Quinn envió el informe a su jefe desde el ordenador de Nick, que en ese momento volvía con un vaso de café de la cafetería situada en la misma calle.
– Solo, con una gota.
Quinn frunció una ceja.
– ¿Una gota?
Nick sonrió.
– Espresso. Una gota más de cafeína.
Quinn se echó a reír y aceptó el café, sintiendo que parte de la tensión en su espalda se desvanecía.
Nick se sentó en la silla para las visitas, al otro lado de su mesa, y le hizo una seña para que se quedara en su asiento.
– He acabado de registrar todas las pruebas -dijo Nick-, y el agente Booker las llevará a Helena mañana por la mañana.
– Bien. -Quinn tomó un sorbo de café. Se dio cuenta de que no paraba de tamborilear con el dedo índice sobre el vaso, y se obligó a parar. El caso que tenían entre manos era difícil, pero su frustración tenía más que ver con Miranda que con la investigación.
– ¿El doctor Abrams confirmó que la sangre era de Rebecca? -preguntó.
– El mismo tipo sanguíneo. Mandará una muestra al laboratorio para un análisis de ADN, pero tú y yo sabemos que es de ella. -Nick guardó silencio un momento y luego dijo-: Joder, Quinn, el moho que hay en ese sitio habrá destruido todas las pruebas.
– Quizás, o puede que la hayamos encontrado a tiempo. -Era probable que en el colchón aplastado y mugriento en el suelo de la barraca no hubiera nada útil, pero el experto criminólogo había aspirado todo lo que había dentro de ese lugar, y luego analizarían hasta el último grano de tierra. Quinn velaría por ello.
– He llamado a una amiga para que venga a ayudarnos -dijo Quinn.
– ¿Otro super agente del FBI? -preguntó Nick en son de broma, aunque Quinn percibió el asomo de algo más, quizás una pizca de amargura. Esperaba que Nick no siguiera enfadado a causa del artículo de Eli Banks en el Chronicle de esa mañana. Banks había dejado a Nick en segundo plano porque éste no le había dado la cita que quería, y no había más. Sin embargo, la alusión a la presencia del FBI para encarrilar la investigación tenía que haberle afectado de algún modo.
Desde luego, conociendo a Eli Banks, ése no era más que el primero de una seguidilla de artículos negativos.
– No exactamente. Es una técnico de laboratorio, y amiga personal. Se llama Olivia St. Martin.
– Ese nombre me suena. ¿No es amiga de Miranda?
Quinn asintió con la cabeza.
– Eran compañeras de habitación en Quantico.
– ¿Crees que servirá de algo?
– Olivia haría cualquier cosa para ayudar a Miranda. Vendrá. Sólo tengo que pedírselo. Era demasiado tarde para llamar anoche cuando se me ocurrió. Hay pocos técnicos de laboratorio tan dedicados a su trabajo como Olivia, y su especialidad es el análisis de pruebas.
– Lo que sea, si crees que nos ayudará a atrapar a ese cabrón. – Si hay algo en las pruebas, Olivia lo encontrará. Luego, sólo necesitamos un sospechoso. -No costaba nada decirlo, pero no tenían sospechosos. Ni siquiera una pista.
Nueve chicas desaparecidas, siete de ellas muertas. Se suponía que las chicas no encontradas habían sido víctimas del Carnicero porque habían encontrado sus coches averiados en un radio de entre tres y seis kilómetros después de su última parada.
Después de la desaparición de Miranda y Sharon, la investigación conjunta de la oficina del sheriff y el FBI llegó a la conclusión de que el modus operandi era muy limitado. El secuestrador averiaba los coches de sus víctimas vertiendo melaza en el tanque de gasolina cuando ellas se paraban a comer, a repostar gasolina o para ir al lavabo. Él las seguía hasta que se les detenía el coche y entonces probablemente se ofrecía a repararlo o a llevarlas en el suyo.
Quinn sospechaba que el secuestrador tendría un aspecto inofensivo, y que las víctimas lo conocían o bien las pillaba desprevenidas cuando bajaban del coche para pedir ayuda.
Aunque Miranda fuera su único testigo, Quinn no creía que su caso fuera similar a los demás secuestros. En realidad, sospechaba que el Carnicero pensaba que Sharon estaba sola o no creía que Miranda volvería tan rápido después de conseguir ayuda.
Una vez que Miranda llevó a los investigadores hasta la barraca, le contó a Quinn lo que había sucedido esa noche.
A él todavía se le ponían los pelos de punta con sólo pensarlo.
– Sharon y yo fuimos a Missoula de compras. A pasar el día. Decidimos ir a ver una película.
Miranda hizo una pausa y su padre le alcanzó un vaso de agua. Ella bebió con una cañita.
– Papá, ¿te importaría traerme un refresco? Me encantaría tomar una coca .
– Claro que sí. -Bill Moore le acarició la mejilla y salió de la habitación.
Cuando cerró la puerta, Miranda miró a Quinn.
– Ha sufrido tanto con todo esto que no quería que escuchara lo que voy a contarte.
Quinn disimuló su sorpresa, pero Miranda no dejaba de impresionarlo. Después de lo que había vivido, el hecho de pensar en los sentimientos de su padre demostraba la solidez de su carácter tanto, o incluso más que su voluntad de sobrevivir.
