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Durante dos minutos, había olvidado al Carnicero. Durante dos minutos gloriosos, lo había borrado de su mente.

– Ha pasado un año -dijo ella, con voz neutra, y se giró para apartarse de él -. No me he precipitado en nada.

– Lo sé, cariño, no te enfades. Quiero estar seguro de que deseas lo mismo que yo.

Ella se mordió el labio para no llorar. No por Quinn, sino porque su vida era tan diferente de lo que deseaba. Habría querido crear su propio negocio, algo relacionado con la vida al aire libre y el ocio. Organizar salidas en balsa por el río en verano, enseñar a los chicos a esquiar en invierno y ayudar a su padre en la hostería.

– Nada volverá jamás a ser lo mismo -murmuró.

Él le acarició la mejilla hasta que ella se giró. La emoción en sus ojos era un reflejo de su confusión interior.

– No, nada volverá a ser lo mismo. Pero tú eres la mujer más fuerte que jamás he conocido. Tu voluntad de sobrevivir, no sólo a lo que ocurrió hace un año, sino también para reclamar tu vida, es algo que me da una lección de humildad.

– No soy nada especial -dijo ella, sacudiendo la cabeza.

Él estuvo a punto de echarse a reír.

– Miranda, eres increíble -dijo, y la besó suavemente.

– Sé que el hecho de que el asesino de Sharon ande suelto es como una herida abierta. Que no se cierra nunca. Quisiera haber hecho algo más -dijo, con voz ronca, y se mesó el pelo con gesto de arrepentimiento.

– Hiciste todo lo posible. -A ella le había impresionado el FBI y la policía durante la investigación. Pero ahora su caso quedaba cerrado. A menos que el Carnicero atacara a otra mujer, nunca lo capturarían. No era justo que otra mujer tuviera que ser agredida, que tuviera que morir, para encontrar al asesino de Sharon.

Miranda deseaba contribuir en algo. No sólo para detener al Carnicero sino para encontrar a otros asesinos. Hombres que acechaban a las mujeres, que las maltrataban para satisfacer su alma torcida y enferma.

¿Por qué no podría? ¿Por qué no podía convertirse en un agente activo de esa idea? Llevaba un año sin hacer nada en la hostería Y… ¿qué había hecho? ¿Ir a la universidad? ¿Ayudar a su padre con los clientes? Lo que en realidad hacía era compadecerse de sí misma y no hacer nada productivo con su vida.

Si quería aprender a vivir con lo que le había ocurrido, aquello tenía que cambiar.

– ¿Qué pensarías si te dijera que quiero ser policía? Podría trabajar en la oficina del sheriff. -Antes de que Quinn pudiera responder, siguió, más ilusionada a medida que le venían ideas -. ¡O quizá podría ser agente del FBI! Soy lista, casi he terminado mi licenciatura, vuelvo a estar en forma y no me importa trabajar duro.

Por fin podría hacer algo trascendente, para variar, y no quedarme aquí sentada sin hacer nada. Estoy cansada de ser una víctima.

Él no dijo palabra.

– No crees que sea buena idea.

– Yo no he dicho eso.

– No tienes por qué decirlo. -Miranda quería su aprobación. Necesitaba su apoyo.

– Miranda, quiero que hagas lo que tengas ganas de hacer. Pero no tenía ni idea de que te atraía la idea de ser policía. Nunca lo habías mencionado.

– Es algo que siempre he pensado, para mí, pero ha cobrado cuerpo cuando estaba aquí sentada mientras pensaba que nada volvería a ser lo mismo y que yo tengo que hacerme cargo de mi propia vida.

– Tienes que tener veintitrés años para que te acepten en la Academia -dijo Quinn.

– Sólo falta un año.

– Tienes que terminar tu licenciatura. Hay muchos agentes que después sacan un máster en otro campo, como criminología o psicología.

– Soy buena alumna. No me importaría tener que estudiar un año más.

– La Academia no es fácil. Es física y mentalmente demoledora.

– Yo me puedo manejar. ¿No crees?

Él respondió al cabo de un rato.

