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Capítulo 8

Los pájaros dejaron de cantar.

Se hizo una quietud repentina en las grietas y en los árboles de la quebrada, un silencio que realzaba sus instintos. Empezó a contar. Uno. Dos. Tres.

Allá, hacia el sudeste del campo, el halcón peregrino asomó volando, raudo como un avión de combate, el perfil impecable y elegante, una huella solitaria de vida en un cielo ancho de color azul intenso.

Tragó aire en silencio y con ello sintió el aroma penetrante y tangible de los piñones y las grosellas. Su hogar. Deseaba quedarse allí para siempre, en ese cañón, con sus depredadores.

Theron navegó las corrientes de aire, combinando largas batidas de alas con planeos. Dibujó una curva y aterrizó en el borde del barranco donde tenía oculto su nido, en un nicho natural de la pared de roca sedimentaria rojiza.

Hacía tres semanas, ver a Theron había sido toda una fiesta de bienvenida, y decidió quedarse más tiempo del que debía para observar a su pájaro.

Los machos del halcón peregrino son territoriales y realizan unas acrobacias aéreas impresionantes para seducir a la hembra. Es una especie de trampa, por así decir. Cuando el macho convence a una hembra de que es el halcón peregrino más elegante que haya conocido, ella permanece en la saliente rocallosa del precipicio un día sí y otro también, y abandona el nido una sola vez al día para cazar.

Theron tenía una compañera. Estarían juntos hasta que ella muriera. Era un bello ejemplar, y él la había bautizado como Aglaia. Esplendorosa. Nada igualaba la magnificencia de una hembra de halcón apostada en lo alto del precipicio, enseñando el pecho. Ella quería estar ahí, se entregaba a su encierro. Theron defendía el precipicio; Aglaia acudía de buen grado para que la protegiera.

El halcón peregrino es el ave más veloz del reino animal. Él nunca se cansaba de verlos rasgando los aires, y era capaz de esperar sentado desde el amanecer hasta la noche para ver cazar a aquellas aves majestuosas. Con la cabeza erguida, observaban a su presa con un ojo, luego plegaban las alas y se lanzaban en picado. Justo antes de llegar, el peregrino frenaba su caída y le propinaba un golpe a la presa con sus garras afiladas. ¡Chac! Muerto con el impacto.

También podían coger a un pájaro en pleno vuelo, coincidiendo con su trayectoria para cortarlo en un plano recto. Todas las aves eran presas potenciales. Ninguna podía ganarle al cazador en maniobras.

Caaaaaaac-cac-cac. Caaaaaaac-cac-cac.

Theron era libre de verdad. Algo que él nunca lograría. Atrapado y solo, su necesidad de poseer lo inalcanzable, de cazar a los impostores, era mucho más grande que su búsqueda de la libertad.

Aún así, él tenía mucho en común con el halcón peregrino. Cuando empezó a estudiar al halcón peregrino, hace dieciséis años, éste era una especie casi extinguida. Estaban derrotados, pero no aniquilados. Y un día volvieron en toda su gloria, y él siempre estuvo presente, en cada paso del camino, para escribir la crónica de su victoria.

Siempre le irritó que muy pocos de sus colegas quisieran documentar la vida del peregrino. Cumplían con los horarios establecidos, un solo semestre, el exigido, para luego salir disparados a buscar trabajo en alguna gran empresa o en una organización sin fines de lucro, o en un organismo público. Decían que le seguían la pista al halcón peregrino, que les importaba, pero en realidad les daba igual.

Hablar no costaba nada.

Sacudió la cabeza, sintiendo que la rabia se desbocaba. Concéntrate.

Miró con los prismáticos hacia la pared del precipicio donde Theron y Aglaia habían construido su nido. Al dejarlos, hace diez días, habían puesto fin a los juegos de cortejo, pero ignoraba si ya había huevos.

Así que se dedicó a observar. Durante horas. El sol derramaba sus rayos por toda la campiña, convirtiendo el bosque oscuro de la mañana en un glorioso abanico de colores. Empezó a hacer calor, y él se quitó la cazadora. Comió el bocadillo insípido, más por costumbre que por hambre.

Cuando el sol cruzó el ecuador del mediodía, Aglaia asomó la cabeza. Luego apareció Theron, y los dos permanecieron en el borde de la saliente, el rey y su reina, mirando hacia sus dominios.

Caaaaaaac-cac-cac. Cooo cooo.

Caaaaaaac-cac-cac. Caaaaaaac-cac-cac.

Sentía el corazón henchido al oír cómo se comunicaban ambos cazadores. Si Aglaia dejaba el nido, significaba que había huevos. Esperó y observó, paciente, totalmente quieto entre los árboles y arbustos.

