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Capítulo 13

Cuando Quinn se detuvo junto al jeep de Miranda en la hostería, era casi medianoche y estaba agotado. Sin embargo, su mente iba por otros derroteros y barajaba todo tipo de ideas.

Las luces del restaurante estaban encendidas, y vio al padre de Miranda con su amigo de toda la vida, Ben Grayhawk, sentados a la barra. Bill lo invitó a acercarse con un gesto y Quinn se sentó en el taburete a su lado.

– Bill. Gray. Me alegro de volver a veros.

Gray levantó el vaso con el líquido ámbar y alzó una ceja, como preguntando.

– Es del bueno -dijo.

– Gracias -dijo Quinn. Un whisky doble quizá le calmaría lo bastante la cabeza como para dormir un par de horas.

Bill se inclinó por encima de la barra, sacó una copa y le sirvió a Quinn un trago largo de una botella medio vacía de Glenlivet.

– Saint -dijo Bill.

Quinn alzó su vaso y tomó un trago. El whisky se deslizó por su garganta como vidrio líquido y él hizo un gesto de aprobación.

Se quedaron sentados en silencio varios minutos.

– No le has dicho a Miranda que estoy aquí -dijo Quinn.

Bill sacudió la cabeza.

– No quería que discutiéramos. Randy puede ser muy testaruda.

– No quiero entrometerme en vuestra relación -dijo Quinn.

– No te preocupes.

– Te agradezco la hospitalidad.

Bill acabó su whisky y se sirvió otro poco.

– Randy me ha dicho que habéis encontrado la barraca donde estuvo secuestrada la pobre Rebecca Douglas.

– Sí, es muy buena siguiendo pistas. -Más que buena, pensó Quinn.

– Eso está claro. Es una chica lista -dijo Gray.

Quinn recordó su entrevista con Ryan Parker y sus amigos.

– Gray, quería preguntarte. ¿Tú le has hablado a Ryan Parker acerca de un viejo cementerio indio que queda al norte del monte? ¿A unos cuantos kilómetros al este del río?

Gray lo miró sonriendo y mostrando sus dientes blancos y torcidos.

– Sí, yo se lo conté. Los chicos a veces vienen a caballo hasta aquí. Tenemos buenos senderos para explorar. Ellos ya habían oído hablar, desde luego. Los niños en el cole dicen que está embrujado y que sólo se puede encontrar de noche y con luna llena. -Rió con una especie de graznido y se puso a toser.

– ¿Has estado allí?

– No. Ni siquiera sé si existe de verdad -dijo él, sacudiendo la cabeza-. Sospecho que sí existe. He oído hablar de ese lugar desde que era niño. Pero mi madre nunca me dijo dónde estaba. Eso sí, siempre estábamos buscándolo. Así no nos metíamos en otros problemas. ¿Tiene algo que ver con el asesinato? -preguntó, después de una pausa.

– Lo dudo. Sólo quería comprobar la historia del chico -dijo Quinn, sacudiendo la cabeza.

– Ryan es un buen chico -dijo Gray.

– ¿Conoces bien a los Parker?

– En realidad, no. Pero doy un curso de seguridad sobre el uso de armas de fuego. El año pasado se apuntó Ryan con el mayor de los chicos McClain. Y, como he dicho, ya que andan por nuestros caminos, quiero estar seguro de que conozcan bien las reglas.

Bill se incorporó.

– Puedes quedarte el rato que quieras, o llevarte la botella a tu habitación. Yo tengo que levantarme temprano, así que será mejor que me vaya a dormir.

Quinn acabó su vaso y dijo que no con la cabeza.

– Gracias por la conversación. -Les dio las buenas noches y subió a su habitación.

Una hora más tarde, todavía estaba despierto. No podía dejar de pensar en los motivos que tendría el Carnicero para no buscar a Miranda. Creía que, por alguna razón, era importante saberlo, pero no conseguía imaginar por qué.

Encendió las luces y se sentó a la mesa. Apuntó unas notas crípticas que sólo él podía descifrar.

Vigo. Hans Vigo era el experto del departamento en perfiles de asesinos, y un buen amigo. Quizá tuviera alguna información relevante.

Antiguos casos. Tenía que volver a mirar las carpetas de las víctimas. Quizás había algo en común, más allá del sexo y la edad, que concernía a todas las víctimas. O quizá Miranda era única. ¿Por qué? ¿Por qué la había dejado vivir? Sí, había escapado, pero para el Carnicero ella sería un estorbo.

Penny Thompson.

Lo primero que haría por la mañana era ir a la universidad y usar todas las influencias que tuviera para conseguir los viejos archivos.

Olivia.

Eran las dos de la mañana en Virginia, demasiado tarde para llamar a Olivia, aunque él sabía que a ella no le importaría. La llamaría por la mañana y le preguntaría si disponía de un poco de tiempo para colaborar con las pruebas en el laboratorio estatal en Helena. Debería actuar con mucha diplomacia si quería conseguir que un técnico criminólogo del FBI entrara en el laboratorio del estado, pero confiaba en su habilidad para negociar y en la capacidad que tenía Olivia para entablar relaciones cordiales.

Al final, entendió por qué no podía conciliar el sueño. Tenía hambre. Con Nick, habían parado a comer algo rápido y él se había dejado media hamburguesa sin acabar en la oficina.

Sabiendo que a Bill no le importaría que mirara en la cocina, bajó a hacerse un bocadillo.