– Sí, creo que respondes bien cuando te ves sometida a presión.

– Quinn, me siento como si tuviera que ayudar a la gente. No tengo otra manera de explicarlo -dijo, y frunció el ceño. A duras penas conseguía explicarse a sí misma ese torbellino de ideas y elucubraciones que giraba en su cabeza. Sin embargo, una cosa sí estaba clara. Ahora tenía una dirección y no pensaba perder el rumbo. Tener un objetivo favorecía su determinación.

El Carnicero había escapado a la justicia. Ella tenía que hacer algo para que otros desequilibrados no hicieran lo mismo.

– Yo te ayudaré, si puedo -dijo Quinn-. Si eso es lo que quieres.

– Es lo que quiero -dijo ella, sintiéndose más segura ahora que contaba con su apoyo.

Él la estrechó en sus brazos y se quedaron un rato así. Cuando el sol acabó de ponerse tras las montañas, la noche se volvió fría y las criaturas de la oscuridad empezaron a merodear. Se quedaron sentados en el columpio, meciéndose contentos y abrazados.

Esa noche Miranda jamás habría creído que Quinn podía traicionarla.

Una hora de agua y chorros calientes la alivió de la mayor parte de la tensión en los músculos, y cuando salió del baño la piel le ardía, irritada y recalentada, incluso le dolía un poco.

Rebecca estaba muerta. Sharon estaba muerta. Pero ella estaba viva.

La culpa y la confusión le minaban la moral, y casi deseaba creer en Dios, como su padre. De alguna manera, la fe le consolaba a él como nunca la había consolado a ella. Cuando maldecía a aquel Dios creador del monstruo que la había cazado a ella y torturado a otras mujeres, no conseguía imaginar que se trataba del mismo Dios benefactor y generoso al que su padre alababa y dirigía sus plegarias. Era el Dios bondadoso quien la había traído de vuelta a casa, decía su padre. Que le dio la fuerza para sobrevivir, la voluntad para vivir y el río en que zambullirse.

Sin embargo, alegaba Miranda, según ese razonamiento, era el mismo Dios que había creado a un hombre que satisfacía sus deseos enfermizos matando a mujeres como pasatiempo. Atormentándolas y violándolas y haciéndoles daño. Miranda no podía reconciliar los dos dioses. Era mucho más fácil creer en el diablo.

Sí, porque el mal era real. Estaba vivo. Ardiendo.

Permaneció despierta, agotada, la mente demasiado activa para apagarse. Imaginó a Rebecca corriendo desnuda por el claro, mientras la lluvia caía con fuerza, sabiendo que un loco seguía sus pasos. La sonora detonación del rifle al disparar, ella tensándose entera segura de que le daría. Pero el disparo erró y seguía viva.

Y corriendo.

Bajó corriendo por el sendero, tropezando, los pies descalzos lacerados, intentando no llorar al herirse con el filo de alguna piedra, levantándose, rápido, cada vez que caía, sabiendo que él se acercaba. Sabiendo que la mataría. Con un placer profundo, sin el más mínimo remordimiento.

Corriendo, corriendo… hasta que tropezó y cayó mal y se rompió la pierna.

Se arrastraba, intentaba ocultarse, pero ya era demasiado tarde.

Él se acercaba a ella. En lugar de disparar al animal herido, lo degollaba.

Y su sangre teñía la tierra.

Miranda se llevó la mano a la garganta. Sintió el filo del acero frío rasgándole la delicada piel por debajo del mentón. Tragó con dificultad cuando se imaginó los momentos finales de la vida de Rebecca.

Había estado a punto de conseguirlo. Y ahora estaba muerta.

Cerró los ojos y se recostó, hundiendo la cabeza en las almohadas suaves. La tensión de la que se había desprendido en la bañera caliente volvió a apoderarse de su cuerpo.

¿Cuándo pararía? ¿Algún día capturarían a ese cabrón y le harían pagar por las vidas que había usurpado?

No era justo que aquella bestia anónima y asesina anduviera suelta mientras Rebecca Douglas yacía en un compartimento frío de la morgue.

Simplemente no era justo.


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