Miranda llamó a la puerta del despacho del profesor Austin en el sótano de las instalaciones de Traphagen Hall, en la Universidad de Montana. Nada había cambiado en quince años, desde la época en que ella estaba matriculada en su asignatura. Las rocas eran los objetos de decoración más importantes en aquel despacho atiborrado de objetos. Unos mapas topográficos del oeste de Estados Unidos tapizaban las paredes, junto con gráficos desteñidos con comparaciones de piedras y tipos de tierra. Toda la sala olía a suciedad y papeles.
El profesor Austin ya era un hombre mayor cuando Miranda iba a sus clases, y no había cambiado. Tenía el mismo pelo canoso y en punta, y necesitaba recortarse un poco la barba. Sin embargo, en sus ojos de color esmeralda apareció un brillo de reconocimiento cuando ella carraspeó para llamar su atención.
– Pero ¡si es Miranda Moore! -Se quedó parado, sin darse cuenta, o sin importarle que un montón de papeles cayera al suelo y que algunos se deslizaran bajo la mesa. No era nada de raro que hubiera perdido los trabajos de mitad de curso en los tiempos en que ella era alumna, quince años antes.
– Hola, profesor -dijo Miranda, mientras él la saludaba con una fuerte palmada en la espalda y una amable sonrisa.
– ¿Tanto tiempo ha pasado que no te acuerdas de llamarme Glen?
– Lo siento. -Desde el primer día de clase, el profesor Austin insistía en que todos lo llamaran por su nombre de pila. El problema era que realmente su aspecto era el de un profesor, y Miranda siempre se sintió incómoda llamándolo de manera tan informal. Quizá si su nombre fuera Archibald…
– ¿Qué te trae por aquí tan temprano?
– El asesinato de Rebecca Douglas.
– Pobre chica -dijo el profesor, con el semblante ensombrecido.
– En la investigación han descubierto algo raro, y pensé que quizá pudiera ayudarnos.
– ¿Yo? -El profesor se sentó a su mesa y más papeles cayeron al suelo. Con un gesto, invitó a Miranda a sentarse en una silla.
Ella quitó una caja grande de libros de la silla antes de hacerlo.
– Han enviado una muestra de tierra al laboratorio del FBI en Quantico para que la examinen. Es roja. Como el ladrillo. La técnico del laboratorio cree que se trata de arcilla. A mí no se me ha ocurrido ningún lugar en esta zona donde haya tierra o arcilla roja. Pensé que quizás usted conociera algún lugar.
– Hmmm. -El profesor Austin miró más allá del hombro de Miranda, hacia la pared, perdido en sus reflexiones -. Hay un lugar en Three Forks a lo largo del Missouri, aunque yo no diría que es de color ladrillo. Tierra roja. Hmm. -Volvió a pensar y, de pronto, dio un salto que hizo sobresaltarse a Miranda.
Se dirigió a la estantería repleta de libros, sacó un tomo grueso y volvió a su mesa. Asintiendo y murmurando para sí, hojeó el libro y se detuvo.
– La tierra roja, especialmente la arcilla, es un producto de la erosión muy común en las formaciones de piedra arenisca del paleozoico medio.
Miranda volvió a sentirse como una alumna universitaria.
– ¿Qué son las formaciones del paleozoico medio?
– Tú aprobaste mi asignatura, ¿no? -preguntó, mirándola con el ceño fruncido.
– Sí, señor. -Pero su cabeza ya no almacenaba esa información.
Él sacudió la cabeza y suspiró.
– Las formaciones del paleozoico fueron creadas por los mares poco profundos que cubrían la mayor parte del oeste de Estados Unidos, hace entre quinientos y doscientos cincuenta millones de años, sobre todo en los estados de las Cuatro Esquinas, es decir, Colorado, Utah, Arizona y Nuevo México, así como una buena parte de Nevada.
– Y ¿qué hay del sudoeste de Montana?
– Y bien, como he dicho, hay arcillas y tierras finas a lo largo de todo el río Missouri. Los colores y texturas varían, pero nada que pudiera considerarse rojo. Aún así -dijo, y frunció el ceño-. Si veo la muestra, quizá pueda deciros algo más.
– Gracias, profesor. Glen. -Miranda se incorporó de su asiento-. Veré si le puedo enviar a alguien con una muestra, pero se trata de una prueba, y no sé cuánto habrán conservado en el laboratorio.
– Espero que tú y el sheriff Thomas cojáis a ese tipo. Hace demasiado tiempo que tiene aterrorizadas a las mujeres de Bozeman.
– Gracias. -Miranda salió con el corazón acelerado. Sacó el móvil y llamó a Quinn.
– Peterson.
– Quinn, soy Miranda. Acabo de hablar con el profesor Austin sobre la muestra de tierra. Me ha dicho que hay una pequeña región en el oeste de Montana donde podría haber algo parecido. También se encuentra en Utah, Colorado, Arizona y Nuevo México. Quiere saber si puede echarle una mirada a la muestra. Puede que nos dé más información.
– Llamaré a Olivia y preguntaré si alguien puede llevarle una muestra a la universidad.
– Gracias.
– ¿Nick está contigo?
– ¿Conmigo? No. No lo he visto esta mañana.
– Habíamos quedado aquí hace media hora, en su despacho, y no está. Lo he llamado a su casa y también a su móvil, pero no contesta.
– Nick no suele hacer eso -dijo Miranda, frunciendo el ceño.
– Espera un momento. -Miranda oyó la voz apagada de Quinn que, al cabo de un momento, volvió a ponerse-. El agente Booker ha intentado encontrarlo, pero nadie ha sabido de él desde ayer por la tarde, cuando llamó para consultar sus mensajes.