Sharon dormía y Miranda pensaba en un plan.

Tenía que haber una manera de escapar. Alguna manera. Como fuera.

Aunque tenía los ojos vendados, sabía que era de día. No por la luz sino por la diferencia de temperatura.

Pensaba que nunca volvería a recuperar el calor. Por la noche, pensaba que se moriría de frío. Pero nunca hacía tanto frío, sólo lo necesario para que ella no dejara de tiritar. Sólo lo suficiente para que ella no pudiera sentir los dedos de pies y manos.

Ya había dejado de desear tener a mano su edredón de plumón o un café caliente. A esas alturas, el calor era un lujo. La supervivencia era lo único que ocupaba su pensamiento.

Dos cosas la mortificaban.

¿Las tendría ahí para siempre? ¿Alimentándolas a pan y agua y obligándolas a revolverse en su propia suciedad?

¿O acaso las mataría en cuanto se cansara de hacerles daño?

La libertad no era una de las opciones. Intuía, sin que él hubiera dicho nada, que nunca las dejaría libres. Durante los tres primeros días, le había suplicado. Pero ahora lo sabía con certeza. Su muda respuesta le decía que no tenía intención alguna de dejarlas en libertad.

Tenía que haberse dormido, porque el ruido del metal contra el metal la sobresaltó.

Clic. Clic.

El hombre estaba abriendo la puerta del cuarto donde las tenía encerradas. Miranda se retorció, con todos los instintos puestos en la idea de escapar, pero estaba encadenada a la madera basta y fría.

Dios quiera que no vuelva a comenzar.

El ruido de las cadenas despertó a Sharon.

– ¡No! -exclamó ésta, con un grito ronco que escapó de su garganta herida-. No, no, por favor -balbuceó entre sollozos. Miranda guardó silencio.

Ya no le quedaban lágrimas, ni le quedaban súplicas. Había venido a violarlas o a matarlas. Iban a morir.

Papá, te quiero. Te quiero y lo siento mucho. Espero que nunca sepas lo que me ocurrió, porque te destrozaría.

Añoraba a su padre, añoraba verlo y dejar que le acariciara el pelo, como hacía cuando era una niña y su madre había muerto.

– Está en el cielo, cariño -solía decirle, y luego le murmuraba palabras dulces acerca de lo maravilloso y bello que era el cielo, donde el dolor no existía.

Miranda ignoraba qué le esperaba. ¿Vería a la madre que apenas recordaba? ¿Era un paraíso como el que le describía su padre?

¿O acaso era la nada? La nada sería preferible a lo vivido durante esos últimos cinco días. ¿Cinco? ¿O eran seis días? Intentaba llevar la cuenta, pero no lo sabía. Quizás había pasado más tiempo.

Era un cuarto pequeño. Un paso. Dos pasos. Sharon gritó.

– ¡No me toques! ¡No me toques!

Al oír el ruido de las cadenas, Miranda tuvo que reprimir su propio terror. Oír que le hacían daño a Sharon realzaba su propio espanto, porque lo que le hiciera a Sharon se lo haría más tarde a ella.

– ¿Qué? -Sharon parecía confundida.

Y entonces Miranda sintió que le levantaba los brazos. Tras el sonido metálico, de pronto se vio libre.

Un leve asomo de esperanza le hinchó el corazón.

Las había tenido con los ojos vendados, ¿no? No podían identificarlo. ¿Acaso las soltaría?

¿Estaban libres?

Ahora le tocaba a los pies.

– De pie.

Una orden de sólo dos palabras. Miranda intentó levantarse, pero tropezó y cayó.

– No… no puedo.

Había procurado mantener los músculos en forma con ejercicios, pero llevaba tanto tiempo tendida de espaldas que sus extremidades ya no estaban conectadas con su cuerpo. Tenía toda la columna magullada. Los cortes habían sangrado y ahora estaban secos.

– Una hora. Aprovechadla bien.

Un paso, y la puerta se cerró. Con llave. Cuatro palabras, lo máximo que les había hablado de un tirón. Sin embargo, la voz sonaba siempre tan extraña, un tono neutro y seco. Hueco.

– ¡Nos ha soltado! -exclamó Sharon.

Miranda olió algo por encima de su propia suciedad corporal. Se arrastró hasta la puerta, palpó a su alrededor.

Pan. Agua.

– Sharon -dijo-. Es comida.

Sharon topó con ella y las dos comieron en el suelo, acurrucadas en torno a su solitaria rebanada de pan, bebiendo de una pequeña taza de agua.

Miranda levantó una mano y se tocó el vendaje. Casi había olvidado que lo llevaba puesto, ya casi formaba parte de ella.

El nudo estaba apretado y ella se sentía débil, pero lo soltó. Sharon hizo lo mismo.

Estaba ciega.

No, estaba oscuro.

Miranda tardó varios minutos en distinguir las débiles estrías de luz que penetraban por los nudos de la madera de la barraca sin ventanas donde habían permanecido atadas durante días. Sharon cogió una camisa abandonada en un rincón. No era suya. Tampoco era de Miranda.

Dios mío, ¿acaso alguien había pasado por ahí antes que ellas?

Sharon se la puso.

– Lo siento, Randy. Lo siento, tengo tanto frío.

– Está bien -dijo ella.

Miranda se estiró todo lo que pudo y, como un bebé que aprende a caminar, se incorporó apoyándose en la pared.

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