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– ¿Estás preparada para lo que podamos encontrar? -preguntó con voz queda.

– Desde luego que sí -dijo ella. Pero cuando Quinn la miró no era rabia lo que brillaba en sus ojos oscuros sino los recuerdos.

¿También ella pensaba en ese día?

Él estiró la mano, queriendo conectar con ella, pero Miranda lo rechazó con un movimiento casi imperceptible de la cabeza. Él dejó caer el brazo, molesto consigo mismo por haberlo intentado, pero deseando que Miranda no insistiera en llevar sola sobre sus hombros todo el peso del dolor de Rebecca.

Caminaron siguiendo el límite del claro y se detuvieron al cabo de un momento. A Quinn le llamó la atención algo que parecía fuera de lugar.

– Aquí -dijo, y se agachó para examinar las huellas de pisadas en el suelo.

– Vamos.

Quinn desenfundó su pistola y asintió cuando ella lo imitó con una Beretta de nueve milímetros un poco más pequeña. Nunca olvidaría que Miranda había obtenido el tercer puesto en la competición de la Academia. Era un buen resultado si se tenía en cuenta que habían participado cien personas más.

Pero ella se había enfadado consigo misma por no obtener el primer puesto. La competencia en la Academia era cosa seria, pero nadie la sometía a tanta presión como ella misma.

Miranda respiró hondo y reunió todo el valor posible a medida que se internaban en el bosque. La vegetación se volvió más espesa cuando abandonaron el claro inundado de luz, y el aire, frío y húmedo. El frío le mantenía alto el nivel de adrenalina mientras barría el monte silenciosamente con la mirada en busca de cualquier indicio de movimiento.

En busca del Carnicero.

A medida que se internaban en la espesura, los animales que se escabullían, el graznido de las aves y las botas que aplastaban el suelo cubierto de hojas eran los únicos ruidos. El aire estaba fresco y limpio después de la lluvia, la tierra renovada. Sin embargo, al mismo tiempo, a Miranda le llegó el olor penetrante y desagradable de la podredumbre. Le recordó su propia caída, cuando estaba sucia y tenía frío y le dolía todo.

Quinn se detuvo para mirar el sendero. La ladera del monte era más suave, muy distinta del terreno rocoso de más arriba por donde había escapado Miranda. A Rebecca la habían tenido más cerca de la civilización, a sólo unos diez kilómetros a vuelo de pájaro.

Miranda cerró los ojos y respiró hondo para serenarse. Cuando volvió a abrirlos al cabo de un minuto, todo parecía más vivo y brillante. El verde era más verde, el marrón más marrón. Unos potentes rayos cortaban la sombra entre los árboles e inundaban el suelo con manchas de luz. A Miranda le fascinaban los días como ése, después de la lluvia de primavera que dejaba el aire limpio, cuando todo quedaba fresco y nuevo y la culpa que ella sentía por estar viva se desvanecía.

De pronto, un destello llamó su atención.

Un leve reflejo en un techo de zinc medio oxidado. Se quedó mirando, tan concentrada en su descubrimiento que los ruidos del bosque pasaron a un segundo plano. No oía más que los latidos de su corazón. La madera combada y vieja que sostenía el frágil techo no habría podido aguantar la reciente tormenta, pero las apariencias engañan. Aquella cabaña había soportado los duros inviernos de Montana, golpeada por la lluvia y sepultada a medias por la nieve.

– Miranda.

– Allá -dijo ella, saliendo de su ensimismamiento.

Él miró con expresión inescrutable. Sacó el walkie-talkie y apretó la tecla para hablar.

– Sheriff, hemos encontrado una choza. A unos… -dijo, y miró hacia lo alto del monte empinado-, seiscientos metros del borde del claro. Hay una bandera naranja que marca el punto donde nos hemos apartado del campo.

Sonó la estática.

– Entendido. -La voz de Nick, distorsionada por la comunicación, rompió el silencio-. Enviaré un equipo.

– Entendido. Cambio y fuera. – Quinn se metió el aparato en el bolsillo y se volvió hacia Miranda.

Ella alzó el mentón, sabiendo que podía enfrentarse a lo que fuera.

– Vamos.

Miranda siguió a Quinn, lo bastante cerca como para no pasar nada por alto. Los dos se pusieron los guantes de látex para preservar lo que probablemente sería la escena del crimen.

Donde Rebecca había sido violada y torturada.

Miranda cerró brevemente los ojos y luego pestañeó, sorprendida. Tenía lágrimas en los ojos. Ahora, no, se recriminó a sí misma, con su severa voz interior.

Quinn le hizo una seña para que se apartara mientras él inspeccionaba el perímetro de la barraca. Ella obedeció sin rechistar.

Aquella barraca destartalada probablemente llevaba décadas ahí. La madera estaba desgastada, casi negra. De hecho, debería estar convertida en un montón de troncos, pudriéndose bajo capas de hojas en descomposición y cubierta de musgo. Pero aunque no parecía muy sólida, estaba bien construida. Una vieja barraca abandonada, como tantas otras.

Hasta que la encontró el Carnicero.

Con una mano, Miranda sacó el mapa topográfico y localizó su posición aproximada así como el camino que había seguido Rebecca.

Sintió que se le revolvían las tripas al imaginar a la pobre chica huyendo por el bosque. No porque su huida acabara en una ejecución, sino porque si Rebecca hubiera escapado unos seis kilómetros en la dirección opuesta habría llegado a un camino de tierra que conducía a una pequeña represa. Quizás habría muerto de todas maneras, pero al llegar al camino habría tenido más posibilidades.

