La noche del viernes pasado, la señorita Douglas salió del Salón Hannon de la Universidad de Montana State en su propio coche para acudir a su trabajo en la pizzería de la Interestatal 191. No volvió al campus. Su compañera de habitación comunicó a la seguridad del campus que la señorita Douglas estaba desaparecida y posteriormente llamó a la oficina del sheriff del condado de Gallatin. La policía no tardó en encontrar su coche en el aparcamiento de la pizzería.
La primera víctima conocida del Carnicero…
Nick dejó el periódico sobre la mesa de un golpe, y el café se derramó por el borde de la taza.
Quinn también opinaba que la entrevista de Eli a Ryan Parker era inaceptable. ¿Dónde estaba el juez Parker ahora? ¿Por qué no le había parado los pies?
No era sólo la entrevista de Ryan. A Quinn no le agradaron las provocaciones de Eli contra la oficina del sheriff. Lo último que necesitaba en ese momento era una guerra de feudos que enlodara la investigación. Los hombres de Nick ya lo miraban como a un extraño. Si sospechaban que intentaba minar la influencia de Nick, nadie querría ayudarle.
Tenía que ganarse la confianza de esa gente.
– Haré una declaración oficial -dijo Quinn, y dejó unos dólares sobre la mesa.
Nick le lanzó una mirada al salir de la cafetería. Se detuvieron junto a su camioneta.
– No sé de qué servirá eso.
– Es tu investigación, Nick. Yo no estaría aquí si no me hubieras invitado. Eso lo sabes.
– ¿Estoy haciendo las cosas bien? ¿He pasado algo por alto? Quinn alzó las manos.
– Para. No te sirve de nada ponerte a especular. Has puesto todos los puntos sobre las «íes», has cumplido cabalmente con tu deber, y no creas que yo no sería el primero en decir algo si no hubiera sido así. Pero jamás iría primero a ver a los de la prensa, sino a ti. Espero que eso lo tengas claro.
Nick cerró los ojos.
– Lo sé, lo sé. Lo que pasa es que Eli me rompe los huevos, ¿sabes?
– Sí, es un capullo.
Caminaron una manzana hasta el centro público, donde el forense tenía su despacho y laboratorio.
– ¿Cómo se ha tomado Miranda lo de que te alojes en la hostería? -preguntó Nick.
– Todavía no lo sabe -dijo Quinn, con una mueca.
– No le gustará nada.
– Sabrá encajarlo.
Nick no estaba seguro de que Miranda supiera encajarlo. Ya estaba enfadada con él por haber llamado a Quinn sin consultarla. No era necesario, pero Nick solía pedirle su opinión en diferentes cuestiones relacionadas con la investigación del Carnicero, sobre todo cuando se trataba de la búsqueda inicial. Con el tiempo, se había acostumbrado a su relación de trabajo. Había sido un paso fácil convertir esa amistad en una relación más íntima.
El hecho de que él se hubiera marchado dos años antes porque Miranda no respondía a sus sentimientos no mitigaba su desagrado porque Quinn estuviera prácticamente compartiendo techo con ella En el fondo de su corazón, sabía que Miranda no volvería con él. Si volvía, sería porque era la segunda opción, después de Quinn.
No le parecía una perspectiva particularmente agradable.
Quinn le caía bien. Pero él amaba a Miranda, y pensar en los dos juntos…
No, eso no sucedería. Miranda vio como su vida se venía abajo cuando Quinn la expulsó de la Academia. Después de tantos años alimentando ese dolor y esa rabia, seguro que no se le pasaría ahora, en las pocas semanas que Quinn estuviera en la ciudad.
De modo que todavía quedaba una oportunidad, pensó Nick al entrar en la sala de espera del forense. En realidad, pensó, quizá Miranda lo buscaría a él precisamente porque Quinn estaba en la ciudad. Él le ofrecería su comprensión, su simpatía, su hombro.
No, él no se iba a conformar con un segundo puesto. Miranda tenía que amarlo a él en lugar de verse empujada a sus brazos por la intervención de otro hombre.
Ryan Parker estaba sentado en lo alto del monte, seguro de que nadie podía verlo, y observaba a la gente que se reunía más abajo. Pero su mirada no seguía el ajetreo de los agentes del sheriff.
Le atraía la escena del crimen, aislado por la cinta de plástico de la policía. Le hacía pensar en la chica que habían encontrado. Jamás olvidaría el cuerpo azuloso y desnudo. El tajo profundo, de color rojo oscuro, casi negro, en el cuello. Los cortes y magulladuras por todo el cuerpo.
Sin embargo, ahora sentía que sus ojos lo perseguían.
No había dormido gran cosa la noche anterior. Cada vez que intentaba quedarse dormido, Rebecca Douglas lo estaba mirando con sus ojos azules abiertos y congelados por la muerte.
Ryan había visto a docenas de animales muertos en sus once años. En una ocasión, mató a un ciervo con su rifle del 22, un disparo certero en la nuca, y su padre se mostró muy orgulloso de él. Pero él mismo no se sintió tan orgulloso.
