– ¿Todo el mundo entiende lo que tiene que hacer? -preguntó Nick, después de detallar las responsabilidades del equipo de búsqueda. Las parejas estaban formadas por un ayudante jurado del sheriff del condado de Gallatin o un policía de Bozeman, y un voluntario. Tres de los cuatro polis en activo estaban presentes, algunos preocupados, otros excitados, casi todos tomando a sorbos el café que había enviado el padre de Miranda.
Miranda miró a los hombres y mujeres que componían el equipo de búsqueda. Buscarían pruebas. Casquillos de bala, huellas de pisadas, jirones de ropa. Cualquier cosa que pudiera conducirlos hasta el asesino.
Sorprendió al ayudante del sheriff, Sam Harris, mirándola, y giró la cabeza. No le gustaba aquel hombre que había perdido contra Nick en las elecciones a sheriff hacía más de tres años, seis meses antes de que murieran asesinadas las hermanas Croft. Cuando Nick nombró al ayudante de cincuenta años primer alguacil, Miranda le advirtió que cometía un error. Harris intentaría sabotear todas sus oportunidades. Nick no estaba de acuerdo, y Miranda se guardó sus opiniones.
Era la una y media de la tarde. Les quedaban menos de cinco horas de luz.
Miranda formaría pareja con Cliff Sanderson, un poli de Bozeman que respetaba y que le ayudaba a dar las clases de defensa personal en la universidad. Lo saludó desde lejos al cruzar el claro y él le sonrió, con esos hoyuelos que le quitaban diez años de los treinta que tenía.
– Nick -dijo, cuando se acercó a recibir sus instrucciones – quiero los cuadrantes ce uno hasta ce diez. Sanderson y yo podemos cubrirlos y creo que…
– Tú deberías quedarte aquí -dijo Quinn, cruzándose de brazos.
Ella le lanzó una mirada furiosa, sintiendo que él, con sus ojos oscuros e intensos, intentaba ordenarle que hiciera lo que le mandaba. Miranda no pudo evitar pensar en las muchas veces que había admirado esa intensidad, como si una sola mirada pudiera derretirla como mantequilla en una plancha caliente.
Pero esta vez lo ignoró.
– De la ce uno a la ce diez -repitió. Se cargó la mochila a los hombros y se apretó el cinturón. Llevaba el 45 ajustado a la riñonera para mayor comodidad.
– Llevas un arma -dijo Quinn, con los dientes apretados.
– Tú también -replicó ella sin vacilar, y se arrepintió enseguida de mostrarse ofendida-. ¿Tienes algún problema? -Vaya, ahora recurría al sarcasmo, una señal inequívoca de inseguridad.
Miró a su alrededor. Los polis y voluntarios habían bajado el volumen de la conversación, y su interés se volcaba sobre aquella discusión. Sin embargo, no deseaba ser el centro de atención.
– Nick -dijo, en voz baja.
– Tú vas con Peterson -dijo éste, también en voz baja y con mirada esquiva.
– ¿Qué? -exclamó ella, olvidándose del público.
– Vas con Peterson o no vas. Puedes coger el cuadrante ce.
Tenía el cuadrante que quería, pero no el compañero. Estuvo a punto de decir que no iría.
Pero eso era precisamente lo que quería Quinn Peterson.
– De acuerdo -dijo, con la mandíbula tensa.
Se dio media vuelta y lo vio. Era él. Elijah Banks. Pelo largo y sucio atado con una tira de cuero, gafas de marco metálico, una cara delgada sobre un esqueleto enclenque. Nunca olvidaría a ese presunto periodista que había convertido su vida en un infierno justo cuando ella creía que su infierno quedaba atrás.
Endureció la mandíbula y se acercó al borde del claro donde estaba Eli, con la cámara al cuello, escribiendo rápidamente quién sabe qué basura en una de sus famosas libretas.
– ¡Banks! -Este levantó la vista y sonrió. Miranda se paró justo frente a él, las botas casi tocándose, y le cogió la libreta de las manos. Sin mirar lo que había escrito, rasgó las páginas y tiró la libreta al barro, después de lo cual rompió las páginas en pequeños trozos.
Miranda veía puntos rojos cada vez que pensaba en Banks. Cada vez que veía su patético nombre en el periódico. Cada vez que recordaba los secretos, sus secretos, de los que él había escrito para que todos los leyeran y la compadecieran.
Eli alzó las manos y dio un paso atrás.
– Oiga, eso que acaba de destruir es de mi propiedad. -Esa maldita sonrisa falsa nunca se le borraba de la cara.
– ¿Quién ha sido el imbécil que te ha dejado entrar? La escena del crimen tiene el acceso prohibido. -Miró a su alrededor, molesta con el revuelo que estaba causando, pero incapaz de reprimirse. -Has llegado y has entrado como si estuvieras en casa, ¿eh?
Nick le tocó el codo, como pidiéndole que lo dejara, y luego se situó entre ella y el reportero y dijo:
– Eli, tienes que irte.
– Sheriff -replicó éste, con un tono burlón y condescendiente que Miranda despreciaba-, ¿admites que esta mañana el hijo del juez Parker ha encontrado el cuerpo de Rebecca Douglas?
– Sabes que no puedo admitir nada hasta que se haya identificado el cuerpo. -Nick sentía la tensión junto a Miranda. Joder, ¿cómo era posible que la prensa se enterara tan rápido?
– Entonces, ¿han encontrado un cuerpo?