¡Corre! Tienes dos minutos. ¡Corre!

La voz venía de la nada, y Miranda apretó la culata de su arma mientras miraba a su alrededor, luchando contra el pánico con el cuerpo inundado de adrenalina.

Nadie. No había nadie. Su maldita voz, ronca, sádica, la perseguía. Maldito fuera.

Rebecca no había tenido la posibilidad de escoger por donde huir, como le sucedió a Sharon y a ella. Ellas corrían para alejarse en dirección contraria a su secuestrador. Si él estuviera allí, justo al otro lado de esa puerta estrecha, apuntándole al corazón con un rifle, Rebecca habría corrido cerro arriba. Alejándose.

– ¿Miranda?

La voz de Quinn era suave pero firme, y ella volvió a recordar que él había sido su apoyo más firme durante los peores días después del ataque. Recordó al joven y prometedor agente del FBI de quien se había enamorado, un hombre entusiasmado con la vida y con su trabajo, combatiendo a los malos. Y durante todo ese tiempo, él le ayudó a recuperar el equilibrio, le dio la fuerza que tanto necesitaba.

Miranda se obligó a mirar con rostro inexpresivo (tenía mucha experiencia fingiendo un interés neutro), y se giró hacia él.

Quinn había madurado. Tenía casi cuarenta años. Ya no se movía de un lado a otro compulsivamente, como si se hubiera obligado a controlar esa mala costumbre, la única que reconocía como tal.

Se mantenía alto y erguido, todavía seguro de sí mismo, inteligente, pero más sabio. Más curtido.

Ya no era el hombre del que se había enamorado. Ella tampoco era la mujer que él había dicho amar. Él había madurado hasta convertirse en el hombre que ella había imaginado.

Sin embargo, seguía siendo el hombre que la había traicionado.

– Estoy lista -avisó, con voz suave.

Él abrió la boca para hablar, pero no dijo nada. En cambio, asintió con la cabeza y se acercó a la barraca. Aliviada, ella reprimió un suspiro y lo siguió.

Unas rascadas recientes en la madera indicaban que hasta hacía poco la puerta se cerraba con un candado. Quinn tenía su arma lista. Ella también.

Jamás volverían a sorprenderla con la guardia baja.

Quinn empujó la puerta y ésta se abrió. Sin llave. La empujó hacia adentro con cuidado, lentamente, mientras se echaba a un lado por sí el asesino estuviera dentro.

Estaba vacía. Miranda sintió un alivio relativo. Tenía unas ganas desesperadas de atrapar a ese tipo, pero temía encontrarse cara a cara con él. ¿Era alguien que conocía? ¿Alguien con quien había ido al colegio? ¿Un cliente habitual de la hostería? ¿Un habitante local? ¿Un extraño?

¿Sería capaz de reconocerlo? ¿Era alguien a quien veía todos los días?

Aquella idea no paraba de rondarle la cabeza. Quizás el Carnicero fuera alguien que ella veía como un amigo.

– ¿Miranda?

– ¿Qué? -dijo, sobresaltándose. Enseguida se arrepintió de su tono de voz. No tenía por qué comunicarle su agitación a Quinn. Esos demonios que ella combatía eran estrictamente personales.

Él iba a decir algo, pero calló. Empezó a examinar minuciosamente el interior.

En la barraca, de una sola habitación de dos metros y medio por cuatro, sólo había un colchón manchado y mugriento en medio del suelo de madera ennegrecida. Sangre seca mezclada con tierra. El techo era de madera y zinc, inclinado para impedir que lo destruyera la nieve. La ropa de Rebecca estaba en un rincón. Los vaqueros, el jersey amarillo y el anorak azul con que la habían visto por última vez.

No estaban ni el sostén ni las bragas.

Miranda se fijó en el olor. Era el olor del miedo pegado a las paredes, como si el terror de Rebecca hubiera quedado impreso para siempre en la madera oscura y musgosa.

No, el miedo no olía. Era el sudor seco, el olor vago y metálico de la sangre, lo que empapaba su olfato al respirar, desplazándose hasta su lengua, haciéndole sentir el sabor cobrizo del terror, antes de que sus pulmones y su corazón se llenaran de penosos recuerdos.

El sexo. El sexo brutal y doloroso.

Tengo mucho frío, Randy.

Miranda miró a su alrededor, segura de haber oído a Sharon que le hablaba.

No era Sharon, sino su fantasma.

La habitación sin ventanas se encogió. Era como si las paredes latieran, como si respiraran. Como si reptaran hacia ella, cada vez más cerca… y el miedo sí olía. El aroma empalagoso de su propio terror, su mortalidad, tiraban de ella hacia abajo, la estrangulaban.

Randy, tengo frío. Vamos a morir.

No vamos a morir. No te des por vencida. Encontraremos una manera de escapar.

Nos matará.

¡Basta! Deja de hablar de esa manera.

Rebecca estuvo sola. Sin alguien que la apoyara. Nadie con quien hablar, con quien llorar, a quien hacer promesas. Sola. Sin saber cuándo volvería él, cuándo la volvería a montar. Cuando cogería las tenazas frías como el hielo para apretarle los pezones hasta que ella gritara.

¡Aaaayy!

Los gritos de Sharon le resonaban en los oídos, le golpeaban como un martilleo en la cabeza.

Ella sería la siguiente.

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