Estaba en la cama del hospital, y su pelo negro lacio pero limpio contrastaba con el blanco de las sábanas. Su rostro pálido estaba lle no de moretones, tenía una venda en la cabeza, y los ojos hinchados y enrojecidos. Por todo el cuerpo tenía cortes, grandes y pequeños curados y vendados.
Supo por los informes del médico que la habían violado repetidas veces. Que había necesitado docenas de puntos de sutura en las piernas, vientre y pechos debido a heridas con un objeto punzante. Que la habían torturado con un tornillo metálico.
Que hubiera sobrevivido y escapado cuando todo jugaba en su contra era un hecho asombroso.
Que estuviera dispuesta a hablar de lo sucedido y ayudarles a encontrar al cabrón que le había hecho eso y luego matado a su mejor amiga demostraba que Miranda tenía más entereza que la mayoría de los agentes con que había trabajado Quinn.
– La peli acabó después de las nueve -dijo-, y cuando emprendimos el regreso, ya eran las diez. Íbamos en el coche de Sharon, un Volkswagen escarabajo. Yo siempre me reía por lo de su coche. -En sus ojos brotaron lágrimas, pero siguió-: Quiero decir, estaba ahí sin poder salir en invierno porque no podía conducirlo si había nieve o hielo, y tenía la batería totalmente muerta para cuando las nieves se derretían… -farfulló al final, y luego tragó saliva-. Pero Sharon adoraba a su Herbie, ya sabes, bautizado como el escarabajo enamorado.
Quinn no la presionaba, ni siquiera cuando cerraba los ojos. Ver las lágrimas bañándole las mejillas lo destrozaba. Había trabajado con numerosas víctimas, en diferentes estados de histeria, pero algo en el dolor de Miranda le llegó al fondo. Se dio cuenta de que deseaba consolarla con algo más que palabras.
Ella siguió y él se concentró en tomar nota.
– Paramos en Three Forks porque a Herbie se le acababa la gasolina, y yo creía que no llegaríamos a la hostería, aunque estuviéramos a menos de cincuenta kilómetros. Sharon hacía eso a menudo, conducir con el depósito casi vacío. Desde que la conocía me había llamado tres veces para pedirme que le llevara gasolina – dijo, y sonrió con ese recuerdo agridulce.
– Teníamos hambre y había un local de comida rápida, así que entramos a comprar patatas fritas y unas cocacolas. Comimos en el local porque a Sharon no le gustaba comer dentro del coche.
Volvió a hacer una pausa, esta vez con la mirada absorta en el techo. ¿Qué estaba mirando? ¿Recordando? ¿Intentando olvidar?
– Salimos al cabo de un rato. Al cabo de unos cinco minutos, Herbie empezó a dar sacudidas y un kilómetro después de Manhattan, se paró sin más. Echó un poco de humo y murió. -Miranda guardó silencio-. Jamás debí decirle que parara. Seguro que teníamos suficiente gasolina para llegar a casa. Si sólo…
– Basta, Miranda -dijo Quinn, y enseguida carraspeó-. Perdón, señorita Moore.
– No pasa nada. Me llamo Miranda.
– No debes pensar en lo que habrías hecho de manera diferente. Nada de esto ha sido culpa tuya. Todo es culpa de él. Y lo sabes.
– La prensa lo llama el Carnicero de Bozeman.
– Odio la prensa – dijo Quinn, con una mueca.
– Yo estoy empezando a odiarla -dijo ella, con voz queda. Quinn se preguntaba si habría visto la foto de cuando la sacaban del valle con una cuerda de salvamento. Confiaba en que el personal del hospital le ahorrara las noticias de la tele o la lectura de periódicos. Quinn ya le había gritado al sheriff un par de cosas por algunos de los detalles revelados, no sólo sobre la condición de Miranda sino también sobre la investigación.
Sin embargo, no era el momento más indicado para pensar en eso.
– ¿Qué pasó cuando se estropeó el coche? -preguntó.
– Yo empecé a hacer bromas. Acerca de Herbie y de cómo ella lo amaba demasiado.
Miranda respiró hondo antes de seguir.
– Yo conozco la zona y sabía que había una cabina de teléfono en una pequeña gasolinera que cierra por la noche. Iba a llamar a mi padre para pedirle que nos viniera a buscar.
– ¿Por qué no lo llamaste?
– A eso iba. Estaba casi en la curva, por lo demás, a unos doscientos o trescientos metros, cuando llegó un coche por detrás. Eran dos ancianos y se ofrecieron a llevarme. Les dije lo que había ocurrido, y ellos tenían un teléfono en el coche. Quiero decir, no conozco a nadie que tenga un teléfono en el coche excepto el alcalde. Me dejaron usarlo para llamar a mi padre. Él dijo que nos pasaría a buscar en veinte minutos.
Miranda le lanzó una mirada agónica.
– ¿Por qué no fui con ellos? Quizás al verlos hubiera huido y Sharon todavía estaría viva -dijo, y calló, ahogada por la emoción-. Les dije que vendría mi padre, que siguieran y que yo esperaría con Sharon.
– Miranda, tenías sobrados motivos para sentirte segura.
– Aquí nunca pasa nada malo. Nunca pensé -balbuceó, reprimió un sollozo y siguió-: Volví y Sharon no estaba. Quiero decir, no estaba en el coche. La llamé y ella gritó pidiendo ayuda.
– ¿Dónde estaba?