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Capítulo 17

– Eres un imbécil.

La Puta estaba furiosa, pero ahora mismo a él no le importaba. Ella le haría pagar más tarde por haber roto las reglas. Después de la cacería. Pero ahora no podía hacer nada.

Él vio el brillo de la excitación en sus ojos.

Seguía odiándola, pero la odiaba menos las noches que salían a cazar juntos.

Sin embargo, su falta de paciencia lo irritaba.

– ¿Por qué no ésa? -gimió ella, señalando a una chica de pelo castaño que acababa de llegar a la gasolinera.

– No.

– ¿Por qué no?

– Esta vez quiero a una rubia.

– Acabas de tener una rubia.

– No me importa. Quiero otra.

Ella suspiró y tamborileó sobre el volante.

– No quiero pasarme toda la noche aquí.

– Nunca he tardado más de un par de horas. Maldita sea, ¡ten un poco de paciencia! – La Puta nunca tenía paciencia. A él lo consideraba un tipo raro porque era capaz de quedarse en medio del bosque durante días escribiendo cosas sobre sus pájaros.

A él no le importaba lo que ella pensara de él. Ahora mismo era una ayuda. Aunque la mayor parte del tiempo sólo pensaba en estrangularla.

No se atrevía ni a tocarle el cuello.

La chica arrancó después de poner gasolina. Eran casi las once de la noche. Llevaban dos horas esperando. El tráfico había disminuido considerablemente después de las diez.

Dejó los prismáticos sobre sus rodillas y esperó a que llegara el próximo coche al centro comercial junto a la autopista. Estaban situados en un buen punto de observación, bien oculto, en el camino que daba a la gasolinera, estacionados en una entrada privada. Conocía a la dueña de la casa, una anciana sorda como una tapia que se acostaba al ponerse el sol.

Había elegido ese lugar porque era una parada habitual de las alumnas de la universidad. Entre la gasolinera, la pizzería y el pequeño bar, sabía que encontraría a la persona adecuada.

No es que fuera un capricho. Simplemente quería otra rubia.

En una ocasión, había comenzado la caza en ese mismo lugar. Como regla, nunca utilizaba dos veces el mismo lugar. Por si acaso. Sin embargo, ya hacía tiempo de eso. En ese lugar había raptado a otra rubia, unos doce años antes.

Ojalá no hubiera viajado con esa amiga suya.

La Puta nunca lo había dejado ir a por Miranda Moore. A él la idea lo perseguía constantemente. Pero La Puta creía que Moore se merecía vivir porque había escapado. Siempre pensaba en ella, le restregaba su fracaso en toda la cara. La odiaba. Las odiaba a las dos.

Algún día les haría pagar. Eran como dos perras de una misma camada, lo provocaban, lo ridiculizaban.

Sin embargo, por ahora no podía tocar a Miranda Moore. La Puta le había dicho que lo delataría. Y él le creía.

– Mataremos a Miranda Moore si se convierte en una amenaza, pero ahora no lo es -decía La Puta una y otra vez -. Ella te venció, cariño, y quiero que siempre lo recuerdes.

Como si con sus constantes comentarios él pudiera olvidarlo.

Por la entrada principal entró un Honda Civic. Pasó sin parar por la gasolinera y fue directo hacia la pizzería. Él cogió los prismáticos.

Del lado del conductor bajó una rubia. Sintió que se le hinchaba el corazón y empezaba a latirle con fuerza.

Era ella.

Lo supo de inmediato, como lo sabía cada vez que salía a cazar mujeres. Ella era la llamada, y él la tendría.

– Me voy -dijo.

– Espera.

– Y ahora, ¿qué?

– Mira.

Él miro con desgana. Se abrió la puerta del pasajero y bajó una pelirroja. Juntas, la rubia y ella entraron en la pizzería.

– Espera -dijo La Puta.

– No.

– He dicho que se acabaron las parejas. Es demasiado arriesgado.

– De acuerdo.

Ella se relajó y él abrió la puerta de su lado.

– ¿A dónde vas? -preguntó ella, y casi dio un salto en el asiento para cogerlo.

Él se echó atrás y se metió la botella de melaza en el bolsillo.

– Voy a ocuparme del coche.

– Has dicho que estabas de acuerdo.

– Nada de parejas, confía en mí. Sólo me ocuparé de una.

Ella no le creyó, pero no le importaba. No tenía nada que hacer con la pelirroja. Esta vez, sólo quería a la rubia.

Primero tendría que matar a la pelirroja.


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