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Pero ni siquiera el cielo con toda su inmensidad podía acallar los gritos de Sharon, ni la voz cruel y hueca del asesino sin rostro cada vez que Miranda cerraba los ojos.

– Debería haber vuelto a Quantico. -Nunca había dicho eso en voz alta, y se sorprendió a sí misma. Se pasó la lengua por los labios-. Estaba tan he… -Iba a decir herida. No. No estaba preparada para contarle eso a Quinn. No podía contárselo-…Enfadada -se corrigió-. Cegada por la rabia, supongo. Y cuando el año se cumplió, ya estaba trabajando en la Unidad de Búsqueda y Rescate, y me gustaba. Me había adaptado. Supongo que estoy hecha para eso.

– Habrías sido una agente muy buena -dijo él, con voz grave.

El corazón le dio un vuelco. Se preguntó qué haría él si ella lo besara.

Aquel pensamiento fugaz la desconcertó y se echó hacia atrás. Tenía las manos húmedas. ¿Una buena agente? Sí, eso lo sabía. Una agente muy buena.

Un año. ¡Un año! Había esperado más de dos años después de que el Carnicero matara a Sharon, presa del desasosiego, asistiendo a clases suplementarias, trabajando en la hostería, aprendiendo defensa personal. Todo y cualquier cosa con tal de no volver a sentirse vulnerable.

Al salir de Quantico, diez años antes, nunca se había sentido tan perdida. Entonces supo que jamás volvería.

– Gracias. -La voz se le quebró. Quería gritarle, mostrar su rabia por la injusticia que había cometido, más allá de las razones. Quizás hubiera un asomo de verdad en lo que decía Quinn, algo en su actitud que daba a entender que quizá no fuera capaz de manejarse en una misión.

Concentró la mirada en su vaso de leche y en su tarta. Quinn hizo lo mismo. El silencio era a la vez agradable y extraño. Ella deseaba saber qué pensaba él, pero no se atrevía a preguntar. Tenía ganas de decirle que nunca lo perdonaría y, aún así, quería ofrecerle una rama de olivo. Las emociones encontradas le pesaban en el corazón y el pensamiento.

Ella y Quinn se levantaron de la mesa al mismo tiempo y llevaron sus platos al fregadero. Ella los puso en remojo, esperando que el agua se calentara. Él estaba detrás, tan cerca que su aliento teñido de pacana le acariciaba el cuello. Miranda tragó saliva, sabiendo que no confiaba lo bastante en sí misma como para darse la vuelta. No estaba segura de que no lo tocaría, que no lo besaría y que no le pediría que pasara la noche con ella.

Quería que él la tomara en sus brazos para que pudiera dormir. Amarla para que pudiera recordar lo que había sido la época más feliz de su vida.

Quinn apoyó las manos en sus hombros, tan suavemente que ella no se movió. Cerró los ojos. Él le apartó el pelo de la nuca y su dedo largo dibujó un arco candente entre su oreja y su cuello. Con la otra mano, la giró para que lo mirara.

Cuando Miranda abrió los ojos, separó los labios. Quinn estaba tan cerca, su torso desnudo a sólo unos centímetros. Sintió el calor entre ambos cuerpos, como si él tuviera su propio termostato. Tragó saliva, quiso decirle que retrocediera, pero no le salió la voz.

Los labios de él tocaron los suyos con una tierna suavidad. Tan suave que si Miranda no hubiera sentido la descarga de deseo que la embargó de pies a cabeza, habría dudado que la había besado.

Y entonces él volvió a besarla, más firmemente, moviendo la mano desde el hombro hasta su nuca, acariciándole los músculos sosteniéndole la cabeza. Con la lengua le abrió dulcemente los labios hasta que las dos lenguas se trabaron en un ligero duelo, hacia atrás y hacia adelante. Ella se apoyó en él, al principio tímidamente, y luego puso los brazos en torno a su cuello, sosteniéndolo cerca.

Los besos de Quinn siguieron, desde los labios hasta el mentón y el cuello. Ella tembló de deseo, deseo de él. Una añoranza profunda que daba fe de diez años de ausencia. Sin el hombre que sabía exactamente dónde besarla, dónde tocarla.

Quinn la besó tiernamente detrás de la oreja.

– Te he echado de menos, Miranda.

Ella tragó aire. ¿De verdad la había echado de menos? Durante diez años ella había tenido que recluir a Quinn en un rincón de su corazón y de su mente. No quería pensar en él porque no quería echarlo de menos.

Pero ahora la presa se rompía y sus sentimientos reprimidos se derramaban por las compuertas. Durante diez años había sido mucho más fácil fingir que Quinn no llegó a ser una persona importante en su vida en el poco tiempo que lo conoció. Ahora era como si el tiempo transcurrido no existiera. Todavía lo amaba, lo deseaba, pero el dolor brutal que se había hecho fuerte en su vida desde la declaración de Quinn en Quantico era como una espina clavada en el corazón.

Miranda dio un paso atrás y topó con el aparador de la cocina.

– Quinn… No sé qué se supone que debo decir.

– ¿Por qué me esquivabas en esa época? -Quinn le apretó los hombros, con los ojos igual de encendidos de deseo que ella.

