, pero lucharía hasta la muerte antes de verse encadenada al suelo una vez más.
Sharon la miró enfadada, pero se incorporó y caminó por la habitación, que no medía más de tres metros por tres. Miranda probó la puerta y la sacudió con la poca fuerza que tenía.
Cerrada por afuera.
Aprovecharon bien la hora para estirarse. Caminando. Y, lentamente, aunque fuera difícil de creer, recuperando parte de su fuerza.
Clink, clink.
La puerta se abrió y entró la luz a raudales.
Venid aquí.
Ellas obedecieron y salieron a rastras de la barraca. Miranda tropezó y cayó al suelo.
La libertad.
Oyó el sonido distintivo de un cargador acoplado a un rifle.
– Corred.
Miranda miró por encima del hombro. El hombre permanecía en la sombra, encapuchado, y la luz del final de la tarde se reflejaba en el cañón de su rifle.
Cuando Miranda comprendió lo que estaba pasando, sintió como un golpe en el bajo vientre. El hombre quería cazarlas.
– Corred. Tenéis dos minutos -dijo, y calló-. ¡Corred!
Y Miranda corrió.
Miranda se despertó con un sobresalto.
Corred.
Tenía el cuerpo bañado en sudor. Se sentó y se restregó los ojos. Había estado a punto de gritar, y se sorprendió al ver que tenía su pistola en la mano. ¿En qué momento la había empuñado? ¿En su sueño?
Su voz.
No, era su pesadilla. La maldita pesadilla. Él seguía en su cabeza, persiguiéndola. Ella había escapado. Estaba viva. Pero Sharon estaba muerta. De un disparo en la espalda. Y Rebecca, cazada y degollada como un animal.
Volvió a parpadear. Las manos le temblaban cuando se obligó a dejar el revólver. La luz de la luna caía como una cascada por los tragaluces, proyectando sombras gris azuladas por la habitación.
Tenía la cama deshecha, las sábanas retorcidas y húmedas, las mantas en el suelo. Su pijama de franela estaba empapado de sudor, con el olor tangible de sus recuerdos en la piel.
No eran ni siquiera las dos de la madrugada. Cuatro horas de sueño. Miranda estaba sorprendida de haberse dormido tan rápido. Pero dudaba de que esa noche fuera a dormir ni un minuto más.
Se duchó para lavarse el sudor del miedo, se puso unos vaqueros, un jersey de cuello alto y su grueso anorak, ya que las noches de mayo todavía eran frías. Y se dirigió a la hostería, pensando en la tarta de pacana que había preparado Gray.
Entró por la puerta lateral, iluminada por una luz en el techo. La puerta estaba cerrada, pero ella tenía una llave maestra. Cruzó el comedor y cuando estaba a punto de entrar en la cocina oyó algo.
Se detuvo, con el corazón latiéndole tan fuerte como al despertar de la pesadilla.
Rasca, rasca, rasca.
Tap, tap, tap.
Silencio.
Había alguien en la cocina. Aunque la luz de la luna iluminaba la hostería a través de los ventanales, no se veían luces encendidas. Si fuera un cliente, su padre o un empleado, habrían encendido las luces.
Un intruso.
Buscó el arma que llevaba en el bolso. Nunca salía de casa desarmada desde hacía doce años. Cautelosa, pero decidida, se acercó a la puerta grande de la cocina.
Tap, tap, rac.
Se apretó contra la puerta, palpó buscando el interruptor con la mano izquierda, mientras sostenía el brazo derecho, con el arma, extendido al frente.
Contó mentalmente hasta tres, le dio al interruptor y apuntó con el revólver.
Un hombre alto, medio desnudo, se giró y el tenedor que tenía en el plato cayó al suelo.
– ¡Joder, Miranda! Baja esa pistola.
Ella obedeció, mirándolo boquiabierta. Muda.
La última persona que esperaba ver por la noche a hurtadillas en su cocina era, Quincy Peterson.