– Pasaré por su casa. Quizás esté enfermo -dijo Miranda. Sintió un malestar en el vientre. Algo había pasado.
– Ten cuidado -dijo Quinn-. Booker y yo llamaremos a unos cuantos sitios y averiguaremos quién habló con él ayer por la noche. Llámame en cuanto lo localices, ¿vale?
– Eso haré. -Miranda apagó el móvil y cruzó el campus para llegar a su jeep.
Quince minutos más tarde se detuvo frente a una casa de estilo Victoriano en una calle tranquila del centro de Bozeman. Su todoterreno no estaba en la entrada.
Sintió que se le erizaban los pelos de la nuca. La casa se veía vacía.
Bajó del jeep y se acercó cautelosamente. No sabía por qué sentía tanta aprehensión. Al fin y al cabo, era media mañana en pleno centro de Bozeman. Calle abajo, un anciano regaba el césped. En la esquina, oyó a un grupo de chavales jugando a pilla-pilla; sus chillidos y risas llenaban el aire.
Pero Miranda había advertido la preocupación en la voz de Quinn. Nick no se había presentado en el despacho por la mañana.
Subió por las anchas escaleras que conducían a la puerta principal y se detuvo en el porche. Se quedó mirando el banco donde ella y Nick solían sentarse a conversar durante esos años de amistad. Le recordó lo que había perdido después de la separación. Antes de que fueran pareja, Miranda nunca se lo pensaba dos veces y paraba en su casa a comer una pizza y a tomar una cerveza, o simplemente para charlar un rato. Pero cuando dejaron de verse como pareja, nunca volvió a sentirse cómoda con la idea de visitarlo.
Siempre había pensado en Nick como su mejor amigo. Sin embargo, durante el último año su relación era sobre todo de trabajo. La entristecía pensar en eso.
Tocó el timbre y después llamó a la puerta.
– ¡Nick! Soy Miranda. Silencio.
Volvió a llamar y miró por la estrecha ventana junto a la puerta. No observó movimiento.
Bajó del porche y siguió por el lado del garaje hasta la parte de atrás. Todo parecía estar en su lugar. Ni ventanas rotas ni puertas abiertas.
Dio una vuelta alrededor de la casa y no observó nada raro. Nick guardaba una llave en el cobertizo de la parte de atrás de la casa. Miranda la encontró y abrió la puerta trasera. El interior estaba demasiado frío, como si la noche anterior la calefacción no hubiera estado encendida.
Miranda, presa de cierto nerviosismo, desenfundó su pistola. Era una tontería, pensó, pero era preferible ser tonta que acabar muerta.
La cocina estaba impecable: sólo un vaso de plástico grande de un restaurante de comida rápida del vecindario. Estaba en el borde del mueble y ella lo cogió con cuidado. Estaba medio lleno. Nick tenía el cubo de la basura debajo del fregadero de la cocina. Miranda abrió la puerta del armario. Encima de todo había una bolsa del mismo restaurante. Lo cogió y miró el ticket de la compra. La hora registrada eran las 20:04 del día anterior.
Devolvió la basura a su lugar, miró a su alrededor pero no vio nada más que le pareciera fuera de lugar. Subió y se detuvo ante el cuarto de baño. Por naturaleza, Nick era una persona organizada. Cada cosa tenía su lugar. En un armario tenía una caja de píldoras con siete compartimentos, uno para cada día de la semana. Nick creía que una dosis diaria de vitaminas lo mantenía sano, y Miranda no recordaba que jamás se hubiera ausentado del trabajo por enfermedad. Siempre tomaba las grageas por la mañana, justo después de levantarse, para no olvidarse.
Miranda abrió el compartimento del Viernes.
Las grageas todavía estaban ahí.
Abrió los demás. Quizá Nick ya no era tan meticuloso como antes.
Los compartimentos del domingo al jueves estaban vacíos. Nick no había cambiado su costumbre.
Volvió al jeep y llamó a Quinn.
– Nick no está en casa.
– Mierda.
– Estuvo en casa anoche después de las ocho, pero creo que más tarde volvió a salir. -Miranda le explicó a Quinn lo del ticket del restaurante.
– ¿Sabes en qué andaba ayer?
– No, pensaba que tú sí lo sabías.
– Ni idea.
– ¿Dónde estás?
– En el despacho de Nick.
– Voy enseguida. Todo esto me da muy mala espina.
– A mí también. -Quinn parecía tan preocupado como la propia Miranda.
Quinn estaba revisando la mesa de Nick, intentando averiguar dónde había ido cuando Sam Harris, el ayudante del sheriff, entró sin llamar.
Harris era un hombre bajito que caminaba muy erguido en un intento de parecer más alto. Quinn había conocido a muchos hombres como Harris entre los guardianes de la ley; polis que disfrutaban del poder que les daba vestir de uniforme.
– Agente Peterson -dijo Harris, con un gesto de la cabeza.
– ¿En qué puedo ayudarle?
– Yo diría, más bien, ¿en qué puedo ayudarle yo a usted? Al parecer, el sheriff ha desaparecido y eso me deja a mí al mando. Desde luego, me alegro de que el FBI este aquí para ayudar a nuestra pequeña oficina.
– Hay que emitir una orden de búsqueda para localizar a Nick, si es que todavía no lo han hecho. He pedido a dos agentes que le sigan el rastro para saber qué hizo ayer. Sabemos que cenó en casa entre las ocho y las nueve. Llamó y dejó unos mensajes desde el teléfono de su casa. Sin embargo, en algún momento volvió a salir y no regresó.