Desplegando sus poderosas alas, Aglaia dio un salto y bajó como una bala hacia la quebrada que se abría más abajo, antes de dibujar una curva hacia arriba y alrededor del precipicio. El silencio volvió a hacerse en el bosque. La caza había comenzado.

Theron vio desaparecer a su compañera y volvió al nicho de la roca. Intercambio para la incubación. Theron protegía los huevos mientras su compañera cazaba.

Nada podía darle más placer. Añoraba escalar la pared y ver a Theron de cerca. Lo había hecho varias veces antes. Aquel trabajo, que exigía una gran forma física para seguir, documentar y escribir sobre la vida de los peregrinos, culminaba cuando les cogía los huevos para incubarlos en cautividad.

Pero no había pasado la noche caminando por el lecho frío del río, luchando contra la maleza, cruzando los lodazales de arcilla roja que abundaban en la zona del noroeste de Colorado sólo para traer los huevos de vuelta a la universidad e incubarlos. Había vuelto para observar y escribir y resistir la tentación de volver a cazar.

Hace quince años sólo había querido encontrar su compañera la que sería la mujer perfecta para él.

Pero no había mujeres perfectas.

Todas mentían, todas manipulaban. Incluso la dulce, la dulcísima Penny… ¿Por qué le había dicho que ya no se veía con el deportista? ¿Por qué le había dicho que el tipo ni siquiera le caía bien?

Él sabía. Cuando la vio besándose con el otro.

Penny era una mentirosa, como todas las mujeres en este mundo. Decían una cosa y hacían algo completamente diferente. Decían que te amaban, prometían que no te harían daño, pero ellas no amaban a nadie y siempre hacían daño.

Como su madre.

Su madre, con palabras melosas que eran peor que la picada de una avispa. Su manera de tocarlo, de lograr que hiciera cosas por ella.

Tócame ahí. No, no, no, ahí. Sí. No pares.

Si no hacía lo que ella quería, el castigo era aún peor.

Cariño, es por tu propio bien. Tienes que aprender.

Le cogía el pene hasta hacerlo llorar. Él le rogaba que lo soltara. Haría lo que ella quisiera, sólo para que no le hiciera daño.

Y luego, su hermana, siempre montada encima de él, diciéndole que le ayudaría. Y lo ayudó, durante un tiempo. Lo ayudó hasta que él confió en ella. Y ella volvió a hacerle daño y todo volvió a comenzar…

Todo empezó cuando tenía seis años. Cuando su padre se marchó sin decir palabra. Él creía que su madre lo había matado, pero la verdad era aún peor.

Su propio padre no lo amaba.

¿Acaso su padre no sabía que su madre le hacía daño? ¿No veía la verdad? ¿Acaso no le importaba?

Cerró los puños sobre su diario de anotaciones sobre el halcón, y un sollozo amargo escapó de su garganta. ¿Qué importaba?

Se apoyó en el árbol más cercano y cerró los ojos, respirando la fragancia penetrante del pino, la savia agridulce y pegajosa, la tierra húmeda, las hojas y plantas pudriéndose.

Volvió a vivir la cacería.

Su presa era buena, pero él era mejor. Ella corría, pero él nunca la perdía de vista.

La vio caer, oyó el crujido del hueso por encima de la lluvia que caía y, en el último momento, decidió usar el cuchillo.

No tenía ninguna gracia disparar sobre una presa caída. Era un gesto muy poco deportivo.

Estaba oscuro, casi era medianoche, pero la piel blanquiazul de la chica se destacaba como un fulgor en la oscuridad.

Le tiró del pelo mojado hacia atrás con la mano izquierda y, sin vacilar, bajó el cuchillo y le rebanó el cuello blanquecino. El calor de su sangre lo sorprendió.

Saboreó unas gotas que le salpicaron los labios.

La dejó caer ahí donde estaba y miró.

La caza había terminado, pero ya lo corroía el impulso de encontrar otra presa. El corazón le latía con fuerza y la sangre fluía por su cuerpo como un torrente mientras se abandonaba a los recuerdos. Aquel poder intoxicante que sentía cuando la tenía para él solo. La sensación de victoria que, desgraciadamente, disminuía día a día hasta que no quedaba más alternativa que volver a cazar. La emoción de la caza era como un breve subidón, y ya volvía a hacerle falta. Añoraba tener ese poder en sus manos.

Sin embargo, antes tenía algo importante que hacer. Ahí, con Theron y Aglaia y sus huevos. Observando, esperando, escribiendo.

Sus pájaros lo necesitaban.

Tenía que resistir al impulso.


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