Miranda sacudió la cabeza. No podía tener esa conversación en ese momento, cuando sentía las emociones tan a flor de piel. El afecto de Quinn la confundía. Era mucho más fácil recordar la rígida postura que había tenido al oponerse a su graduación, sus enfáticas declaraciones acerca de sus habilidades cuando se vieron justo después de la muerte de Rebecca.

– Tengo que irme.

– Miranda, no te vayas otra vez. Tenemos que hablar.

Ella sacudió la cabeza y se liberó de su abrazo. Tenía que pensar, y eso era imposible si estaba junto a Quinn. Tenía la impresión de que la sangre le hervía y burbujeaba por debajo de la piel, que se le revolvía el estómago de tanta confusión. Sentía su corazón roto, pero todo mezclado con el amor. Nada tenía sentido. Era mucho más fácil existir y controlar sus emociones antes de que Quinn volviera a entrar en su vida.

Se lo quedó mirando un momento y vio que una expresión de frustración le cruzaba fugazmente el rostro. Se giró y echó a correr hacia su cabaña, sintiéndose como una cobarde pero sin saber qué otra cosa hacer.

Quinn vio cómo se alejaba y sintió que algo se le encogía en el pecho. Al volverse hacia el fregadero se dio cuenta de que el grifo seguía abierto. ¿Había estado abierto todo el rato? Lo cerró de un manotazo.

¿Qué acababa de ocurrir?

Creía que Miranda empezaba a abrirse con él. Había matizado sus sentimientos hacia él. Pensó que quizás hubiera una esperanza…

Y ese beso. El tiempo o la distancia lo hacía aún más dulce. Y él quería más.

¿En qué estaba pensando? ¿Acaso creía que podrían retomar su relación donde la habían dejado? ¿Qué él le podía decir que todavía la amaba y que enseguida se pondrían a hablar de matrimonio?

Quinn nunca había dejado de amar a Miranda. Ella lo irritaba, lo contrariaba, lo enfurecía, pero la había amado casi desde el principio. Estaba orgulloso de ella, admiraba su inteligencia, su fuerza y su perseverancia. Era una mujer muy bella. Verla ahí sentada frente a él comiendo tarta de pacana le traía recuerdos de hacía diez años, de aquella vez que pasó dos semanas de vacaciones en la hostería. En la cabaña de ella. Cuando se metían a hurtadillas en la cocina para comer tarta de pacana y apenas alcanzaban a volver a la cabaña de las ganas que tenían de hacer el amor.

Quinn no tenía tiempo para relaciones duraderas. Había tenido relaciones con unas cuantas mujeres a lo largo de los años, pero eran episodios breves. Ninguna podía compararse con Miranda. Algunas eran más guapas, otras más inteligentes, pero ninguna era Miranda. Su chispa. Su fuerza. Ella.

¿Qué habría pensado ella? ¿Por qué no podía responder a su pregunta? Él había esperado a que Miranda le saltara a la garganta que le gritara por haber tomado esa decisión en Quantico. No esperaba ver una emoción tan abierta y llena de deseo en sus ojos insondables.

¡Maldita sea! Quería seguirla, quería explicarle una vez más las razones de haberla apartado de la Academia. Ella quería centrarse en opinión del psiquiatra, en su obsesión con el Carnicero, pero eso era sólo una parte de su razonamiento. Si hubiera sido sólo por el psiquiatra, Quinn nunca se habría mostrado de acuerdo para que la apartaran del programa.

Lo que Miranda nunca había entendido, y era evidente que él tampoco conseguía hacerle entender, era que los motivos por los que aspiraba a ser agente del FBI estaban mal planteados. Trabajar para el FBI no le daría lo que ella esperaba, y Quinn temía que entonces Miranda se sintiera fatal.

Quizás hubiera sido preferible dejar que se sintiera así. Pero la amaba demasiado, y Miranda era una persona demasiado leal; no podía abandonarla cuando se diera cuenta de que idealizaba la profesión de agente del FBI.

Para decirlo alto y claro, Miranda quería ser agente del FBI para tener la autoridad de perseguir al Carnicero. No se habría sentido satisfecha trabajando en Florida, por ejemplo, o en Maine o en California, a menos que el Carnicero comenzara a cazar en uno de esos estados. Y era muy probable que la hubieran asignado al escuadrón de robos o al de corrupción política, experiencias que no le ayudarían en lo más mínimo a enfrentarse con sus demonios.

Quinn albergaba la esperanza de que, al cabo de un año, Miranda se habría dado cuenta de que no deseaba en absoluto convertirse en agente, o que habría superado la obsesión con el Carnicero y aceptaría cualquier tarea que le asignara la oficina.

Cerró los ojos, sin saber bien cómo pensar en el dolor y la rabia de Miranda hacia él. Durante unos minutos, casi habían llegado a ese punto de confianza en que podría haber dicho cualquier cosa, y ella se habría abierto. Pero no habían llegado ahí, y él no sabía si algún día lo conseguirían. En cuanto él se acercaba demasiado, ella levantaba una barrera invisible.

A veces le daban ganas de sacudirla para que escuchara lo que tenía que decirle, para obligarla a no cuestionar todos sus motivos. Pero esa noche sólo había deseado llevarla a la cama y estrecharla en sus brazos.

Si no se abría y hablaba con él, si ella no escuchaba lo que tenía que decir, quedaban pocas esperanzas de restaurar esa relación rota con la única mujer que había amado en toda su vida.


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