Mucho antes de que el sol asomara entre los montes, Quinn se despertó, presa de cierta agitación, todavía atrapado en sueños donde aparecía Miranda.
Los que saben repiten el mantra: El tiempo todo lo sana.
Era una mentira. Algunas heridas nunca sanaban, sobre todo cuando el herido no paraba de arrancarse las costras.
Miranda vivía y respiraba para el Carnicero. Para la justicia. Había vivido los últimos diez años en un limbo, entre el cielo y el infierno, esperando. Esperando a que el Carnicero cometiera un error. Buscando en el bosque los restos de sus víctimas. Como penitencia por haber sobrevivido.
Quinn había visto a demasiados colegas obsesionarse tanto con un caso concreto, especialmente difícil y angustioso, que todos los demás aspectos de su vida se resentían. Los matrimonios solían acabar en divorcio. Olvidaban a los amigos y, con el tiempo, los perdían. La búsqueda de la justicia para vivos y muertos podía consumir hasta al profesional más emocionalmente estable. Miranda era a la vez una víctima y una defensora, y no había nadie que conociera tan de cerca como ella la investigación sobre el Carnicero.
Miranda era una bomba de relojería a punto de implosionar. El hecho de que hubiera sobrevivido tanto tiempo sin una grave crisis de nervios era una incógnita sin explicación para él.
Eso no era del todo verdad, pensó, mientras se obligaba a dejar la cama. Miranda era, sin duda, la mujer más fuerte que había conocido. Después de soportar torturas que habrían matado a cualquiera, hombre o mujer, había visto a su mejor amiga caer con una bala en la espalda, y aún tuvo fuerzas para seguir huyendo. Llevó a los investigadores al lugar donde yacía el cuerpo, y luego a la choza donde todo había empezado.
Quinn amaba y admiraba a Miranda por ese núcleo indestructible que la animaba, por esa espalda suya dura como el acero.
Y ¿qué había de las necesidades de Miranda? ¿Quién cuidaba de ella para asegurar que no fuera demasiado lejos? Alguien que se tomara el tiempo para sacarla de ese entorno asfixiante de manera que pudiera recomponerse y recuperar su orientación. Quinn temía que, sin tener a nadie que cuidara de ella, Miranda fuera dejando que la investigación la consumiera por entero sacrificando su felicidad personal y su paz interior en nombre de la justicia.
Si pensaba en su propia carrera, no tenía derecho a criticarla. Él llevaba casi diecisiete años como agente del FBI. La única ocasión en que se había tomado unas vacaciones fue gracias a la insistencia de su jefe. Con la excepción de los dos años compartidos con Miranda. Era el único período en que se había ausentado voluntariamente del trabajo.
Se desnudó y entró en la ducha. Abrió el grifo y el chorro frío lo bañó antes de que el agua se calentara. Pero él necesitaba el frío. Después de enterarse de lo que había tenido que vivir Miranda, se había quedado bajo el chorro de agua fría todo lo que pudo aguantar. Quería experimentar aunque no fuera más que una parte leve de su dolor.
Su récord eran diecinueve minutos. Pero el agua del río era aún más fría que la de la ducha, y ella había sobrevivido.
Salió de la Hostería Gallatin antes de que nadie se despertara. No quería encontrarse con Miranda, todavía no. La noche anterior, ella no se había enterado de que él se alojaba ahí, y Quinn ignoraba si su padre se lo había dicho.
Creía que no.
Nick se encontró con él en lo de McKay, una cafetería situada en la esquina de la calle de la comisaría de policía. Aquello no había cambiado tanto desde su partida. Manteles de plástico a cuadros blanquiazules, los condimentos en medio de la mesa, paredes grises flores de plástico de color rojo con aspecto de mustias en jarrones entre las ventanas con vidrios a medio limpiar. Los altavoces instalados en dos rincones de la sala emitían música country, a ratos mezclada con un programa matinal de radio de un par de cómicos aficionados.
Quinn le pidió a Fran, la camarera, que le llenara el termo, pero no tenía demasiadas ganas de comer antes de la autopsia. Pidió tostadas, más para mojarlas en cafeína que por hambre.
Nick no tenía aspecto de haber dormido más que Quinn. También había envejecido. Doce años antes, la primera vez que vino a Bozeman, Nick era un chico de veintitrés años, lozano como un cachorro. Ahora las arrugas le surcaban el rostro y en sus ojos se adivinaba el brillo de la experiencia.
Los asesinatos hacían envejecer.
– ¿Qué planes tenemos? -preguntó Quinn.
– Tengo a un agente forestal que se dirige al lugar para talar cualquier árbol que necesitemos como prueba, y veintiséis efectivos de la policía, dos de ellos expertos en escenas del crimen. -Nick miró su reloj -. Nos quedan dos horas antes de la cita.
– ¿Si encontramos la cabaña?
– Procesamos la escena y mandamos las pruebas al laboratorio estatal de criminología en Helena.
– La semana pasada comentaste que Rebecca fue raptada lejos de donde trabajaba. ¿Hay testigos?
– Nadie vio nada -dijo Nick, negando con un gesto de la cabeza.
– Rebecca Douglas se encontraba en un aparcamiento, no con el coche averiado a la orilla del camino. ¿Nadie vio ni oyó nada?
– Interrogué a todos los que estaban en la pizzería esa noche, aunque se hubieran ido antes de que secuestraran a Rebecca. Si alguien vio algo, no les debió parecer sospechoso.