Miranda tenía ganas de gritarle a Eli Banks, decirle que Rebecca no era un cuerpo sino una persona . Pero eso era lo que él quería. Una reacción. Miranda se tragó la rabia y se giró bruscamente, sólo para encontrarse cara a cara con Quinn. Él la cogió por el codo para que no tropezara.
Ella lo miró, sorprendida.
– No vale la pena -murmuró Quinn.
Miranda no dijo palabra. Tampoco habría podido. Encontrarse tan cerca de Quinn la desconcertaba. Cuando él la miró, fijamente, con la familiaridad de un amante, ella no pudo evitar recordar que, hacía mucho tiempo, ella lo había amado, y que él la había amado a ella.
Al menos eso era lo que le había dicho.
– Vamos -dijo finalmente, y pasó a su lado. Ahora respiraba más tranquila.
Nick vio que Miranda se marchaba con Quinn y se volvió hacia Eli.
– Es mi investigación, Eli -dijo -. Estás violando la prohibición de pisar la escena del crimen. Haré una declaración esta noche.
– Genial. Después de que el periódico haya cerrado los titulares. Buen plan. -Sacó otra libreta de su pequeña mochila y la abrió-. ¿Por qué no me ahorras el lío de tener que escribir acerca de tu escasa cooperación y me das la información que sabes que tendrás que compartir conmigo más tarde?
Nick se mordió el interior de la boca para abstenerse de decir algo que de ninguna manera querría ver reproducido en letra de imprenta.
– No puedo confirmar que el cuerpo de una mujer joven encontrado esta mañana sea, efectivamente, Rebecca Douglas. El cuerpo no ha sido identificado todavía, y ahora esperamos la llegada del forense para un análisis y posterior identificación.
– Pero ha sido el Carnicero, ¿correcto?
– El informe del forense debería ser concluyente para la confirmación de esa posibilidad.
– Venga, Nick. Seamos francos. Tú sabes que el Carnicero tenía a Rebecca Douglas en su poder.
– No me presiones, Eli. Recuerdo que los padres de las hermanas Croft se enteraron de la muerte de sus hijas por los malditos periódicos.
Eli tuvo el acierto de mostrarse avergonzado.
– Vale, oficiosamente. Te juro que no escribiré nada hasta que el forense lo confirme.
– No conseguirás nada, Eli. Ya conoces el viejo dicho. A quien te engaña una vez… -Tres años antes, Nick le había proporcionado un retazo de información, cuando encontraron a las hermanas Croft. Nunca volvería a confiar en ese capullo después de haber visto su declaración confidencial en el periódico.
– Venga, Nick -insistió Eli-. Una cita. Una cita para el periódico y esperaré como un niño bueno hasta que hagas la declaración esta noche.
– Agente -dijo Nick mirando a Booker-. Saque a este hombre de mi escena del crimen.
Elijan Banks le había frotado con sal cada una de sus heridas, empezando por la publicación de una foto del momento en que la subían a un helicóptero, doce años antes, después de sobrevivir a duras penas de su salto al río Gallatin. Lo que para ella había sido una experiencia aterradora, humillante y destructiva, a él le había hecho merecedor de un premio en algún innoble concurso periodístico. Peor aún, la foto fue publicada en los grandes periódicos de todo el país.
No soportaba a ese hombre. Sin embargo, a veces sospechaba que no lo detestaba porque llevara a cabo su trabajo de la manera más repugnante posible, sino porque con sólo verlo le recordaba el día más horrible de su vida, que él había inmortalizado en una instantánea.
El sol se había puesto tras las cumbres del Gallatin.
Miranda estaba entumecida, pero la repentina zambullida en esas aguas heladas le recordó que tenía frío. Mucho frío.
Sharon estaba muerta. Él le había disparado en la espalda. Y ahora iba tras ella.
¡Corre, Miranda, corre!
Rodó monte abajo hasta que pudo cogerse de un pequeño árbol. El río estaba ahora más cerca. El ruido de los rápidos se percibía como un zumbido ininterrumpido que dejaba un eco en el flanco de la quebrada.
¿Dónde estaba él? ¿Estaba cerca? ¿La tenía en la mira de su rifle?
No se atrevía a mirar atrás. Si lo veía, temía quedarse paralizada, como un ciervo encandilado por los faros de un coche. Y a él no le importaría que se detuviera. La mataría y dejaría su cuerpo allí tirado para que se lo comieran las bestias carroñeras, picoteada por buitres, carne de pumas…
¡No! ¡Basta!
Sharon.
No quería dejar atrás a Sharon, pero Sharon estaba muerta, y el asesino la habría matado también a ella si se hubiera quedado a su lado.
Cuando le quitó las cadenas que la mantenían clavada al suelo, pensó que sin duda la mataría. Estaba muy débil. Él les traía agua y pan duro para comer, las alimentaba después de violarlas. Primero a Sharon.
Luego a ella.
¡Basta!
Pero no podía parar. El cúmulo de imágenes la perseguía mientras corría, tropezando en su carrera monte abajo, siguiendo la llamada del río.
Si sobrevivía, volvería a donde estaba Sharon. Tenía que volver. No podía abandonarla a la intemperie, en medio del bosque. Sharon se merecía más que eso.
Era su mejor amiga.
De pronto, la pendiente se hizo más pronunciada. Miranda intentó parar, pero el impulso que llevaba la empujó hacia delante. Cayó de rodillas y comenzó a rodar. El río y la humedad, el rugido del agua. Y luego empezó a caer… y caer…