La caza no estaba mal. A él no le gustaba especialmente, no como a su padre y a su tío, pero no estaba mal.
La pesca, por el contrario, era el paraíso. Si sus padres lo dejaran iría a pescar todos los días. Se sentía libre e independiente allá el lago, o sentado a la orilla de los remolinos en el recodo del río que quedaba más al sur de su casa, o en el muelle del lago. Aquello lo hacía más feliz que cualquier otra cosa en la vida. Más que los caballos. Desde luego, más que la caza.
En general, Ryan se encontraba más a gusto solo que acompañado de sus padres.
Quizá tuviera que ver con la quietud. O con la espera. Sean y Timmy no tenían paciencia para pescar. Timmy guardaba silencio, pero se movía demasiado. Sean ya ni siquiera iba porque Ryan se negaba a guardar la caña si no picaban al cabo de veinte minutos. A veces, su padre pescaba con él durante un par de horas, y eso le agradaba.
Pero ahora su padre estaba demasiado ocupado para acompañarlo en sus excursiones al lago.
A veces tardaba todo un día en pescar una trucha o un róbalo de tamaño decente. A veces no pescaba nada, pero no le importaba. Porque lo que más le hacía disfrutar era sencillamente lanzar la línea, la espera y la libertad, no la captura en sí.
Sean y Timmy no lo entendían.
Tampoco lo entendía su padre, aunque lo intentara.
Ryan observaba a las personas moviéndose allá abajo. Eran tan pequeñas que parecían hormigas. Cerró un ojo y alzó dos dedos. Así de grandes, menos de un centímetro.
Ni siquiera sabían que él estaba allí.
Ryan tenía curiosidad de ver qué encontraban. Por algún motivo, creía que si encontraban al tipo que mató a esa mujer, él dormiría más tranquilo. La chica parecía un ciervo, con los ojos abiertos y mirando sin enfocar.
A Ryan no le gustaba eso. Las personas eran personas y los animales eran animales, pero alguien había tratado a esa chica como si fuera un animal. Eso no estaba bien.
Cuando la mayoría de los hombres de la partida comenzaron a subir por el camino del aserradero, él se incorporó y se limpió la tierra de los vaqueros desgastados. Ya era hora de volver. Había dejado a Ranger en el establo y aún tardaría una hora en llegar a casa. Y no quería que su madre se preocupara. Ella no solía hacerle muchas preguntas, pero sabía cuándo mentía.
En realidad, Ryan nunca mentía. Pero, a veces, no quería decir la verdad. Evitar las conversaciones era la mejor manera de no tener problemas con su madre.
Siguió por el pequeño arroyo que en primavera bajaba por la ladera, hacia el camino más ancho que conducía a los límites de la propiedad. Ryan vio huellas de caballo y frunció el ceño. Parecían frescas, pero no había visto a ninguno de los hombres llegar tan arriba. Quien quiera que fuese, tendría que echarle un vistazo a las herraduras de su caballo. La pata derecha trasera había perdido un par de clavos y seguro que la tierra y las piedras se meterían por debajo de la herradura hasta alojarse en la pezuña del animal.
Perdido en sus pensamientos, casi no lo vio.
De pronto, el sol se reflejó en un objeto tirado en el camino y Ryan se detuvo y se agachó para mirarlo.
Al principio, pensó que eran los ojos de una serpiente que lo miraba, a punto de asestar un golpe, y retrocedió de un salto. Pero enseguida recuperó el equilibrio y miró el objeto más detenidamente.
Desde luego, no era una serpiente. Los dos ojos eran dos pequeñas gemas oscuras. Verde oscuro, como el color de los pinos al atardecer. Las dos piedras estaban engastadas en una rústica hebilla de plata cincelada que parecía un ave. Parecida a un águila. Y las piedras eran los ojos.
Se agachó y lo recogió. Se sorprendió al ver que tenía un trozo de cuero todavía adherido a la hebilla. Al mirarla de cerca, vio que estaba desgastada y probablemente se habría roto cuando el dueño, un cazador, o un excursionista, se detuvo allá en la cumbre a orinar.
Ryan vaciló mientras miraba la hebilla. ¿Debería llevársela al agente del FBI? Quizá fuera importante para la investigación. El corazón le latía con fuerza. Los Intocables, era una de sus películas preferidas, y nunca se perdía un programa llamado Quién Sabe Dónde, que trataba de la búsqueda de personas desaparecidas.
Ahora su emoción se convirtió en inquietud. Su padre le había insistido que no molestara al sheriff. Y él le había mentido a su madre acerca del lugar adonde iba. Ella perdería la paciencia. No le gritaría ni le pegaría, pero tendría esa mirada que daba más miedo que cualquier castigo.
Tiritó de frío y se abrigó con la cazadora, aunque a esas horas comenzaba a hacer un calor agradable. Se metió la hebilla en el bolsillo y siguió por el estrecho sendero rumbo a casa. Si volvía a ver al sheriff Thomas, le mostraría la hebilla.
Lo más probable es que no tuviera importancia. Sólo un tipo que se había parado a orinar en el bosque.