– Me pregunto si lo conocía -se preguntó Quinn, en voz alta.
– Siempre hemos barajado la posibilidad de que el Carnicero conozca a las chicas de la universidad.
– ¿Habéis hecho una búsqueda del personal que trabaja en la universidad y de los alumnos que han pasado por ahí en los últimos quince años?
– Hemos cruzado los rasgos de los empleados que coinciden con el perfil de la base de datos de la policía, pero no hemos obtenido resultados. Lo más serio que tenemos es un profesor de sociología que fue detenido en los años setenta por desobediencia civil, y un conserje detenido por conducir bajo los efectos del alcohol hace ocho años.
– Vuelve a procesar los datos -dijo Quinn. Nick frunció el ceño y Quinn se retuvo. No quería que Nick pensara que él tomaba el mando-. Quiero decir, que deberíamos centrarnos en todos los hombres blancos solteros que pasaron por la universidad, sean alumnos, empleados o profesores que tuvieran menos de treinta y cinco años el año que Penny desapareció.
– ¿Treinta y cinco?
– El perfil original -explicó Quinn- señalaba que el Carnicero era un hombre blanco soltero entre veinticinco y treinta y cinco años, y que conocía al menos a una de sus víctimas.
– Al principio creímos que conocía a Miranda o a Sharon, ya fuera del campus, la hostería, o de donde trabajaba Sharon -siguió-. Pero cuando llegamos a la conclusión de que Penny Thompson fue su primera víctima, pensamos que lo más probable es que Penny conociera a su agresor y que Miranda y Sharon fueran desconocidas.
– Sin embargo, había cientos de posibles sospechosos -observó Nick-. Recuerdo haber hecho docenas de interrogatorios sin llegar a ninguna parte.
Quinn lo recordaba. Eran demasiadas las personas que habían tenido contacto con Penny, y al reducir el número hasta tener una lista final de quienes la conocían bien, entre ellos el novio, los profesores, los tutores de sus asignaturas, nadie encajaba en el perfil.
Tampoco facilitaba las cosas el hecho de que Penny hubiera desaparecido tres años antes del secuestro de Miranda y Sharon.
Quinn no habló al ver que la camarera se acercaba con sus tostadas. Bozeman era una ciudad pequeña, a pesar de los doce mil alumnos de la universidad situada en las afueras. Las paredes tenían oídos. Las lenguas se soltaban fácilmente.
– El sheriff Donaldson estaba convencido de que a Penny la mató su novio -dijo Nick-. Pero eso nunca fue más allá. No había pruebas que lo relacionaran con su desaparición. Al final, sospechamos que Penny había sido la primera víctima del Carnicero, pero a esas alturas su padre ya se había deshecho del coche.
Nick acabó su café y dejó la taza en la mesa con un golpe.
– Nos estamos perdiendo, Quinn. El cabrón se ha cobrado otra víctima y nosotros no tenemos pruebas, testigos ni sospechosos. La prensa se lo va a pasar en grande.
– La hemos encontrado rápido. Eso siempre es una buena noticia. ¿A qué hora comenzarán la autopsia?
Nick miró su reloj.
– En diez minutos. Deberíamos irnos -dijo, y acabó el café.
Quinn detestaba las autopsias. No sabía qué temía más: si ver el cuerpo de Rebecca Douglas sobre la mesa o imaginar a Miranda bajo ese mismo bisturí.
Fran se acercó a la mesa con un termo de café recién hecho y un periódico.
– Lo acaban de dejar -dijo, y dejó el periódico frente a Nick-. Si no te importa que lo diga, Elijah Banks es un capullo y todos lo saben. Su madre estará revolviéndose en su tumba, pobrecita.
CADÁVER ENCONTRADO EN EL BOSQUE
La oficina del sheriff
no ha confirmado la identidad.
Elijah Banks
Corresponsal especial del Chronicle
BOZEMAN, MONTANA – El sheriff del condado de Gallatin, Nick Thomas, no ha querido confirmar ni negar que el cuerpo de la mujer encontrado ayer por la mañana fuera el de la estudiante de Bozeman, Rebecca Douglas.
«Todo indica que ha sido el Carnicero», señaló una fuente de la oficina del sheriff que ha querido permanecer anónima.
El sheriff Thomas ha reconocido a regañadientes que cuenta con la ayuda de un agente especial, Quincy Peterson, de la oficina del FBI en Seattle. El agente Peterson, más experimentado, participó hace doce años en la investigación sobre la desaparición de dos estudiantes universitarias, Sharon Lewis y Miranda Moore. Lewis fue encontrada muerta y Moore escapó, pero no pudo identificar al asesino.
El cuerpo de la mujer sin identificar fue descubierto a primera hora de la mañana del sábado por Ryan Parker y dos amigos. Ryan, de once años, es hijo del juez del Tribunal Superior, Richard Parker. Hacia mediodía, más de cuarenta alguaciles del sheriff y voluntarios peinaban la zona situada a seis kilómetros al este de Creek Road y quince kilómetros al sur de la Ruta 84. Nadie ha podido confirmar concretamente qué tipo de pruebas buscaban.
«Cuando la encontramos, pensamos que podía ser la chica desaparecida – dijo Parker-. Estaba desnuda.»
Una fuente de la oficina del alcalde ha dicho «Ya era hora», al saber que el FBI vuelve a participar en la investigación. «Necesitamos un equipo de profesionales competentes para dar con este asesino de una vez por todas. Las mujeres de Bozeman tienen miedo, y con razón.»